Una mañana, antes de salir de casa, me dice mi esposa: enciende la televisión con Loret de Mola, ahí está don Vicente Rojo. Lo hice.
Mientras yo lo hacía ella subió rápidamente a nuestro cuarto:
—¿Esa es la exposición a la que quieres ir, verdad?
—No, esa es una colectiva, pero ya no hablemos del asunto, por favor.
En esa entrevista Sebastián dijo que fue un honor cuando los de la Generación de la Ruptura lo invitaron a participar en una exposición, en los 70.
—Sí, en 1870— intervino Vicente.
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A principios de diciembre del año pasado le había prometido a mi esposa que iríamos, con mi hijo, a la López Quiroga. A mediados de diciembre del año pasado me quedé sin trabajo en la universidad, en Villahermosa, y en mi pueblo me quitaron el taller literario que coordinaba. A partir de entonces he tocado dieciséis puertas. Llevo un registro. El diario que nunca he podido escribir podría comenzar con eso.
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Llega un amigo a visitarme, preparo café, platicamos, hablamos de libros, de proyectos, disfruto mucho su compañía, porque paso la mayor parte del día solo, y no me molesta, pero a veces es necesario escuchar a alguien. Bárbara lo escribió hace poco: “la soledad está cañona”.
— ¿Cómo estás?— pregunta mi amigo.
—Bien, muy bien, gracias a Dios.
— ¿Ya encontraste trabajo?
—No, pero estoy escribiendo, leyendo, pintando. ¿Se puede pedir más?
—Trabajo— me dice.
—Salud— le respondo.
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Y ahora fui yo quien volvió al asunto. Una tarde le digo a mi esposa:
—Hablé con Pati Álvarez y me dice que habrá unas piezas de sus cuadernos de viajes que están bellísimas, y que la exposición está increíble. Le confieso a mi esposa que el entusiasmo de Paty me contagia. Y me entristece.
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Las deudas se acumulan. Pero la salud, y las ganas de trabajar en lo que creo, persisten con un aliento que no sentía desde hace años. Estoy dedicado a lo que me concede vida. A las seis y media de la mañana, o a más tardar a las ocho, ya estoy haciendo mis primeras oraciones, encendiendo mi veladora, encomendando a Dios a mis muertos y pidiendo por mis vivos. De ocho a diez horas ¡la gloria! Pero la realidad persiste, como dándole la bienvenida a mis cincuenta años, recién cumplidos en noviembre de 2011.
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Recibo una llamada de mi esposa. Es secretaria en un tecnológico. Me dice:
—Nunca había aceptado una tarjeta de crédito. Lo hice hace tiempo, y ya firmé y ya me la entregaron. Te invito el boleto de avión.
— ¿Y con qué pagamos después?
— ¿Y tu fe?
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Rechazo la invitación, pero al día siguiente me llega el catálogo. Y no puedo resistirme. Se lo cuento a mi hermano y me dice que él me paga el hotel. Y media hora después un amigo me dice que tiene que hacer un regalo y quiere ver una pieza. Lo espero en mi taller, se lleva una de mil doscientos pesos. “O sea que voy rico”, me digo.
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Mi hermano, que no está sobrado de dinero pero sí de corazón, me lleva a la terminal para agarrar el autobús rumbo a Villahermosa.
— ¿Necesitas dinero?— me pregunta.
—No, yo no. A lo mejor Carlos Slim.
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Llego el viernes 23 a mediodía. Voy a comer con Francisco Hernández, mi hermano espiritual, y con Lety, su esposa. Francisco y yo vamos al Péndulo de la colonia Roma. Con la inconsciencia de la compulsión me compro un ensayo de Stefan Zweig sobre Montaigne. Y veo y reveo la biografía de Antonio Pau sobre Rilke. Alguna vez la tuve, así como alguna vez tuve una biblioteca. Y es una delicia, portentosa. Un libro que me gustaría leer antes de morir. Pero cuesta ochocientos cuarenta pesos.
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El sábado me despierto nervioso, inquieto, como si yo fuera a exponer. “Hora del Numencial”, me digo (“Demencial”, dice Francisco Hernández). Una punzada en la espalda me hace pensar en una contractura. Pero no, gracias a Dios no.
Antes de abandonar el hotel reviso mi correo. Un poeta de Aguascalientes, Óscar Santos, cuyo libro más reciente tiene viñetas e ilustraciones mías, me acaba de escribir diciéndome que quiere comprar cinco tintas. Días antes le había dado precio de $2,000.00 pesos c/u. Me dice que ese día puede depositarme la mitad. Que el resto me lo deposita a finales de abril. Le respondo de inmediato, dándole los datos bancarios que me pide. En la tarde voy al cajero y sí, ya está el depósito. Rilke, vía Antonio Pau, vuelve a vivir en Comalcalco.
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Doy vueltas y vueltas por la exposición. No me canso de ver algunas de las piezas que ya conocía por libros y por el catálogo reciente. Mis rodillas se portan bien, muy bien. El nerviosismo se desencadena cuando María me dice: yo te lo presento. Y ante él me quito el sombrero. Ya lo había visto, desde hacía rato, atender a sus amigos. Cuando hay oportunidad de una foto, le pido que sea junto a los Escenarios, aquel trabajo que hizo con José Emilio Pacheco y que estoy seguro editó Ramón. Desde que vi las reproducciones me inquietaron, me perturbaron. Entonces pienso en Carlos Slim. Son cuatro las piezas que hay, colocadas de manera sublime por Paty. Como le dijo un amigo a mi padre hace muchos años: “Pepe, fui a México y conocí a los elefantes <en persona>”. Así puedo decir de los Escenarios. Del escenario gigantesco no puedo escribir. Quisiera. Pero no. Me dieron ganas de llorar. Son sesenta y cuatro porciones del Paraíso.
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Le enseño las fotos a mi esposa y a mi hijo. La dedicatoria. Y doy gracias a Dios. Y me avergüenza mi falta de fe.
Poeta y editor de Tabasco.