Me sorprende que los colectivos homosexuales sean tan dóciles y no hayan llamado nunca a la rebelión eroticofiscal. Si la mayoría de los Estados distingue entre tendencias sexuales a la hora de reconocer derechos civiles, que distinga también entre homosexuales y heterosexuales a la hora de cobrar impuestos. O tenemos los mismos derechos o tenemos que pagar menos impuestos, éste habría sido mi lema de haber sido yo líder de la comunidad gay española. Pero eso es algo que no podré ser nunca. En primer lugar porque no soy gay y en segundo lugar porque los homosexuales de mi país ya no necesitan quien los defienda. En España, donde hace cuarenta años se los perseguía y se les aplicaba una ley llamada “de vagos y maleantes”, acabamos de aprobar una reforma del Código Civil que los iguala en derechos a los heterosexuales: desde hace unas semanas pueden casarse, pueden heredar, pueden cobrar pensiones de viudedad en caso de fallecimiento del cónyuge y, lo que es más importante, pueden adoptar niños. Pueden formar una familia.
Aunque esta reforma de la ley lo único que hace en realidad es reconocer derechos civiles a personas que antes no los tenían, hay gente que se opone a ella. Qué feo, ¿no? Muy feo. Ellos lo saben, saben que es injusto, pero no lo pueden remediar; la repugnancia que sienten por los maricones y las lesbianas es tan visceral que supera todos sus esfuerzos de contención. Por eso los think tanks de la homofobia española se han puesto estos días a buscar consignas más o menos racionales que disimulen sus arcadas. Se trata de que el asco parezca un refinado reparo de índole moral o intelectual cuando sea expresado por televisión. Como era de esperar, esta tormenta de ideas en el seno (que Dios me perdone) del Opus Dei ha dado resultados grotescos.
El primero de los argumentos esgrimidos contra el derecho de los homosexuales a casarse es que la palabra “matrimonio” no es etimológicamente una unión entre personas del mismo sexo. Lo cual sin duda es cierto. Pasa mucho: la palabra “nave” empezó designando a barcos y ahora denomina también a los cohetes, sin que la Iglesia Católica haya protestado por esta ampliación semántica ni por los muchos fenómenos lingüísticos que trae consigo la evolución de las sociedades y las lenguas.
El segundo argumento ideado por las lumbreras del pensamiento reaccionario español es que su postura en contra del matrimonio homosexual no es un rechazo de los homosexuales, sino un grito en favor de la familia. Como si los homosexuales quisieran destruirla. Por Dios bendito. ¡Si lo que quieren precisamente los homosexuales es todo lo contrario, una ley que les permita casarse y tener hijos! ¡Si llevan años clamando por el derecho a formar una familia! De hecho, si algo no me cuadra en todo esto es ese afán de los homosexuales por casarse. Pero, en fin, allá cada uno. Si eso es lo que quieren, el Estado no puede negarse a que lo hagan.
La primera vez que oí a dos hombres de mi entorno su deseo de contraer matrimonio me extrañó. Fue en Estados Unidos. Trabajaba yo entonces en un college de Maine, y nuestro director de departamento era un cubano que acababa de salir del armario, y que había decidido celebrar en su casa una ceremonia civil en el sentido más estricto de la palabra: sin cura, por supuesto, pero también sin juez; sólo con ciudadanos, con amigos que sirvieran al mismo tiempo de oficiantes y testigos. Percibí la belleza civil, por llamarla así, de aquel acto; pero reconozco que aquella boda me decepcionó. Pensaba, quizás con cierta ingenuidad, que los homosexuales no deberían abrazar con ese entusiasmo valores e instituciones que, como el matrimonio, simbolizan una organización social, heterosexual y burguesa, que siempre los ha excluido. Iluso de mí. Los marginados, al menos los marginados posmodernos, no quieren destruir nada. Que nadie espere de ellos una revolución. Todo lo contrario: lo único que quieren los excluidos es entrar.
Si la Iglesia Católica, si el Opus Dei, si los sectores más meapilas del conservador Partido Popular y los fundamentalistas cristianos de George W. Bush mantuvieran la cabeza fría y no se dejaran cegar por su homofobia hepática, comprenderían que sus aliados en la defensa de los valores familiares son todos esos homosexuales que ya se casan normalmente en Holanda, en Bélgica, en Canadá y, desde unas semanas, también en España. –
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