En Gente peligrosa, usted dice que hay una corriente más interesante de la Ilustración que la versión más conocida, una Ilustración radical.
La versión que hemos aprendido de la Ilustración, la que ha pasado a los libros de historia, el movimiento de Kant y Voltaire, es la del culto a la razón. En realidad, se trata de una forma secularizada del cristianismo. La razón sustituye al alma: es la mejor parte del hombre, un elemento inmaterial. Uno debe resistir los impulsos eróticos porque ponen en peligro la razón. Es el catolicismo con otra capa de pintura. Aparecen la idea del alma, de la separación entre la mente y el cuerpo, la idea de que debemos subyugar la Tierra porque nos pertenece, la idea de que la historia tiene un objetivo y de que hay un progreso inexorable. En realidad, no están contando una historia distinta sino que la cuentan con otras palabras.
A su juicio, algunas de esas ideas son erróneas e incluso nocivas.
En el siglo XVIII o cuando se escribió la Biblia, la idea de la subyugación de la Tierra no era tan peligrosa: había poca gente y había poco desarrollo tecnológico. Hoy somos muchos más, creamos grandes problemas y la idea de subyugar la Tierra ya no nos sirve; debemos aprender a vivir con ella, a ser parte de ella. No somos la corona de la creación, sino un animal quizás un poco más listo y algo más interesante. No deberíamos darnos demasiada importancia. No podemos destruir el planeta, ni siquiera dañarlo seriamente. Solo podemos destruir la diminuta franja de condiciones en la que nuestra vida como especie es posible.
Al mismo tiempo, la tecnología progresa continuamente, pero hemos visto que eso no anula las oleadas de extremismo religioso. Hay gente que combina la tecnología del siglo XXI con el pensamiento del siglo XI. No parece que haya un progreso inexorable.
Finalmente, otra idea muy dañina es una genialidad del cristianismo: todos tenemos impulsos concretos, en particular impulsos sexuales. Por tenerlos, eres malvado y estás condenado a un sufrimiento eterno. Para lograr el perdón, debes recurrir a nosotros, a los sacerdotes. Si no, estás condenado para siempre. Es un asombroso truco de marketing. Ha funcionado durante milenios. Lo malo es que ha hecho infelices a una gran cantidad de personas y ha justificado el asesinato de mucha gente.
¿Por qué esa versión de la Ilustración es la que tuvo más éxito?
Permitía a la burguesía controlar el poder. Ofrecía una justificación: los trabajadores, a diferencia de la burguesía, no son racionales, mientras que nosotros sí: somos responsables y por eso debemos tener algunos privilegios. La razón está también en la ética del deber de Kant, de raíz cristiana (en su caso protestante), en los postulados. No es lógico, aunque sí cómodo. Y luego, como individuos en la sociedad, tenemos un anhelo de trascendencia. Ese anhelo fue satisfecho, en un primer momento, por la religión. Luego, por ideologías como el fascismo o el comunismo. Algunas de sus ideas podían ser bellas, pero en la práctica provocaron la muerte de cientos de millones de personas. Ahora, cuando la ideología está desprestigiada, nos despertamos del crash de 2008 y descubrimos que vivimos en otro tipo de trascendencia. Y esa trascendencia es el mercado. El mercado es todopoderoso. Debemos servirle y obedecerle. Decimos que los mercados están preocupados, que están deprimidos. Y hay que hacer sacrificios –por ejemplo, despedir a gente– para que estén contentos otra vez. Como si fueran una deidad. Hasta tienen sus propios sacerdotes que salen en televisión y dicen lo que tenemos que hacer para que la deidad esté contenta. A esos sacerdotes los llamamos economistas.
¿En qué se diferencia esa otra Ilustración, entre cuyos miembros más destacados estaban Diderot y el barón d’Holbach?
Una diferencia esencial es que para ellos no estamos hechos solo de la razón, sino que somos animales apasionados. La pasión, el eros, es lo que hace que nuestras vidas sean dignas de ser vividas. Por usar una metáfora náutica y algo anticuada: somos un barco, y la razón puede poner las velas en una dirección, pero eso no es lo único que decide cómo será el transcurso del viaje, no puede determinar la fuerza del viento o de las corrientes marinas. Cuando hablo de la pasión erótica no hay que pensar solo en una pasión sexual, sino también en la pasión por la amistad, por el compromiso. Pero aun así la lujuria no es algo malo en sí. No podemos meternos en la cama con la primera persona que nos apetezca porque, por decirlo de manera sencilla, eso puede producir más daño que otra cosa, para nosotros y para la otra persona, y quizá no queramos eso porque hay otra fuerza muy importante que es la empatía. No es consecuencia de la educación religiosa: los niños y los animales muestran empatía. No es algo que aprendemos gracias a lecciones de moralidad, sino que forma parte de nuestra naturaleza biológica.
El gran personaje, casi el héroe, tanto de Gente peligrosa como de Encyclopédie es Diderot.
En los dos libros cuenta su vida y la evolución de su pensamiento.
Tendemos a presentar las ideas como algo que nace en un momento concreto, y eso es un error. Surgen de un momento muy concreto de la historia, de una vida concreta, de una clase social concreta, de una situación concreta. Diderot era hijo de un artesano. Fue a París para ser jesuita a los quince años. Era muy religioso, como su padre. Lo que le ocurrió es lo que le pasa a la gente en las grandes ciudades: ven que hay muchas más cosas. A los quince o dieciséis descubrió las mujeres, el teatro, la cultura, las ideas y la ciencia. Por otra parte, Diderot era un hombre al que le gustaba mucho la gente. Se decía: es un buen escritor, pero lo mejor es oírlo hablar. Como no podemos escuchar su conversación, hemos perdido gran parte de su obra.
Muchos pensadores de la época, tanto los racionalistas como los apasionados, pensaban que había que crear una sociedad perfecta, pensaban que las reglas del cristianismo eran perversas y producían una conspiración de magistrados y sacerdotes para oprimir a la gente: los magistrados tenían legitimidad gracias a los sacerdotes, y los sacerdotes el poder y la fuerza gracias a los magistrados. Si se cambiaban esas reglas sociales, la gente no sería perversa, ni criminal ni cruel. Diderot no estaba de acuerdo: pensaba que, aunque nuestra naturaleza biológica cambie, siempre habrá personas más inteligentes, autistas o egoístas, y nunca podrás tener una sociedad utópica, porque con cada nuevo hijo debes empezar de cero. Lo único que tenemos es negociación, compromiso, la búsqueda de soluciones inteligentes. Thomas Jefferson fue uno de los grandes lectores de Diderot. “La búsqueda de la felicidad” es un concepto que tiene mucho que ver con Diderot y sus amigos. Es una idea maravillosa y se ha perdido. Postula una sociedad solidaria, donde es inexcusable que un niño no pueda ir a la escuela, por ejemplo, o donde es inexcusable la idea de que los homosexuales, los judíos o los negros sean menos valiosos que los demás. Y, al mismo tiempo, a Diderot no se le puede usar para mantener el poder social. Sus convicciones políticas se podrían caracterizar como anarquistas; eran salvajemente indecentes. También como filósofo.
A diferencia de Voltaire o Kant, no era deísta.
No creía que hubiera una gran mente fuera del mundo. A su juicio, pensar que estamos aquí y que eso tiene algún sentido es presuntuoso: somos el resultado feliz de un proceso azaroso. Sin embargo, reconocía el anhelo de trascendencia. Se trataba de un anhelo erótico y había que afrontarlo, del mismo modo que, si quieres acostarte con la persona equivocada, tienes que afrontar ese deseo. Abordó esos asuntos en sus novelas. Frente a la idea de que tenemos una respuesta para los problemas, su idea es que no podemos tener una respuesta, y que eso es bueno.
Somos un animal que cuenta historias y tenemos que aprender a tratar con los relatos: a relacionarnos con el arte, sabiendo que lo que leemos es solo una historia. Coleridge hablaba de la suspensión del escepticismo. Por supuesto, sabemos que la historia y las lenguas no son neutrales: en español yo sería otra persona, hay posibilidades diferentes. Y sabemos, además, que las historias transmiten valores. Me interesa, por ejemplo, lo que ha dicho Amos Oz sobre el conflicto entre Israel y Palestina. Según él, hay dos tipos de tragedia: la shakespeariana, donde al final muere todo el mundo, y la chejoviana, donde al llegar el final todo el mundo es infeliz pero está vivo. Son dos tipos distintos de historias, que muestran unos valores distintos y unos resultados diferentes. Cuando crees un relato concreto, te vuelves una persona religiosa, al margen de que esa historia sea la interpretación marxista o la mano invisible. Se trata de una pérdida de realidad, y eso es lo que hace la religión. Vivir fuera de ese relato produce insatisfacción. Y hay que cuestionarse la propia historia: en cierto modo, eso es la madurez intelectual. Todos los relatos son arbitrarios y se pueden cambiar. Diderot detecta ese anhelo de trascendencia y al mismo tiempo esa imposibilidad.
Daba mucha importancia a los oficios y la técnica. Y también, por supuesto, a la ciencia.
Era el primer momento en la historia de la humanidad en que la ciencia empezó a explicar muchos elementos de la realidad, a posibilitar la fabricación de máquinas que podían cambiar la vida de la gente, a producir avances médicos fundamentales. En un periodo de tiempo relativamente corto se había descubierto que la Tierra no solo no era plana, sino que tampoco era el centro del universo; se había podido ver el esperma en un microscopio y se hicieron experimentos con electricidad y se vio su relación con los músculos. El joven Diderot descubrió esa gran cantidad de posibilidades y pensó que esa forma de explicar el mundo era mejor que la manera religiosa. La ciencia significa observar, llegar a una conclusión, y quizás extrapolar y demostrar esa hipótesis. Pero no vas a un libro sagrado para comprobar que la hipótesis es correcta.
Diderot y su círculo empezaron a ver el mundo de otro modo. Leyeron a Descartes y a otros precursores de la Ilustración. Lo que les distinguía de otros era que se tomaban la ciencia mucho más en serio. Según Diderot, no puede ser que tengamos una parte inmaterial desvinculada del aspecto material. Debemos ser animales que han evolucionado. Nuestra vida sirve al mismo objeto que los demás: reproducirnos y sobrevivir. El resto es un lujo. Eran ideas escandalosas entonces y lo siguen siendo para mucha gente.
En El sueño de D’Alembert, Diderot presenta a D’Alembert enfermo, alucinando, diciendo tonterías. Por un lado es el otro editor de la Enciclopedia. Pero, además, es una polémica filosófica contra Descartes y el dualismo. Diderot toma la gran mente racional de D’Alembert y dice: ¿cómo es posible que, si la temperatura del cuerpo sube dos grados, la mente se vuelva loca? Si tiene un poco de fiebre, empieza a alucinar: la inteligencia es solo una función biológica del cuerpo. Nuestros cuerpos no son un lastre para una mente grandiosa e ideal. Hay otra cosa muy interesante: en el diálogo están el médico de D’Alembert y su amante, y la amante se pregunta por qué los padres se parecen a los hijos pero no son idénticos. El médico dice que lo único que se le ocurre es que haya una especie de tira de filamentos que pasa del hombre a la mujer. Y en esa tira están las características del niño. Pero solo la mitad, porque la mujer también aporta una. Y cuando esas dos tiras se unen, se combinan y la combinación produce errores; por eso los hijos se parecen a los padres pero no son idénticos. Es una explicación de la combinación del ADN antes de tiempo.
La otra Ilustración es importantísima, pero no amenazaba el elemento fundamental del pensamiento religioso. En cierto modo, solo cambiaba las etiquetas, al sustituir el alma por la razón. La Ilustración radical atacaba esa idea central. El concepto era totalmente distinto, porque hablábamos de un cuerpo; un cuerpo provisto de razón, pero también de otros impulsos.
Uno de los grandes encuentros y desencuentros de ese periodo, tanto desde el punto de vista personal como filosófico, es el de Rousseau y Diderot. Muchas de las ideas del primero son las que parecen haber triunfado.
Diderot y Rousseau eran casi hermanos: hijos de artesanos de provincias, se fueron de casa a los quince años, tuvieron una vocación religiosa. Fueron grandes amigos hasta su ruptura. Sin duda, uno de los elementos más importantes de esa ruptura eran las divergencias sobre la manera de tratar el impulso religioso. Diderot pensaba que ese anhelo era real, pero que no se refería a nada más allá de sí, que era una cuestión egocéntrica. Rousseau pensaba: “Yo siento que debe existir un Dios. Por tanto, quien argumente en contra de eso es malvado y debo destruirlo.” Para Rousseau, esa destrucción estaba justificada. Lo explica en El contrato social. Y explica, en su idea de la volonté générale, que la opinión individual podía desviarse, pero la general era buena.
Otra fuente de desacuerdo era la asociación que establecía Rousseau entre lo bueno y la naturaleza, frente a la influencia corruptora de la sociedad, que introduce la competición. Para Rousseau, la gente debe vivir en sociedad a causa de sus debilidades: los chicos desean a las chicas. Los más fuertes se benefician. El objetivo de la competición es obtener poder sobre los demás. Hay que tener en cuenta que la agencia siempre es masculina en Rousseau. Pero todos los males, para Rousseau, comienzan con el sexo, lo que resulta, de nuevo, muy cristiano. La lucha política, el faccionalismo y el olvido de lo que era la volonté générale crearon una sociedad pervertida y para arreglar las cosas había que instituir la censura, la policía, los espías, excluir a la gente o ejecutarla. El germen del estalinismo está en Rousseau, aunque el ejemplo paradigmático sería Pol Pot, que, a través del asesinato de masas, intentó llevar a una sociedad hasta el feliz estado de la inocencia. En la filosofía de Rousseau está el comienzo de toda dictadura totalitaria. ~
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).