Los libros de J.M.G. Le Clézio están habitados por numerosas voces marginales, por seres que parecen excluidos de nuestra modernidad. Descubrimos allí presencias que proporcionan múltiples formas de desfases en relación con esa identidad colectiva que desearía hacer del estereotipo del individuo joven y productivo un modelo universal de bienestar. Le Clézio invierte esa parte de sombra de nuestra época en que las identidades minoritarias son orilladas a callarse. Desde la civilización de los indios porhés cuyas últimas palabras nos comunica en La relación de Michoacán, hasta sus personajes de ficción que pertenecen a esas poblaciones de inmigrados cuyos Estados tratan de defenderse, la escritura de Le Clézio intenta romper silencios. Y sin embargo, lejos de ser una forma de miserabilismo, la presencia de esos seres en el borde de nuestra visibilidad corresponde a la búsqueda de una diferencia, a la necesidad de una apertura.
Es fácil advertir, en primera instancia, que en las ficciones de Le Clézio hay muchos desplazamientos. Los personajes habitan la dimensión de un movimiento geográfico que los conduce de un país a otro; América, África, la Isla Mauricio y Francia, entre otros, son los espacios que pertenecen al imaginario del autor y alrededor de los cuales construye sus ficciones. Estas formas de viaje pueden depender del imperativo de una partida, de la necesidad de dejar un espacio presente y demasiado conocido. En este sentido, antes de ser un espacio de descubrimiento, el viaje se construye sobre un principio de fuga. La partida importa más que el destino, como si lo esencial residiera en el hecho de desplazarse más que en el de ir a un sitio específico. Es el caso de ese extraño personaje cuyo nombre permanece incierto, J.H.H. o Joven Hombre Hogan, quien, en El libro de las huidas, parece vivir en continuo movimiento. Las razones de su partida son expresadas del siguiente modo: “He aquí cómo decidió escapar. Salió de su casa, una mañana, y caminó a través de la ciudad hasta una gran plaza en donde había árboles.” Nos encontramos lejos del viaje como expedición que establecería la definición de un itinerario preciso. El único motivo de la partida de J.H.H. se encuentra en esa decisión inicial de irse. Seguimos así su silueta huidiza alrededor del mundo, según los azares de su desplazamiento “de Tokio a Moscú”, pasando por Nueva York. Lo que Le Clézio nos transmite aquí es la forma de un vagabundeo sin propósito pero que sin embargo no está desprovisto de significado. En efecto, este vagabundeo perturba los criterios espaciales sobre los cuales construimos nuestras identidades. Es imposible, por ello, saber el lugar de origen de J.H.H. en El libro de las huidas, ese lugar de nacimiento que, en todos nuestros papeles oficiales de identidad, designa supuestamente el sitio “objetivo” de nuestra pertenencia. Aquel o aquella que no son de ninguna parte se encuentran, de entrada, marginados. Para Le Clézio, esta distancia de los nómadas que fundan su existencia sobre el principio de movimiento es el signo de una libertad, la posición ideal de un desprendimiento con respecto a todas esas palabras de orden y esas pretensiones de conocimiento que nos rodean y de las que nos exhorta a liberarnos al principio de Los gigantes: “El hombre se había convertido en un tema de estudio para el hombre, el único tema de estudio. ¡Liberaos! ¡Dejad de ser estudiados! Nadie tiene el derecho de conocer al hombre. Porque para conocer es necesario estar por encima. Despertad.” El nomadismo es ese sueño de un espacio en el que se podría escapar del poder de definición de los otros.
Por esta razón muchas veces nos encontramos en sus textos a esos personajes misteriosos, a menudo niños, de quienes no sabemos casi nada: “el pequeño muchacho desconocido” en El desconocido sobre la tierra, Bogo el mudo en Los gigantes, Hartani en Desierto, y aun Zobeida en el relato corto “El tiempo no pasa”, cuyo narrador nos dice: “Nunca supe bien de dónde venía. Había escondido sus huellas desde el principio. Todo en ella era misterioso.” Esos niños no parecen moverse en un sentido estricto dado que no abandonan el espacio que ocupan. No obstante, pertenecen a la dimensión del movimiento que, en vez de estar unido a la idea de un desplazamiento geográfico, proviene de su ausencia de origen. Casi nunca sabemos de dónde vienen. Siempre están ya en movimiento porque parecen ya haberse ido; como provenientes de ninguna parte, no pueden relacionarse con un lugar de referencia preciso. Movimiento inmóvil de esos niños cuyas miradas parecen disecar los problemas de nuestras ciudades modernas.
El desplazamiento de los personajes de Le Clézio no es siempre resultado de una decisión de huida, de esa decisión de escapar hacia un mundo familiar. Con frecuencia Le Clézio crea seres orillados a dejar su lugar de origen, víctimas de las fuerzas históricas, económicas o políticas de los países en donde se encuentran. Tal es el caso, por ejemplo, de las peregrinaciones de Esther en Estrella errante, quien, por ser judía, es obligada a cambiar su identidad y huir, de Francia a Italia, de la avanzada de las tropas alemanas durante la Segunda Guerra Mundial. Más adelante, en el transcurso de su huida, encontrará a Nejma, joven palestina, quien también es forzada a dejar su territorio antes de ser encarcelada en el campo de Nour Chams, debido a la creación del nuevo Estado de Israel. El movimiento de exilio de una remite al de la otra y, aunque pertenecen a naciones opuestas, sus destinos se asemejan. Para estos seres exiliados, el movimiento que define su existencia es vivido como un distanciamiento definitivo con respecto al espacio que constituía su identidad, es el lugar de un dolor. El movimiento ya no es entonces el principio de una libertad sino el de un destino funesto.
Para esos seres desplazados el tema del espacio de origen se vuelve capital. Ya no se trata del signo de la posibilidad de escapar de un mundo sino del lugar de una identidad perdida o robada hacia la cual, en un primer momento, esos individuos esperan regresar un día. Sin embargo, tampoco en esta instancia el origen es jamás preciso, existe en la dimensión de una carencia, es el espacio de una ausencia por llenarse. Parece entonces formar parte de un sueño, el de un sitio donde los personajes podrían encontrar su identidad, el de un espacio donde podrían vivir. Laila, la narradora de El pez de oro, después de haber viajado a Francia y a Estados Unidos, regresa a su lugar de nacimiento que, en sentido estricto, nunca ha conocido: “Ya no sabía muy bien por qué estaba allí. Seguía el movimiento de la gente, sin entender. No buscaba recuerdos, ni el estremecimiento de la nostalgia. No el regreso al país natal, pues de hecho no tengo uno.” Aquello que descubre no es el lugar de una pertenencia que le permitiría establecer un vínculo de identidad preciso, sino el de un apego. Pertenecer a un espacio supone designar un vínculo de sumisión pero también de identidad respecto a este último. El apego, por el contrario, designa la relación que nos une a un espacio según un criterio afectivo, instituye un vínculo de desfase. Por este motivo el apego no es jamás definitivo, es el lugar de una identidad que se desplaza. Más lejos, en el El pez de oro, Laila se encuentra con El Hadj Mafobe quien, exiliado de su Senegal natal, le cuenta su historia. Laila, poco a poco, escuchando e identificándose con esa historia, termina por apropiársela. Le parece convertirse en la niña que el viejo El Hadj ha perdido: “Quizás era yo quien se había vuelto parecida a ella, a fuerza de estar cerca de su abuelo, a fuerza de escucharlo contar lo que había vivido allá, a orillas del río”.
Conviene leer la fascinación de Le Clézio por las civilizaciones destruidas de América a partir de esta perspectiva. Estas civilizaciones constituyen el lugar de un silencio porque fueron destruidas por los invasores españoles que perseguían su sueño de oro y que se preocupaban poco por lo que hubieran podido aprender de ellas. En El sueño mexicano Le Clézio escribe: “El silencio es inmenso, aterrador. Engulle al mundo indígena entre 1492 y 1550, lo reduce al silencio.” La marginalidad de esas civilizaciones cuya voz ha sido acallada es casi absoluta puesto que están separadas de nosotros por siglos de olvido. Por fortuna, ciertos hombres como Bernardino de Sahagún, pese a haber participado en esa destrucción por su presencia en los países conquistados, supieron ver la necesidad de salvaguardar una palabra otra que daba testimonio de una visión del mundo diferente a la de los occidentales. Sahagún se transformó en intérprete de los últimos vestigios culturales de México-Tenochtitlán al redactar su Historia general de las cosas de Nueva España. A propósito de esta actividad de escriba de Sahagún, Le Clézio nos dice: “En el sueño de origen, conviven el horror, la admiración, la compasión. Al buscar raíces, Sahagún descubre las suyas propias, lo cual lo vincula a este mundo de leyenda y esplendor olvidados.” Estos libros-testimonio que son La relación de Michoacán, La profecía de Chilam Balam o el Códice florentino ocupan para nosotros la posición de una palabra de origen que nos llega bajo la forma de relatos. Dan cuenta de lo que ya no es pero se manifiesta a través de las leyendas y creencias y que, así, participa aún en nuestro imaginario. En este sentido, mediante las palabras de las antiguas civilizaciones amerindias, Le Clézio se interroga acerca de sus propias raíces.
Le Clézio construye ficciones sobre los lugares de su historia familiar. Pienso en el Diario de un buscador de oro, en Viaje a Rodrigues y en La cuarentena, tres textos que sitúan sus narraciones alrededor de la Isla Mauricio. En esta isla se exilió en el siglo XVIII la familia de la cual proviene Le Clézio. Cada uno de sus libros escenifica la idea de una búsqueda, la pesquisa de una identidad en y hacia un espacio considerado como el del origen. En La cuarentena, después de una juventud en un internado de Francia, el personaje de León Archambeau decide regresar a la Isla Mauricio donde nació y que aparece bajo sus ojos como un paraíso perdido. Lo que descubre, una vez que se ha ido, es la inaceptable condición de los inmigrados indígenas que parten hacia esa isla. Con el propósito de cultivar la caña de azúcar, han terminado por reducirse, casi, a la esclavitud. El sueño original de León se mezcla entonces con la historia de esas poblaciones desplazadas cuya suerte comparte sobre la isla Plate, en donde son puestos en cuarentena después del descubrimiento, en el barco que los llevaba a Mauricio, de un caso de cólera. Otra vez, el origen se desplaza. No se encuentra ya sólo en el sueño exótico de León sino también en la historia olvidada de esas poblaciones deportadas cuya memoria reencuentra.
En una entrevista dada al Nouvel Observateur, Le Clézio respondía al periodista que le había preguntado si su experiencia entre los indios emberaes de Panamá lo había trasladado a sus “propios orígenes”: “Me siento en contradicción con mis orígenes. Mi familia está rota en varios pedazos, y ya no sé si soy bretón, picardo o mauricio.” Escritor itinerante o nómada, Le Clézio da la impresión de no ocupar nunca el mismo lugar. De Nuevo México a Marruecos pasando por Niza, ocupa esa posición de ruptura que parece adivinar Gilles Deleuze cuando, luego de habernos hablado de sus viajes inmóviles en su Abecedario, se refiere a la vida de Le Clézio. Así, a pesar del lugar que se otorga a Le Clézio dentro de la producción literaria francesa, esta ruptura lo coloca, de hecho, en los márgenes del espacio cultural francés. Estar al margen no significa aquí estar desprendido, separado de ese espacio, sino más bien estar ligado a él por un principio de apego. Pues Le Clézio, a partir de esta posición marginal, se aproxima en sus relatos a los problemas de los marginales del espacio francés. ~
Traducción de María Lebedev
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