La poeta uruguaya Ida Vitale (Montevideo, 1923) acaba de publicar en Tusquets Reducción del Infinito. Este poemario de más de 250 páginas recoge una amplísima selección de la poesía de esta autora central que por primera vez podemos leer en España.
En este poemario hay de todo. El mundo animal y vegetal. La ironía, homenajes y desencanto, lirismo y silencios. ¿Responde a una particular manera de concebir su poesía?
Reducción del infinito va acompañado de una antología de parte de mis libros y, como es lógico, aparecen diversos temas. Lo que escribo expresa, supongo, ese dominio o campo esencial que varía, claro, de un escritor a otro. Tú mencionas categorías o planos distintos. Donde hay homenajes no hay ironía, que siempre implica una cierta desdicha y distanciamiento. El desencanto puede, sí, buscar el silencio, ya que el propio no hiere. En estos momentos reviso un encargo de Paidós mexicana, Libro natural, sobre un tema que yo elegí, tranquilizador: algunos aspectos de la naturaleza. Su cercanía a veces es menos inquietante que alguna humana (no en balde Lorenz se atuvo por tanto tiempo a los patos grises). Aparece en muchos textos míos como una referencia refugio.
Usted juega con el concepto de lo infinito, como si se tratase de algo comprensible. El poema ¿tiene que acercarse a alguna idea de lo no efímero? ¿Cuál sería?
No juego con el concepto de infinito. Me angustio, me abrumo. Quizá menos hoy, ya en los límites del tiempo individual, que cuando adolescente. Al no poder imaginar el dibujo, los pormenores, el hacia dónde de la vida, ésta encarnaba, por decirlo así, el infinito agresivo. No estoy segura de que estemos hechos para movernos con naturalidad ante esa noción. Creo que a la poesía le sientan las dificultades: fijar lo momentáneo, ennoblecerlo, otorgarle un simulacro de infinitud. Es lo más que podemos hacer por ciertas cosas que parecen luchar como nosotros por acercarse a lo no efímero. Aunque sé que la palabra que elijo y la misma idea de poesía en la que creo serán víctimas del futuro, que se volverá presente devorando casi todo, estoy condenada a escribir dentro de esa ecuación de desdicha por conciencia de la distancia y momentánea dicha de creación.
Hábleme de la paradoja, como verdad de la escritura.
No estoy segura de que la paradoja la mera paradoja sea la verdad de la escritura. Sin duda es uno de sus recursos deslumbrantes. Chesterton, esa maravilla, superficialmente la encarna: es la verdad vista en espejo, como alguna fuga de Bach. El explorar lo secretamente inclusivo de una pareja de elementos que suelen considerarse contradictorios puede volverse fuente de poesía, de revelación.
En la primera parte del libro hay varios poemas que denotan una gran preocupación por el lenguaje, por su imposibilidad de decirlo todo, y que a veces me han recordado a poetas como Ingeborg Bachmann o Hilde Domin, ambas alemanas. ¿Han influido en usted?
A Hilde Domin no la conozco: ahora no olvidaré su nombre. A Ingeborg Bachmann sí; admiro sobre todo un bellísimo texto en prosa, Berlín, que leí un poco tarde y además en francés. Mucho antes leí al un tanto relegado Supervielle, a Ungaretti y antes a Dante y a tantos otros que se limitan es un modo de decir a la palabra insustituible, es decir, no meramente ornamental. Es, en parte, el sentido de un verso de “Ecuación”: “Ármase la palabra en la boca del lobo/ y la palabra muerde”.
Sin embargo usted siente gran admiración por Góngora. ¿No es cierto que una parte de este poemario está dedicada a él?
No, no hay una parte dedicada a Góngora. Siento admiración por él como la siento por Lope de Vega y por Quevedo (un poema de este libro se llama “En Quevedo”): al fin no estoy obligada a tomar partido, como sus contemporáneos. Y por San Juan y por Garcilaso. Empiezo a convencerme de que las citas pueden ser un letrero de orientación equivocado. Hay un poema en homenaje a Julio Herrera y Reissig, encabezado por dos versos de él y uno de Góngora, cuyo sentido me venía muy bien. Si toda cita es un homenaje… hay otros muchos en este libro.
Muchas veces encontramos cambios de registro en su poesía que le dan un cierto hermetismo, como si las claves de la escritura fuesen precisamente esos claroscuros.
Sí, es posible, pero sin ninguna intención hermética. Quizás me salgo del pie a la mano, como diría Juan de la Cruz, por buscar la alegría de seguir imposiciones repentinas, que vienen solas. No las defiendo por fe en la espontaneidad sino porque creo que tienen su escrutable lógica asociativa.
El poema que abre la segunda parte del poemario, “Anunciación”, es un bello ejemplo de cómo la mirada del poeta puede ver a través de una pintura, en este caso de Veronese, y testifica que el tiempo es sólo una metáfora.
La descripción de ese cuadro, anotada cuando lo vi por primera vez, hubiera sido eso: una mera descripción. El cambio de registro, como usted dice, intenta sacarlo de ese paso nulo.
En su poesía existe una gran preocupación justamente por el paso del tiempo, más que por el amor correspondido o recordado.
Digamos que el paso del tiempo es el topos inevitable bajo cuya luz, o bajo cuya sombra, cae todo lo demás. ~