Entrevista a Vila-Matas

Enrique Vila-Matas ha dejado de ser, desde hace muchos años, el gran misterio de la literatura en lengua española para convertirse en un autor de referencia obligada. Haciendo caso omiso de la frase de Bioy Casares que dice que los escritores son interesantes por escrito y no por hablado, me reúno con el escritor barcelonés para charlar de su obra y de su vida, indisolubles en su caso. Contesta a mis preguntas con la erudición que lo caracteriza pero, además, con una gran generosidad. Iniciamos la charla y aunque Vila-Matas contesta de buena gana, estoy consciente de que, en el fondo, preferiría no hacerlo. 
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Alguna vez dijiste que, al igual que Georges Perec, tú no tienes recuerdos de tu infancia. Sin embargo, sí los tienes de tu adolescencia: la manera en la que decidiste convertirte en escritor después de ver La notte, de Antonioni, y haber quedado fascinado por el personaje que interpreta Marcelo Mastroianni, que es el de un escritor; la vez en la que, ante la cara de estupor de tu padre, le hiciste saber que no querías estudiar derecho sino ser como Malraux. Mucho antes de leer sus obras, sentías admiración por la imagen pública de autores como Albert Camus, Boris Vian y Scott Fitzgerald. ¿Cómo nace este interés por la figura del escritor?

No lo sé muy bien. Siempre me dije que un día acabarían preguntándomelo y entonces yo aprovecharía para reflexionar sobre el asunto y preguntármelo a mí mismo. Me diría: a ver, Vila-Matas, ¿de dónde viene esa obsesión con los escritores? Bueno, la verdad es que creo que simpatizo con ellos cuando son buenos, quizás porque sé lo difícil que es ser un buen escritor. Y, por otra parte, precisamente porque sé lo que cuesta escribir bien, me dan pena, les compadezco. Cuando digo buenos escritores me refiero quizás a escritores verdaderos, a lo que yo entiendo por escritores auténticos. ¿Y qué entiendo por auténtico escritor? Una especie de romántico que une literatura y vida, que realmente va a fondo en ese trabajo. Que se juega la vida con eso, quizás porque la literatura forma parte de él mismo, está soldada a su espíritu, es lo esencial para él. No en vano mis escritores favoritos son aquellos que hicieron de la escritura un destino: Kafka, Mallarmé, Joyce, Michaux, aquellos para los que la vida apenas era concebible fuera de la literatura, que hicieron con sus vidas literatura; cosa que, conviene recordar, está en las antípodas de llevar una vida literaria.

Esta obsesión o fascinación por los escritores me lleva a París no se acaba nunca. Es un guiño a Hemingway y a su París era una fiesta. Fue uno de tus libros que leí primero y no sabía si lo que estaba leyendo era realidad o ficción. Más tarde supe que, en efecto, habías vivido en París y como el personaje de tu novela, habías vivido en una buhardilla alquilada a Marguerite Duras. Cuéntame acerca de tu relación con ella…

Ya en mi libro rendí tributo a la integridad secreta de la Duras, escritora nada académica y menos aún edificante; un tributo con una larga frase de sentida precisión, una de esas frases que hoy puedo leer sin querer cambiar ni una coma: “Toda esa gran angustia que somos capaces de desplegar ante la realidad del mundo, esa desolación de la que están hechos los escritores menos ejemplares, los menos académicos y edificantes, los que no están pendientes de dar una correcta y buena imagen de sí mismos, los únicos de los que no aprendemos nada, pero también los únicos que tienen el raro coraje de exponerse literalmente en sus escritos –donde se despachan a gusto– y a los que yo admiro profundamente porque solo ellos juegan a fondo y me parecen escritores de verdad.”

Tu obra es inclasificable y se concibe en forma de bloque. Cada libro no empieza y acaba en sí mismo, sino que forma parte de un universo propio y personalísimo, plagado de citas literarias, de referencias a otros escritores, de una literatura que nace siempre de otros libros, de juego de espejos dentro de tu propia literatura.

En cierta ocasión lo definí como un tapiz que se disparaba en varias direcciones. Según esto, yo estaría completando el tapiz cada vez que publico un libro. Pero no estoy seguro ya de nada, ni siquiera de esto. Avanzo como puedo. En cada nuevo libro, como en el que trabajo ahora, noto que se producen conexiones enigmáticas con libros que anteriormente he escrito. Si en Aire de Dylan conecté con Historia abreviada de la literatura portátil y con Bartleby y compañía, en el libro que estoy escribiendo actualmente noto conexiones con París no se acaba nunca, con “Porque ella no lo pidió” (cuento de Exploradores del abismo) y con Dietario voluble: es un libro en el que trabajo de nuevo con esa sección dentro de mi obra en la que me acerco a cierta sensibilidad contemporánea para la cual hay una continuidad natural entre lo real y lo ficticio, una conquista de la prosa narrativa. Fíjate que he dicho “natural”. Es decir, pasar de lo real a lo ficticio sin sentir que cruzo una frontera, del mismo modo que mi bilingüismo me lleva, en la vida cotidiana en Barcelona, a cruzar catalán y castellano sin cesar y de la forma más natural; a cruzarlo de una forma tan feliz que ni me entero de qué lengua hablo en tal momento o en tal otro, como si en realidad hablara siempre un solo idioma.

Siempre has sido visto como un “raro” o un “excéntrico” dentro del panorama literario español. Más que querer ser como Juan Benet o como Sánchez Ferlosio, querías ser como Gombrowicz. Tus referencias literarias se componen de “extraños”, escritores de vanguardia, modernos, cuya literatura es siempre un híbrido, una nueva forma de la estructura y del estilo. ¿Por qué te llama tanto la atención este tipo de escritor?

Pero Juan Benet ha sido siempre un escritor que he tenido muy en cuenta. Fue decisiva –por mucho que algunos le detesten– su aparición en la apolillada narrativa española de los años sesenta. Pero no he aspirado nunca a ser de su cuerda, me he inclinado por otro tipo de autores más extravagantes, donde me he encontrado más a gusto a la hora de concebir en lo que podía devenir yo como escritor. En este sentido, las lecciones de Pitol fueron muy importantes.

Has dicho que “la literatura me ha ayudado siempre a comprender la vida pero, precisamente por eso, me deja fuera de ella”. ¿A qué te refieres?

Es una frase que no conviene destrozar comentándola. Está bien así. Creo que todo el mundo puede entenderla. Pero bueno, está bien, veo que preferirías que dijera algo más acerca de ella. Veamos. La obra del escritor solitario, encerrado en sí mismo, ajeno e indiferente al mundo (que comprende demasiado bien), es a la larga la única que en verdad ha acabado importándome. Durante mucho tiempo no entendía nada de la vida gracias a que estaba metido en ella, estaba metido a propósito para no tener que comprenderla y angustiarme. Cuando me retiré de la vida literaria (la vida social con los otros escritores y los editores y todo eso) entendí demasiado bien la vida y también la suerte de poder escribir sobre ella sin tener que ir a un cóctel. Es gracioso, me parece que sin darme cuenta he comparado la vida con un cóctel. Estoy loco.

Bartleby y compañía y El mal de Montano son dos de tus libros fundamentales. En el primero, hablas de escritores que dejan de escribir, es decir, del acabamiento del escritor. En El mal de Montano, planteas lo contrario: el escritor que, precisamente, no puede parar de leer y escribir, que se emborracha de literatura y enferma de literatura. Me pregunto si la escritura de El mal de Montano la planeaste como contrapunto de Bartleby y compañía .

Montano salió de un encargo que me hicieron en la Fundación Ciencias de la Salud (Madrid) para que diera una conferencia sobre enfermedad y literatura. Me estuvieron llamando por teléfono a mi casa durante días y dejaban el mensaje en el contestador: deseaban hablarme. Yo estaba aterrado porque no había oído hablar nunca de esa institución de salud y pensaba que me llamaban para que dejara de fumar. Cuando finalmente me enteré por carta de lo que pagaban por una conferencia, la cifra era tan alta que no tuve más remedio que aceptar la invitación. Elegí como enfermedad “el mal de Montano”, el mal de la literatura. Se trataba de escapar con este mal del mal contrario, el del bartlebysmo.

En la conversación que sostuviste con Juan Villoro y que compone el documental Café con Shandy, hablan de las citas literarias como género. Tú has jugado mucho con esto siempre, ¿por qué?

Mi inserción de citas (falsas o no) empotradas en medio de mis novelas debe mucho al hechizo que ejercieron sobre mí en mi juventud las películas de Jean-Luc Godard, con toda esa parafernalia de citas insertadas en medio de sus historias, esas citas que detenían la acción como si fueran aquellos carteles que insertaban los diálogos en las películas de cine mudo. Me formé literariamente viendo el cine de vanguardia de los años 60. Y lo que vi en aquellas películas me pareció tan asombrosamente natural que para mí el cine siempre ha sido aquello que vi en esa época de innovaciones estilísticas sin fin. Yo me formé en la era de Godard. Eso es algo que debería advertirse en la faja de mis libros a todo aquel que comprara uno de ellos.

El sentido del humor está muy presente en tu obra y me parece que, de alguna manera, la crítica literaria también. Si bien no de forma directa, haces crítica literaria a través de tu literatura…

A veces me acuerdo de algo que un día Christopher Domínguez Michael dijera sobre un libro –grandísimo libro– de Sergio Pitol: El arte de la crítica está en El arte de la fuga. Si Sergio Pitol es el primero entre los novelistas mexicanos se debe a que habita, como crítico secreto, la tradición de la novela.” El propio Christopher, en su crítica a Dietario voluble en Letras Libres, ha comentado esta faceta mía de ejercer de crítico literario desde la ficción novelesca. He postulado un canon, dice, distinto del oficial. Lo divertido es que yo creía que todo el mundo veía ese canon igual que yo. Un día, supe que mi canon era heterodoxo, que a Roussel no lo leían los grandes papagayos oficiales y que de Walser nadie entre los señores importantes tenía ni la más puñetera idea.

Recuerdo una frase de Sergio Pitol sobre Fabio Morábito: “quien pretenda imitarlo, se arriesga a cometer un suicidio”. Esta frase se podría aplicar perfectamente a un autor como tú en la literatura . Has creado escuela e influencias notorias entre jóvenes que escriben de una manera muy “vilamatiana”, y que se arriesgan a cometer un suicidio, en este caso, nada ejemplar…

Mi cuento “Sucesores de Vok” ironiza sobre esto, explica cómo se reparten mi herencia literaria unos cuantos jóvenes desaprensivos. Pero bueno, no todos los escritores vilamatianos son malos de solemnidad; hay gente muy interesante como el británico Lars Iyer (Magma), el catalán Albert Forns (con su novela sobre Albert Serra), los norteamericanos Ben Lerner (Saliendo de la estación de Atocha) y Tom Drury (The Driftless Area) y la española Elisa Rodríguez Court (Decir noche).

Me gustaría terminar hablando de futbol. Eres un reconocido culé. ¿Qué diferencias encuentras entre este Barça y el Barça de Guardiola? ¿Quién te gustaría ser del Barça? Y ¿qué es Mourinho, un portátil, un Bartleby, un suicida o un Montano?

Yo creo que el Barça sigue bien a pesar de estar sin Guardiola, tiene unos jugadores verdaderamente de excepción. ¿Quién me gustaría ser del Barça? De haber sido jugador, yo habría sido muy parecido a Tello, en mi juventud jugaba igual que él, aunque con mucho menos talento. ¿Mourinho? Yo te diría que, como decía Jules Renard, no se trata de ser el primero sino el único. ~

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(Xalapa, 1986) estudió cine en la University of Westminster, en Londres. Colabora en diversos suplementos culturales y revistas.


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