EspaƱa: crecer hacia la infancia

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Sorprendido por la dulzura con que un taxista le hablaba a su esposa, le preguntƩ cuƔntos aƱos llevaban juntos. Veinte, me dijo, y nos queremos mƔs que el primer dƭa, cada dƭa un poco mƔs.

–¿CuĆ”l es la fĆ³rmula? –seguĆ­ preguntando, esperando escuchar una serie de recetas de esas que hacen ricos a los escritores de manuales de autoayuda.

–FĆ­jese que no sĆ© –detuvo el auto, o mĆ”s bien dejĆ³ que el trĆ”nsito de la Castellana lo detuviera–. No tengo ni idea, nunca lo habĆ­a pensado. Nunca hablamos de eso con mi mujer. Somos felices, eso es todo, eso es lo Ćŗnico que sĆ©.

Mientras el trĆ”nsito volvĆ­a a ser posible lo vi tratando por primera vez de someter los hechos mĆ”s importantes de su vida sentimental a algĆŗn tipo de anĆ”lisis. Se habĆ­a casado con otra mujer antes, su mujer se habĆ­a casado y tenido hijos con otro hombre, ambos matrimonios habĆ­an sido un desastre. ¿Por quĆ© no funcionĆ³ con los demĆ”s lo que funcionaba en este? Tampoco sabĆ­a. En la radio se hablaba del “encaje” de CataluƱa en EspaƱa. La evidencia de que habĆ­a una incomodidad, de que CataluƱa no se sentĆ­a feliz con EspaƱa y EspaƱa tampoco habĆ­a sabido encajarse con CataluƱa, se habĆ­a expresado en las elecciones recientes al Parlamento catalĆ”n. Una desafecciĆ³n con EspaƱa que no habĆ­a sido sin embargo tan total como esperaba la extraƱa uniĆ³n de la derecha eternamente gobernante y la izquierda republicana, aliadas por un sentimiento en comĆŗn mĆ”s que por un programa que intentaron como pudieron evadir.

La palabra “encaje”, tan poĆ©tica, se quedĆ³ pegada en mi cabeza. PensĆ© que era eso lo que el taxista no sabĆ­a cĆ³mo explicar de su vida y su matrimonio. Contra todo pronĆ³stico, sin saber muy bien por quĆ©, habĆ­a logrado con su mujer un perfecto “encaje”. Ella era parte de su vida y Ć©l parte de la suya sin dejar de ser dos personas distintas.

La palabra tan adecuada para su vida habĆ­a sido secuestrada por los tertulianos de la radio, de tal forma que no se sentĆ­a con el derecho a usarla. Es algo que lleva aƱos sorprendiĆ©ndome, pero que quizĆ”s se ha acentuado en estos Ćŗltimos de “procĆ©s catalĆ”n”. Cuando se trata de sus matrimonios, de sus romances, de sus hijos, los espaƱoles usan un vocabulario realista, prefieren los hechos a las afirmaciones, sienten el pudor de dar motivos mĆ”s o menos razonables para odiar o querer. La pregunta “¿CĆ³mo estĆ”s?” se responde generalmente con una nueva ronda de caƱas. Un amigo mexicano solĆ­a imaginar las desventuras de un psiquiatra aragonĆ©s. Antes de la llegada en masa de los argentinos en 2001, los psicĆ³logos en EspaƱa eran en su gran mayorĆ­a conductistas.

Lo mejor de la literatura espaƱola estĆ” en ese desarmante realismo con que siempre relaciona los sentimientos. De manera inolvidablemente grĆ”fica, Cervantes explica que a Alonso Quijano de poco dormir y mucho leer se le secĆ³ el cerebro. Nada de infancia, de trauma, de complejo de Edipo. Uno podrĆ­a esperar que ese realismo grĆ”fico y terrenal se trasladara sin dificultad a las leyes y a los gobiernos. Pero es ahĆ­ donde el torrente de sentimientos y resentimientos se manifiesta en toda su oculta magnitud. En su carta a los espaƱoles, el president de la Generalitat Artur Mas hablaba del amor nunca correspondido que siente CataluƱa por EspaƱa: “Catalunya ha amado EspaƱa y la sigue amando. Catalunya ha amado la solidaridad y la fraternidad con EspaƱa y con Europa. Y en el caso de EspaƱa lo ha hecho a pesar de la ausencia de reciprocidad…”

Casi en la misma semana que se publicaba esa emotiva carta, el director madrileƱo Fernando Trueba declaraba no haberse sentido ni por cinco minutos de su vida espaƱol. Esa declaraciĆ³n era la prueba de una espaƱolidad extrema. Solo a un espaƱol se le ocurre que un pasaporte o un dni deba provocar algĆŗn tipo de sentimiento.

Para los espaƱoles el pueblo del que vienes emociona hasta las lĆ”grimas, es hermoso, cariƱoso, adorable, mientras que la novia es cĆ³moda, bien situada, poblada o despoblada. La geografĆ­a es cada vez mĆ”s la Ćŗnica historia posible. Para un latinoamericano esto es casi imposible de entender. Somos los que nos fuimos de alguna parte, los que fuimos desplazados de otra. Sentimos cosas por nuestros paĆ­ses, pero algo en nuestro fuero interno sabe que es un azar el que nuestros ancestros hayan desembarcado en Guayaquil y no en el Callao, en Montevideo y no en Buenos Aires. La historia de los pueblos precolombinos es tambiĆ©n una historia de invasiones y desplazamientos sin fin, donde las tribus no suelen respetar las fronteras nacionales, todas mĆ”s o menos caprichosas y recientes.

Colombia, PerĆŗ, o Chile son invenciones que sabemos hasta cierto punto frĆ”giles y absurdas. QuizĆ”s por eso mismo las defendemos con ahĆ­nco, con ceguera incluso. EspaƱa es una realidad de medio milenio que no se asume justamente porque es demasiado innegable. Que Barcelona no se parezca nada a Madrid es un hecho evidente, pero que Barcelona, con el traqueteo sin fin de las maletas de los turistas, con la desertificaciĆ³n de su debate intelectual, no se parezca nada ya a Barcelona es quizĆ”s lo que mejor explique la fiebre del proceso catalĆ”n. El nacionalismo catalĆ”n y vasco naciĆ³ a fines del siglo XIX del miedo a una absorciĆ³n por la inmigraciĆ³n de la mano barata del sur que por otro lado salvĆ³ su economĆ­a de la irrelevancia. El euro, los turistas, el ave estĆ”n produciendo en mĆ”s de un catalĆ”n la pregunta “¿QuĆ© queda del mundo para el que fui educado?” Acabar con los toros para ser moderno es una forma tambiĆ©n de vengarse contra sus propias tradiciones derribadas por esos veinticinco aƱos de prosperidad y olvido, de comodidad e infantilizaciĆ³n sin pausa que terminaron en la administraciĆ³n de JosĆ© Luis RodrĆ­guez Zapatero, cuyo programa de gobierno se parecĆ­a a las cartas que le escriben los niƱos al secretario general de la onu.

Madrid culpa a Merkel, es decir a la madre. Barcelona culpa a Rajoy, es decir al padre. La idea de que tanto la comunidad europea como la EspaƱa autonĆ³mica fueron pactos libremente asumidos es algo que no asoma por la cabeza de muchos de los polĆ­ticos espaƱoles. En cierta manera tienen razĆ³n. Hace veinticinco aƱos, la EspaƱa salida de Franco, el padre castrador por esencia, era un niƱo. Hace quince lo seguĆ­a siendo. Con todas las contradicciones del caso, la crisis del 2008 enseĆ±Ć³ que los padres tambiĆ©n eran niƱos. No habĆ­a mĆ”s responsable que ellos, ni habĆ­a en otra parte un rescate que pagarĆ­a las cuentas del cafĆ© para todos.

Es la definiciĆ³n que todo psiquiatra da de la edad adulta: el momento en que sabes que tus padres pueden estar tanto o mĆ”s equivocados que tĆŗ. Por mĆ”s irracionales que sean las pataletas y el griterĆ­o con que la nueva edad es recibida por los que deberĆ­an gobernarla, algo de toda esa demencia nacionalista es racional. El cuerpo del adolescente pide con desesperaciĆ³n siempre un nuevo encaje en que reconocer ese cuerpo ajeno que es para su sorpresa el suyo. Puede asumir el cambio o cerrar la puerta de su habitaciĆ³n y crecer hacia la infancia. ~

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