En los tiempos de la opinionitis

¿Y es que en verdad estamos tan embotados espiritualmente que hemos olvidado el valor de la vida humana?
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El jueves pasado estuve en Xalapa en el Encuentro de Literaturas organizado por estudiantes del primer semestre de la Universidad Veracruzana. Con frecuencia rehúyo esta clase de actividades porque me parecen una pérdida de tiempo, pero en este caso resultó todo lo contrario. Fue una charla amena de una hora y media y a pesar de todas las incoherencias que dije los alumnos me cantaron al final “Las mañanitas” y me regalaron un pastel de tres leches que tomamos con café porque al día siguiente, el 13 de noviembre, yo cumplía 38 años (no tengo idea de cómo se enteraron). Sí, a veces me la paso bien en mi penoso peregrinar por el mundo de las letras: no todo son malos hoteles y bufetes de desayuno reciclados, ni engreídos colegas que se creen la última Coca Cola del desierto.

Pero la mañana siguiente comenzó mal cuando desayunando en el restaurante La Parroquia me enteré de que López Obrador y Raúl Araiza cumplían años el mismo día que yo. El viaje de regreso fue una tortura: desde temprano la entrada a la ciudad estaba abarrotada de gente que salía de vacaciones para aprovechar el puente del 20 de noviembre (una incompresible costumbre mexicana, digna de una larga tradición que nos recuerda el monumental filme de Luis Alcoriza, Mecánica nacional, ese portento sociológico que nos describe a la perfección). En sentido contrario había automóviles repletos de familias que querían aprovechar el Buen Fin en la ciudad de México. Respecto a este me limitaré a decir que se trata de una estafa, una especie de Black Friday de petatiux (o región cuatro, como se decía hace una década), pues los almacenes hacen descuentos después de inflar los precios y no hay muchas “ofertas” si no tienes una tarjeta de crédito (el Buen Fin no es para todos los mexicanos). Las miles y miles de quejas que recibió la Profeco no hacen sino darme la razón.

—Allá en Phoenix, Arizona, sí que había buenas ofertas. Uno podía comprar un televisor al cincuenta por ciento de descuento. Aquí nomás uno se endroga a treinta meses sin intereses. Qué buen fin ni qué la fregada  —ese fue el testimonio de un viejo sabio taxista que como buen taxista que se precie de serlo vivió “unos años en el gabacho”.

Una vez llegado a la central de autobuses me di cuenta de que estaba frente a la tormenta defeña perfecta con todas su variables: viernes, quincena, puente, Buen Fin, y de pronto comenzó a llover. Esa es la razón por la que tardé horas en llegar a mi casa, harto, exhausto, hambriento y odiando a la humanidad en su conjunto. Como formamos parte de un experimento social que consiste en no tener teléfono inteligente y como no vivimos ni queremos vivir pegados al internet, no nos dimos cuenta de los atentados en París hasta las ocho o nueve de la noche cuando lo escuchamos en el radio del taxi (cuyo conductor también había vivido en el gabacho y opinaba lo mismo del Buen Fin) que nos llevaba al norte de la ciudad, a una cena que una amiga había organizado en nuestro honor. Llegando ahí me enteré de más detalles. Ya para entonces se hablaba de más de cien muertos. En ese momento me sentí realmente preocupado por las repercusiones que esta clase de hechos representan para el mundo. No me gusta jugar al profeta, y no me considero ni por asomo un científico social, pero ya desde la noche pude vislumbrar lo que iba a pasar en las redes sociales y en los medios al día siguiente (posiblemente estaba ocurriendo ya, pero como ya dije no tengo teléfono celular).

Cada vez estoy más convencido de que estamos entrando a una edad media, a una edad oscura altamente tecnologizada, la civilización del espectáculo de la que habla Vargas Llosa, en la que no solo la cultura ha sido banalizada sino también la muerte y el sufrimiento humano. Podría extenderme en esto pero no soy un filósofo. Me considero más bien testigo de esta época de oscuridad y me limito a describirla por medio de la ficción.

Uno de los síntomas de lo anterior es algo que yo llamo “la opinionitis”: la idea de que todos tenemos algo que decir respecto de cualquier tema y de que nuestra opinión es valiosa y sagrada. Por supuesto que antes del internet la gente tenía toda clase de opiniones estúpidas pero estas se limitaban a la escuela, el trabajo, los lavaderos y el mercado. Recuerdo especialmente cómo durante la primera Guerra del Golfo se hablaba de una tercera guerra mundial, y también recuerdo que en mi pueblo se decía de que tal vez íbamos a ser bombardeados con misiles Scud por los iraquíes (como si Chihuahua tuviera algún tipo de importancia táctica y los Scuds fueran ICBM). Estas opiniones no se basaban en ningún hecho porque la mayoría de los opinadores prefiere, como Jaimito el Cartero, “evitar la fatiga” de leer artículos periodísticos o libros. Es decir: la necedad siempre ha existido, pero esta cualidad ha sido potencializada por el internet, los blogs y las redes sociales como Twitter y Facebook.  Uno puede decir babosadas en el mercado o en la escuela, pero cuando uno escribe babosadas en redes sociales (y yo lo he hecho muchas veces) estas permanecen un poco más y van construyendo una opinión general que incluso hasta los gobiernos han comenzado a tomar con más seriedad que un motín frente al Palacio Nacional. Una prueba de eso fue el llamado #calcetasgate. No todo en redes es banalidad, por cierto, como lo han demostrado en su momento movimientos como Estamos hasta la madre, #yosoy132 y el que se ha construido en torno a los cuarenta y tres.

Es importante no confundir el activismo con la opinionitis. Al parecer todo el mundo sueña con ser Noam Chomsky. Estoy cansado de que cada vez que un evento sacude al mundo —una intifada en territorio palestino, la crisis de los refugiados sirios, Charlie Hebdo y ahora estos atentados— aparezcan un montón de tipos listos a opinar del tema con toda clase de lugares comunes y que estos no sean más que el vehículo para dejar salir frustraciones, prejuicios y fobias; nacionalismo, antisemitismo, antiislamismo, xenofobia y resentimiento. Somos humanos, es cierto, pero también es cierto que deberíamos de aprender a callarnos e informarnos antes de emitir una opinión. Si al parecer es inevitable que la nueva cultura política y democrática se vaya a conformar en las redes (y no en la plaza pública), estas no son sino la muestra de lo enfermos que estamos como sociedad. ¿Llegaremos a ser una democracia madura si pensamos de una manera intolerante y parcial? ¿Seremos buenos votantes si estamos a merced de las ideologías en lugar de examinar los hechos por ambos lados? Las redes son el reflejo de nuestra incapacidad para entender la complejidad del mundo en el que vivimos. Nos contentamos con repetir los lugares comunes de siempre: que un atentado a Francia es una afrenta a “los valores de occidente”, que el Islam es el mal (y aquí no saben hacer una distinción entre el Islam y el extremismo); o todo lo contrario, que la lucha de ISIS es una lucha antiimperialista; que los franceses se lo merecen por racistas, etcétera. Mientras tanto, quienes mueren como siempre son los civiles inocentes. La historia del Medio Oriente y del terrorismo es compleja y al parecer a nuestros opinadores les da pereza informarse. Recomiendo el libro de Loretta Napoleoni, El fenix islamista, para entender esa cosa rara llamada Estado Islámicoy seguir sus artículos que cada tanto aparecen en El País. Una de las tesis de la periodista es que ISIS nunca podrá ser derrotado a menos que occidente deje de encasillarlo como un simple grupo terrorista más. 

Pero las opiniones que más me enervan son aquellas al estilo de “Murieron 1000 personas en África y nadie le importó, mueren cien personas en Paris y todo mundo está escandalizado” o “Mueren más personas en México que en Francia” o “Mueren más personas en Siria que en Francia”. Quienes dicen esta clase de tonterías olvidan que estamos hablando de vidas humanas y que toda vida humana es valiosa tanto aquí como en la Conchinchina. ¿Y es que en verdad estamos tan embotados espiritualmente que hemos olvidado el valor de la vida humana?

                       

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Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).


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