-Fragmento de un fresco de Pompeya
Qué gran gozo habrá sentido aquel cavador de las ruinas de Pompeya que en los muros de la ciudad romana asesinada por la lava del Vesubio descubrió el retrato de esa joven señora de bello rostro oval, de cabello ensortijado, de recta nariz clásica, de boca discretamente sensual, de admirables y admirativos grandes ojos un tanto asimétricos que nos miran desde el instante en que ella, inmóvil y meramente bidimensional, pero increiblemente viva pese a los siglos transcurridos desde que fuera retratada al fresco, parece meditar sobre algo que, mientras con el punzón calígrafo se acaricia los labios, ha de escribir en el cuaderno de tablillas enceradas.
¿Quién fue, quién virtualmente sigue siendo la bella mujer de esa pintura mural? Quizá para arqueólogos, historiadores y críticos de arte es una joven señora de la high life pompeyana que anota sus cuentas del hogar o la minuta para la elegante cena de esa noche o el dernier cri de la moda en Roma, o que escribe una carta a su galán favorito o una página de diario íntimo; pero hay algunos entre los estudiosos para quienes el ícono representa a nadie menos que la gran poeta griega Safo (nada de “poetisa”, por favor).
¿PERO QUIÉN ERA SAFO?
La biografía de Safo es escasa y poco menos que fantasmal. Supuestamente nació en la primera mitad del siglo VI a. J.C. y en la localidad de Ereso, en Lesbos, la tercera de las grandes islas griegas, aunque la mayor parte de su vida residió en Mytilene. Fue compatriota, contemporánea, fan y tal vez amante del poeta Alceo, cantor del vino y de la ebriedad y de una ideología política que ella compartía y que los enemistaba con la clase dirigente de Lesbos o Mytilene. Alceo, que la glorificaba como “la Divina de sonrisa dulce y cabello violeta”, decía que su único rival en el corazón de Safo era el mar sensualmente cantado por ella con algún tono anacreóntico: “Y otra vez me despeño desde la blanca roca y me zambullo en ti, ebria de amor en el abrazo de tus olas.” El Marmor Parium (acaso un Who’s Who de la sociedad romana) dice que por las disensiones interclasistas estuvo exiliada por unos años en Sicilia. Tuvo tres hermanos, un hijo y una hija (Cleide, “bella como una flor de oro”), acaso un formal esposo, y llegó a la ancianidad rodeada de jóvenes discípulas y protegées a las que adoctrinaba en la poesía, la música, el canto, el amor a la vida… y al Amor (así, con mayúscula). Esa suerte de ateneo femenil, y algunos de sus poemas en los que ardientemente cantaba a las muchachas, más los celos de los hombres que le envidiaban el talento, más el habitual chismorreo ciudadano, iniciaron la leyenda, no certificada por la insuficiente biografía, de que era lesbiana no sólo de registro civil sino además de preferencia erótica. Lo cierto es que al cantar a las mujeres con fuerte y/o delicado acento lírico declaraba un erotismo de lenguaje muy físico que contemplaba y fijaba gestos como el andar de su amada Anactoria, desafiantemente contrastrado con el ceremonial militar: “Preferiría mirar su andar majestuoso y el esplendor de su rostro a contemplar los carros de guerra de Lidia y la infantería de armas relucientes”.
LOS AVATARES SÁFICOS
Si casi fantasmal es la biografía de Safo, también lo es su obra, de la que restan muy pocas piezas y varios fragmentos que atestiguan de su intensa y a la vez delicada sensualidad. Utilizando metros que serían llamados metros sáficos, canta en versos vibrantes los dolores y la alegría de la pasión amorosa. Dice en un fragmento o quizá en un minipoema: “Eros, que rompe los miembros, de nuevo me agita, invencible bestia agridulce”, y, en una oda que habrían de glosar Catulo y Ugo Foscolo: “Semejante a los dioses me parece aquel hombre que, sentado junto a ti, te escucha hablar, cantar y reir amorosamente, y entonces tiemblo y quedo ciega y muda y me incendio bajo la piel y, aunque verde como la hierba, me siento morir…”
De la escasez biográfica Safo pasaría a la ficción narrativa y a las glorificaciones de la poesía y el drama: Bocaccio, en De claris Mulieribus, la presenta locamente amorosa de un efebo; Fontenelle, en los Dialogues des morts, la oye filosofar versallescamente en compañía de Laura la de Petrarca; Von Kleist, en un poema dramático, la ve formar con el hermoso barquero Faón y el poeta Alceo un fallido y crispado triángulo amoroso; Gounod, en una ópera, la fuerza a traducir en arias y gorgoritos sus fragmentos poéticos; Rilke, en Sappho an Alkilos, la sublima en símbolo vivo del amor espiritualísimo; hay novelas, bestsellers en los estantes de las cafeterías, que la transfiguran en una fiera de sexualidad totalitaria, y… En algunas de esas obras la poeta eresiana es, a escoger, la sacerdotisa de la lujuria ambisexual o la santa del amor puro, místico y Poético (así, con mayúscula).
Los siglos, la literatura y la leyenda (que suele ser la magnificación del chisme) quisieron que Safo pasara a ser el personaje iniciador y emblemático del lesbianismo, eso que el lexicón oficial de la Real Academia Española admite en sus páginas tradicionalmente pacatas como “homosexualidad femenina”… la cual aún es considerada por una gran parte de la común opinión pública como perversión, pecado o enfermedad. Pero si la bella mujer del fresco pompeyano es Safo de Lesbos, la poeta con su preferencia erótica, ¿no es verdad que en su mirada hay inocencia?
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.