Antonio Escohotado (Madrid, 1941) ha atravesado cinco décadas de la vida intelectual del país siendo a la vez representante de su tiempo y extraño en él. El joven que renuncia a la carrera propia de un hijo de la alta burguesía madrileña, y al que la universidad franquista intenta impedir la defensa de su tesis sobre la filosofía de la religión hegeliana. El hippy de primera hora que funda lo que, andando el tiempo y la masificación, será una de las grandes discotecas ibicencas. El intelectual televisivo de los ochenta y noventa, cuyo mensaje es corrosivo por igual para autoridades y portavoces del victimismo toxicómano. El estudioso de la economía y la moral que, de nuevo, cambia el paso a unos y otros a la vuelta del milenio. Escohotado acaba de publicar en Espasa el segundo tomo de Los enemigos del comercio, su historia del espíritu comunista.
Creo que está teniendo una experiencia reveladora con algunas entrevistas en la promoción del libro. Achacable quizás a la sorpresa que aún les causa a algunos su aparente giro ideológico.
Los que éramos de izquierdas seguimos siendo de izquierdas. Ser de izquierdas en los años cincuenta o sesenta significaba humanismo, buena voluntad, esfuerzo por no ser un falsario, honradez. Teníamos compasión, claro; nos torturaba la idea de que un niño padeciese necesidad en cualquier sitio, cualquier madre desamparada… En ese sentido la izquierda no ha cambiado un milímetro. Los que hoy se dicen de izquierdas, a juzgar por sus actos y palabras, no lo son. Pero como esto es todo un juego de palabras, he preferido contar la historia paralela del socialismo democrático y el mesiánico.
Es verdad que a veces parece aflorar algo próximo a la histeria cuando se lleva la contraria a ciertos discursos, a ciertas tendencias de pensamiento.
Esto ya está en Marx. Sus textos y los de Engels abundan en chistes de grano grueso como llamar “san Bruno y san Max” a Bauer y Stirner, cuando no en insultos del tipo “lacayo” o “perro”. También les gustaba pluralizarlos –y hablar de “los Proudhon” o “los Weitling”– convertidos en “los Ebert y los Scheidemann” por Rosa Luxemburgo. Pero aun antes encuentras personajes como Marat, un académico frustrado que reacciona editando El Amigo del Pueblo, un pasquín subvencionado por el Comité de Salud Pública que propone matar a los presos pendientes de juicio, “guillotinando ahora a seis mil para salvar la vida futura de seis millones”.
A diferencia del comunismo evangélico, que reserva a Dios el castigo de sus adversarios, el moderno asume personalmente ese exterminio, y limita la amistad al círculo de quienes tienen algún enemigo común. Cierta carta de Marx promete que “la burguesía pagará mis forúnculos por los siglos de los siglos”, emitiendo un conjuro mágico amparado por la fuerza del odio.
Los anales atestiguan que los distintos ensayos de promover la virtud cívica por medio del terror fueron salvajadas demolidas invariablemente por el curso del tiempo, pero la utopía se defiende por ahora del recuerdo con una especie de blindaje histérico, que podría ser un rasgo impreso en ciertos temperamentos. Retengamos el “por ahora”, que relativiza el dato y sugiere no dar por seguro ningún criterio, librando todo al libre examen de las cosas que vayan surgiendo. Al buscar precedentes concretos, el primer volumen de Los enemigos del comercio encuentra en la secta esenia el primer testimonio coherente de aquello que acaba siendo la “conciencia roja”. Pero bastó documentar la transición de Robespierre a Lenin, como hace el segundo volumen, para poner en cuestión que se trate de un hallazgo histórico, pues el deseo de poner últimos a los primeros podría ser un rasgo intemporal de la naturaleza humana. Requiere sin duda temperamentos como el eslavo o el latino, y topa con una resistencia insuperable en el anglosajón, aunque encuentra un término medio en la cultura judaica. Cuenta Abelardo, el escolástico medieval, que los judíos de su tiempo no vacilaban en pasar hambre para pagar la educación de sus hijos, cosa totalmente insólita, y he ahí que andando el tiempo esa prole estará a los mandos de la revolución comercial y también de la anticomercial.
A la vez, es evidente que buena parte de la producción intelectual del siglo y medio pasado procede de la izquierda.
Koestler, por ejemplo, que empieza siendo el secretario de Willi Münzenberg, padre del Frente Popular como estrategia política, que logra no sucumbir como él a la paranoia de Stalin y abre la caja de los truenos con el primer análisis de sus juicios-farsa. ¿Qué hace la izquierda del momento? Denunciar que se vendió al dinero, aunque luego escriba algunos de los mejores libros publicados entre 1950 y 1970, porque la maldición de la izquierda es la ambigüedad de venerar a Lenin mientras pretende hacer valer la honradez y la compasión. Koestler no tarda en unirse a Schumpeter, Aron, Hayek, Popper y Berlin, repugnados todos ante la historia sesgada del mundo que impone admitir la ley del progreso guerracivilista enunciada por el Manifiesto de 1848, mientras Sartre y la Escuela de Frankfurt evitan vivir en territorios sovietizados pero cantan las virtudes teóricas del marxismo. Relea a Adorno, sin ir más lejos, y comprobará la redicha altivez con la cual aborda todo, autonombrándose “crítico cultural” del planeta cuando su analfabetismo en materia de economía política sugiere seguir creyendo en la teoría del valor/trabajo, y confiar en la “composición orgánica del Capital”. Cualquier cosa vale para silenciar lo que está pasando en Rusia y la Europa del Este, y empieza a pasar en China o África. Ni una palabra adversa sobre Cuba.
¿Es posible un comunismo democrático? ¿Los múltiples experimentos fallidos han sido siempre accidentes?
Próximos al centenar, la historia no registra ningún gobierno comunista nacido de las urnas. Esto no excluye cosa distinta en el futuro, pero toca recordar que el Terror como atajo hacia la virtud –algo intacto desde Marat a Pol Pot– no está interesado en el número de ciudadanos sino en su pureza, y monta siempre un genocidio eugenésico proporcional al control logrado sobre cada territorio. La paranoia personal de Stalin explica sus matanzas, pero basta releer la Miseria de la filosofía, un opúsculo de Marx escrito en 1843, para descubrir que a su juicio “la última palabra de la ciencia social será siempre la lucha sanguinaria o la nada”. Así precisamente termina el tratadito, porque liquidar a quienes prefieren la propiedad y el comercio supone hasta el momento una proporción no inferior a nueve de cada diez ciudadanos. Incumpliendo la profecía del Manifiesto, tampoco el obrero industrial votó comunista en países donde representaba un porcentaje considerable de la población, y el ideal proletario se impuso justamente en el Estado menos industrializado, donde ese segmento apenas superaba el 1%. Lo notable, y olvidado por sistema, es que hubo y hay en torno a un 10% de personas dispuestas a defender la bandera roja, no definidas por su fuente de ingresos como suponía Marx pero sí capaces de alimentar el resentimiento y la soluciones simples para asuntos complejos.
Frente al dogmatismo de ciertos liberales, usted defiende que la socialdemocracia parte del tronco liberal, y la remonta nada menos que a Tom Paine. Un “traidor” primigenio al programa máximo de la Revolución y de la Restitución.
Paine solo pudo conocer a los enragés franceses. Bernstein, uno de los padres de la socialdemocracia, fue probablemente el primero en argumentar que el socialismo es una rama del liberalismo, o una doctrina mesiánica incivilizada. Hijo de obreros –cosa rarísima entre líderes de la izquierda– su idea de la democracia resulta muy parecida a la de Jefferson, un terrateniente libertario emparentado por sangre con la casa real escocesa. Jefferson acoge a Paine cuando regresa de Europa decepcionado por Napoleón –que sin perjuicio de ofrecerle el puesto de consultor supremo le parece un charlatán–, y a despecho de haber sido crucial para la independencia norteamericana es tratado allí como un perro por su crítica a la religión, tanto la clerical como la religión política inaugurada por los jacobinos.
Por lo demás, la naturaleza liberal del socialismo es algo que queda muy claro también en otros fundadores del SPD como Kautsky, o el propio Bebel, de quien se cuenta que oyendo hablar a Rosa Luxemburgo temía ver sus zapatos chapoteando en sangre. Era un marxista cerrado, pero demócrata. Quizás los socialistas han escogido mal a sus héroes, como sugiere uno de los primeros lectores de Los enemigos del comercio, pero no otra cosa ofrecen los liberales canonizando a Rothbard.
¿Y el lugar común según el cual las “conquistas sociales” están forzadas por el ejemplo y la amenaza de la Unión Soviética?
Bismarck estableció el primer sistema de cobertura social –seguros de enfermedad, jubilación y desempleo– en la segunda mitad del siglo XIX. Y pudo ponerlo en marcha porque a pesar de organizar un pacto entre la aristocracia y la masas, para excluir a la clase media, fue ese sector quien pagó –y gustosamente– el 30 y hasta el 50% de algunas prestaciones, para evitar que la excepcional mano de obra alemana emigrase masivamente a Norteamérica, como venía haciendo. Alemania quería entonces reformas constitucionales y seguridad jurídica, porque ante todo reclamaba libertad e iniciativa, y sin el apoyo de burgueses y pequeñoburgueses las llamadas conquistas sociales se habrían conformado con quemar edificios venerables, y destruir los archivos de deuda. Al final resulta que el armonismo de Cobden es mucho más realista que la lucha de clases. A través del desacuerdo lo único que se consigue es una fantasía asentada sobre el resentimiento y la inepcia. A saber, que lo óptimo para la sociedad es desterrar al empresario. Y bien, cuando ese fabricante-inventor sea sustituido por el empleado hostil a regalar un solo segundo a la empresa ¿qué tipo de bienes y servicios cabe esperar?
Jorge San Miguel (Madrid, 1977) es politólogo y asesor político.