Resulta difícil reflexionar con calma sobre lo que ocurre en Cataluña, ya que la sucesión de acontecimientos en poco menos de un mes (convocatoria, prohibición y celebración de la consulta; querella contra Mas; anuncio del plan del president para la nueva etapa; respuesta de Esquerra) nos pone en el inasible y fluctuante plano de la táctica, más que en el de la estrategia. Las decisiones no parecen obedecer a un plan meditado, ni en Madrid ni en Barcelona, sino ser fruto de una mezcla de inercia e improvisación. La ingente cantidad de energía intelectual dedicada a esta cuestión puede pasar tranquilamente a encabezar la historia universal del desperdicio; la resolución compulsiva de sudokus hubiera sido probablemente más productiva. Quizá en veinte años se hable con admiración de la pizarra de Sant Vicenç dels Horts, pero no parece probable.
Sin embargo, sí que cabe extraer una lección importante de la consulta, a partir de dos constataciones. La celebración en sí, la colocación de las urnas y las papeletas, el uso de los colegios, el discurrir de la jornada, fue un éxito indiscutible del soberanismo: quedó claro que en Cataluña manda Mas y se volvió a demostrar una impresionante capacidad de movilización. Ahora bien, su resultado no puede dejar de suponer una cierta decepción. Las cifras se han manejado hasta la saciedad. Votaron 2.300.000 personas, incluidos extranjeros y menores a partir de los dieciséis años. Se trata de una cifra apabullante para una manifestación, pero a todas luces insuficiente para declarar la independencia, sobre todo si tenemos en cuenta que un 20% no optó por el doble sí independentista y que solo votó el 36% del censo.
Si la Generalitat es capaz de ignorar al Tribunal Constitucional y ponerse al Estado (del que es parte y al que representa en Cataluña) por montera, no se puede argumentar que hay un conflicto entre España y Cataluña. Llegados al momento de echar el candado a las aulas y retirar las urnas en furgones policiales, con buen sentido no se hizo. “Esto no lo para ni el Tribunal Constitucional” era el grito de guerra. La conclusión inevitable es que España no va a imponer ninguna resolución por la fuerza, ni aun teniendo la ley de su lado. El mismo 9n las caras de los miembros del pp reunidos en los gélidos jardines de un hotel barcelonés reflejaban ese abandono: pese a las reiteradas promesas de que no se celebraría la votación, se estaba celebrando. En cambio, a escasos kilómetros Diagonal abajo, el ambiente en el acto de Ciutadans era muy distinto: un público de todas las edades amparado en un naranja brillante frente al pálido azul popular. Quizá no ser “sucursalistas” cobra ahora pleno sentido también para la oposición al independentismo. El pp catalán confiaba en la ayuda de Madrid, la gente de Rivera quiere construir desde Cataluña una alternativa.
Porque el problema para el independentismo ya no es Madrid, es Cataluña. Las cifras de participación y el porcentaje de voto demuestran que los catalanes no apoyan mayoritariamente esa opción. Votar era muy sencillo, se pudo votar hasta el 25 de noviembre, y la campaña por la participación fue apabullante; el coste de votar, nulo. Quien no votó fue porque no quiso. Y sin embargo dos tercios de los catalanes se quedaron en casa. Es posible que algunos independentistas no participaran, pero entonces admitamos también que algunos votantes del doble sí cambiarían de opinión enfrentados a un referéndum vinculante y tras una campaña equilibrada, en la que comparezcan las dos opciones. La admiración que el proceso parece despertar a nivel internacional, y que se veía en las actitudes de los corresponsales que cubrían la seudoconsulta, solo puede contestarse desde esa realidad. La oposición más encarnizada a la independencia de Cataluña se halla en su interior, no en el resto de España, que asiste incómoda, algo incrédula y muy hastiada a un proceso que no termina de entender. Y solo maniobras del tipo de contabilizar escaños y no votos o de no fijar mínimos razonables de participación y apoyo resultaría en una mayoría suficiente para declarar la independencia (el ejemplo más citado es cómo ninguna de las votaciones del Parlament ha obtenido el apoyo que exige el Estatut para su reforma; así sería más asequible independizarse que reformarlo).
A estas alturas poca duda cabe de que la solución ha de ser votada, o al menos refrendada democráticamente. Qué se debe votar y quién debe votar es otra cuestión. En cualquier caso el camino que parecen apuntar Mas y Junqueras no sigue la sensata senda canadiense: primero demostrar una mayoría clara y suficiente en favor de la independencia, luego negociarla con el Estado (Quebec puede manifestar su voluntad de independizarse, pero no puede decidir en qué condiciones se independiza sin contar con el resto de Canadá). Claro que Rajoy tampoco ayuda: ni hizo cumplir la ley el 9n, ni ofrece pistas de aterrizaje que atemperen los ánimos. En resolución de conflictos siempre se busca la ventana de oportunidad que ofrece un “mutually hurting stalemate”, el “impasse mutuamente perjudicial”. No parece que hayamos llegado a ese punto, más bien estamos en el “conflicto mutuamente beneficioso”, y a lo que parecen aspirar unos y otros es a ganar tiempo y a cronificar el problema. Pero como la oncología bien sabe, es imposible cronificar los problemas mucho tiempo. Por eso los catalanes no independentistas no pueden estar a expensas de los intereses electorales o de la pasividad inoperante del gobierno en Madrid. Cómo aglutinar a un conjunto tan heterogéneo y dividido para hacer visible esa oposición mayoritaria a la independencia es el gran reto que les espera. Enfrente, una minoría locuaz e hipermovilizada intenta quemar etapas en pos de un sueño edénico que incluso permite abrazos asombrosos. Quizá sea el momento de volver a los sudokus. ~
Miguel Aguilar (Madrid, 1976) es director editorial de Debate, Taurus y Literatura Random House.