Antes de la alternancia votaba con resignación, ahora lo hago con desasosiego. Antes era cuando mucho un íntimo ritual irónico; ahora es crisis existencial. Antes, una silenciosa manifestación individual que, ante la urna inconfiable, protestaba contra “la mayoría”. Ahora que votar ya no es una culminación, sino un inicio; ahora que viviremos en un país en el que hasta la mayoría será minoritaria, la urna es la angustia en forma de cubo.
Qué envidia me causan quienes se han decidido o, por lo menos, resignado. Qué envidia de los entusiastas, de quienes han visto la luz, o escuchado la voz del pueblo; de quienes sólo acatan órdenes, o de quienes ponen en su voto “fe y esperanza” (la caridad no se dice, pero va sobreentendida). Qué envidia de los que se juegan con el voto no una convicción, sino una chamba o una prebenda. Qué envidia de los políticos que votan por sí mismos no importa por quién voten.
Los mexicanos hacemos mejor lo que nos toca hacer, sea lo que sea, que política los políticos. Un mecapalero del mercado carga con mayor eficiencia su bulto que la mayoría de los diputados su responsabilidad legislativa. La médica, el biólogo, la marchanta hacen su trabajo mejor que el suyo los políticos bajo cuyas políticas laboran. Somos un país obsesionado con la política y los políticos pero, a la vez, misteriosamente resignados a producir políticos de calidad muy inferior a la nuestra.
(Una ineficiencia pública que, se entiende, es inversamente proporcional a su eficiencia privada: las finanzas públicas de Coahuila, por ejemplo, son tan desastrosas como sanas las privadas de los hermanitos Moreira.)
Calculo que el 99.99% de los mexicanos hace mejor su trabajo que el suyo los políticos (salvo los líderes sindicales). ¿Por qué José Emilio Pacheco escribe sus textos con eficiencia infinitamente superior a la que logra cualquier senador o funcionario? ¿Por qué pinta Toledo con tanta eficacia, mientras el gobernador de Oaxaca ciega al universo con su ineptitud? ¿Por qué Teodoro González de León diseña edificios magníficos mientras lo único magnífico que hace el político promedio es el ridículo? Y tantos profesores, científicos, empresarios, profesionistas…
Y sin embargo su eficiencia está sujeta al arbitrio de los políticos ineficientes. ¿Cómo puede ser que el mismo país que produce tanto talento lo subordine a sus otros productos: Mestrelbester, Murat, Marín, Montiel y Moreira? La ineptitud de los políticos no es sólo peor a la de otros ciudadanos, es peor a la de ellos mismos.
En tiempos de elecciones, la ineptitud de los políticos tiende a convertirse en mérito. Lo que salva sus fracasos –que ellos propician– es convencernos (y convencerse) de que sólo ellos saben cómo salir de los fracasos. Y como no se puede votar más que por ellos, tenemos que fingirnos convencidos.
El término medio de las personas –cito y parafraseo a Chesterton– vota disminuyéndose, vota con la mitad de su inteligencia, o con la centésima parte. Deberíamos votar con nuestra totalidad, con “el corazón, el alma y la barriga”, como cuando amamos. Deberíamos votar con nuestra pericia para analizar discursos, trayectorias, rostros, y a la vez con deleite. Como dice el inglés: poniendo en nuestro voto los colores del más hermoso atardecer que hemos mirado…
Como no puedo votar con la mayoría relativa de mi ser –ni siquiera la proporcional–, deberé elegir con gran cautela la parte de mí a quien entregaré la tarea… ¿La tambaleante sesera? ¿El horrible hígado? ¿El caprichoso bazo? No sé qué hacer. Me temo, ante las opciones que presenta la boleta, que otros ya decidieron por mí; me temo que, vote por quien vote, terminaré haciéndolo con las patas…
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.