El sonido (13) y la furia

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Las décadas de la ferviente experimentación vanguardista azuzaron un frenesí que, potenciado por la Revolución, hizo bullir fantásticos cerebros mexicanos: acá quien se ufanó de pintar en cuatro dimensiones, allá el que inventó una poética basada en las virtudes de la afasia. Entre ese hervor que tendía a coagularse en espesos chocolates nacionalistas y en megáfonos presuntamente “populares”, me parece que la excepción gloriosa es la de Julián Carrillo, el compositor potosino que un día le avisó al mundo que había reinventado la música en general.

Es un personaje singular aunque, me temo, no necesariamente por su música. Y aún así, su memoria arraiga en un valor supletorio que también es muy nuestro (como suele decirse), el consistente en convertirse en víctima de la incomprensión general; el visionario humillado a quien habrá de hacerle justicia el futuro; el modesto compatriota poseído por una genialidad a tal grado avasalladora que resulta inexplicable que el universo no caiga en la estupefacción.

Alguna vez atestigüé una exposición de los instrumentos musicales que inventó Carrillo para que sonase su teoría del “sonido 13”. El piano de aromas de Des Esseintes, la “orquesta térmica” de Raymond Roussel o el clavicordio con gatos del padre Kircher nada le piden a los artefactos de Carrillo: ese piano metamorfo con 96 teclas, pero con una sola octava retacada de tonitos, que suena a ensalada de banjo con marimba. O el arpa disfrazada de catafalco que me fue dado escuchar alguna vez: una solista determinada, después de avisar que escucharíamos la “música del futuro”, inició con su uña un largo recorrido, desde un mosquito do milimétrico hasta un do fodongo manchado de morsa. En vez de los doce conocidos tonos reaccionarios, nos hizo saber la dama, habíamos escuchado ¡909 octavos, dieciseisavos y treintaidosavos de tono!

El futuro, me temo, es peor de lo que imaginamos. Quizás no fue buena idea poner al sonido bajo la tutela del 13, ese guarismo de mal agüero. Pensé inevitablemente que si Mozart y Debussy se las habían arreglado con doce sonidos, esa mexicana explosión demográfica resultaba prescindible. ¿Quizás no apreció Carrillo que la libertad consiste en escoger una sumisión? ¿O sería que su afán por dividir tonos se debió a una lectura defectuosa de las paradojas de Zenón? Porque sí, en efecto, la distancia entre el punto A y el punto B es infinitamente divisible entre sí misma, pero la suma de esas divisiones, caray, siempre será el obstinado número uno…

Lo curioso de la ocurrencia de Carrillo, más de la contabilidad que de la armonía, fue que tener más notas y tonos produciría más y mejor música. Es como suponer que si se le agregan números a la carátula del reloj habrá de aumentar la duración del día. Ufano, Carrillo anunció haber localizado “mil ciento noventa y tres millones quinientos cincuenta y seis mil doscientas treinta y dos escalas” y en seguida lamentó que Mozart hubiese contado “solo con cuatro”.

Ahora que, de haberse dedicado a practicar su teoría en su música, Carrillo habría sido una opción como otras y ya: la calidad de su obra habría sido su mejor prédica. Pero no. Prefirió convencerse de que por primera vez desde Pitágoras alguien (o sea: él) había entendido la materia acústica como fenómeno físico-matemático y que, por tanto, la música debía recomenzar desde el cero indivisible. Y fue entonces que Carrillo ascendió al rango de la ficción y creó un personaje que se permitía decir con seriedad absoluta cosas como estas: si “por desgracia, Bach sembró la confusión durante más de dos siglos, mi sistema musical soluciona el problema”. O bien: “¿Estoy o no en lo justo al decir que el arte musical del momento es paupérrimo y que el futuro está en las conquistas del sonido 13?” Y mi preferida: “Admirable fue que los compositores del pasado escribieran tantas maravillas con sus paupérrimos elementos sonoros.”

Atiza.

Algo tuvo que ver en ese notable giro hacia la excentricidad un factor triste: que el establishment de la cultura revolucionaria expulsase al sonido 13 del mandatado nacionalismo. Esto porque Carrillo se negó a ponerles a sus obras títulos alusivos como Viril sangre potosina en cuartos de tono (que es lo que hacían otros), pero, sobre todo, porque se pescó un pleito monocorde con el compositor Carlos Chávez, que era el mandamás de la música “nuestra”. El desdén y la burla de la música mexicana etiquetada orillaron entonces a Carrillo a la arrogancia. Y tenía razones para ella. Su carrera en Europa había sido correcta y había merecido el respeto de músicos competentes: Richard Strauss dirigió su primera (alemanoide pero muy audible) sinfonía; Stokowski le encargaba obras, Rimski-Kórsakov quiso llevárselo a su conservatorio, etcétera. Prefirió cambiar su futuro por la música del futuro.

Pueden escucharse en línea algunas obras sonidotreceantes. No me gustan: portamenti en cámara lenta, espagueti sonámbulo, música que parece estarse derritiendo. Y sin embargo hay una “casi-sonata” en armónicos para violonchelo, tocada por Jimena Giménez Cacho, que abre una ventana para desdecirme y se escucha aquí: http://bit.ly/1YgQTZW ~

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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