En Roane Head

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para John Burnside

Su casa se reconocía por las persianas

y por los cormoranes echados en el muro,

las cruces negras de las alas tendidas a secar.

También por el serbal y el pino que la ocultaban

del mar y de la breve luz del sol

y por el collie Aonghas, acostado a la puerta

donde murió: un bastidor de huesos, una trampa saltada.

 

Pasó una madeja de gansos, con el lento chirrido

de una sierra oxidada. Tiraba y enrollaba

quejoso el mar amargo y en el bosque

chillaron las palomas elevándose.

 

Había tenido cuatro hijos, muy bien lo supe,

todos torcidos. Ciegos de nacimiento, dicen,

boquiabiertos y simples y palmípedos

palos raquíticos. Bellos rostros, me han dicho,

pero vacíos como el aire.

 

Alguien los vio una vez en las afueras, renqueando

hacia la playa, chillando como ratas,

y dijo que eran buenos nadadores,

pero eso lo habría imaginado.

 

Su esposo la dejó: le dijo

que no podían ser suyos, que eran más

peces que humanos;

dijo que estaban hechizados,

y les buscó en la piel las marcas probatorias.

 

Durante años tendió cada difícil llama:

sus vacilantes cuerpos apretados.

Cada noche, para apagar el fuego,

cerraba las escamas de sus ojos.

 

Hasta que él volvió otra vez,

la última vez,

lleno de alcohol, diciendo

que estaba harto de aquello,

de toda esa brujería,

y los hizo pararse

en fila al lado de sus camas,

temblando. Aleteaban

sus manos; giraban los ojos

de arenque en sus cabezas.

Recorrió la fila

serenándolos

uno por uno

con una navajita.

 

Dicen que por las noches ella sale a tender

mantas sobre las tumbas para darles calor.

Tanto dolor que haría salirse el corazón.

 

Una nutria en las hojas se agitaba, una garza

marchaba lentamente sobre el agua en el alba

en que llegué otra vez hasta su puerta.

 

De su collar colgaban cuatro piedras,

llevaba cuatro anillos en la mano

que me condujo más allá del cuarto

en el que ardían cuatro velas

y al que llamó “la sala de la lluvia”.

Subía humo lechoso desde la chimenea

como en una cascada inversa

y ella dijo mi nombre,

y fue lo único

y lo último que dijo.

 

Me dio un huevo de alondra en un lecho de hielo;

me dio caireles de mis cuatro hijos; me dio

la cabeza de su marido en una caja de madera.

Luego me dio la piel de foca, y me la puse. ~

 

Versión de Aurelio Asiain

 

* “At Head Roane”, de The wrecking light, es el segundo de una serie de poemas narrativos que he estado escribiendo desde el año pasado –todos situados en lugares ficticios de Escocia–. Tienen algunos de los atributos de los cuentos populares, y algunos de los familiares del folclor, temas alegres: el asesinato, la violación, la venganza, la locura, la deformidad física, la brujería y lo sobrenatural. En este poema he invocado el mito celta de los selkie: criaturas que nadan como focas, pero que pueden volverse humanas al arrojar su piel. La transformación se revierte al ponerse de nuevo la piel de foca, pero si pierde la piel mágica o se la roban, la criatura está condenada a permanecer en forma humana. Ron –pronunciado roane– es el gaélico para “sello”. Aunque con costras de sangre escocesa y sal del mar, este poema halló su cauce al mundo una tarde de Navidad en una casa-bote alquilada en Norfolk Broads.

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