Una maƱana, antes de salir de casa, me dice mi esposa: enciende la televisiĆ³n con Loret de Mola, ahĆ estĆ” don Vicente Rojo. Lo hice.
Mientras yo lo hacĆa ella subiĆ³ rĆ”pidamente a nuestro cuarto:
—¿Esa es la exposiciĆ³n a la que quieres ir, verdad?
—No, esa es una colectiva, pero ya no hablemos del asunto, por favor.
En esa entrevista SebastiĆ”n dijo que fue un honor cuando los de la GeneraciĆ³n de la Ruptura lo invitaron a participar en una exposiciĆ³n, en los 70.
—SĆ, en 1870— intervino Vicente.
**
A principios de diciembre del aƱo pasado le habĆa prometido a mi esposa que irĆamos, con mi hijo, a la LĆ³pez Quiroga. A mediados de diciembre del aƱo pasado me quedĆ© sin trabajo en la universidad, en Villahermosa, y en mi pueblo me quitaron el taller literario que coordinaba. A partir de entonces he tocado diecisĆ©is puertas. Llevo un registro. El diario que nunca he podido escribir podrĆa comenzar con eso.
**
Llega un amigo a visitarme, preparo cafĆ©, platicamos, hablamos de libros, de proyectos, disfruto mucho su compaƱĆa, porque paso la mayor parte del dĆa solo, y no me molesta, pero a veces es necesario escuchar a alguien. BĆ”rbara lo escribiĆ³ hace poco: “la soledad estĆ” caƱona”.
— ¿CĆ³mo estĆ”s?— pregunta mi amigo.
—Bien, muy bien, gracias a Dios.
— ¿Ya encontraste trabajo?
—No, pero estoy escribiendo, leyendo, pintando. ¿Se puede pedir mĆ”s?
—Trabajo— me dice.
—Salud— le respondo.
**
Y ahora fui yo quien volviĆ³ al asunto. Una tarde le digo a mi esposa:
—HablĆ© con Pati Ćlvarez y me dice que habrĆ” unas piezas de sus cuadernos de viajes que estĆ”n bellĆsimas, y que la exposiciĆ³n estĆ” increĆble. Le confieso a mi esposa que el entusiasmo de Paty me contagia. Y me entristece.
**
Las deudas se acumulan. Pero la salud, y las ganas de trabajar en lo que creo, persisten con un aliento que no sentĆa desde hace aƱos. Estoy dedicado a lo que me concede vida. A las seis y media de la maƱana, o a mĆ”s tardar a las ocho, ya estoy haciendo mis primeras oraciones, encendiendo mi veladora, encomendando a Dios a mis muertos y pidiendo por mis vivos. De ocho a diez horas ¡la gloria! Pero la realidad persiste, como dĆ”ndole la bienvenida a mis cincuenta aƱos, reciĆ©n cumplidos en noviembre de 2011.
**
Recibo una llamada de mi esposa. Es secretaria en un tecnolĆ³gico. Me dice:
—Nunca habĆa aceptado una tarjeta de crĆ©dito. Lo hice hace tiempo, y ya firmĆ© y ya me la entregaron. Te invito el boleto de aviĆ³n.
— ¿Y con quĆ© pagamos despuĆ©s?
— ¿Y tu fe?
**
Rechazo la invitaciĆ³n, pero al dĆa siguiente me llega el catĆ”logo. Y no puedo resistirme. Se lo cuento a mi hermano y me dice que Ć©l me paga el hotel. Y media hora despuĆ©s un amigo me dice que tiene que hacer un regalo y quiere ver una pieza. Lo espero en mi taller, se lleva una de mil doscientos pesos. “O sea que voy rico”, me digo.
**
Mi hermano, que no estĆ” sobrado de dinero pero sĆ de corazĆ³n, me lleva a la terminal para agarrar el autobĆŗs rumbo a Villahermosa.
— ¿Necesitas dinero?— me pregunta.
—No, yo no. A lo mejor Carlos Slim.
**
Llego el viernes 23 a mediodĆa. Voy a comer con Francisco HernĆ”ndez, mi hermano espiritual, y con Lety, su esposa. Francisco y yo vamos al PĆ©ndulo de la colonia Roma. Con la inconsciencia de la compulsiĆ³n me compro un ensayo de Stefan Zweig sobre Montaigne. Y veo y reveo la biografĆa de Antonio Pau sobre Rilke. Alguna vez la tuve, asĆ como alguna vez tuve una biblioteca. Y es una delicia, portentosa. Un libro que me gustarĆa leer antes de morir. Pero cuesta ochocientos cuarenta pesos.
**
El sĆ”bado me despierto nervioso, inquieto, como si yo fuera a exponer. “Hora del Numencial”, me digo (“Demencial”, dice Francisco HernĆ”ndez). Una punzada en la espalda me hace pensar en una contractura. Pero no, gracias a Dios no.
Antes de abandonar el hotel reviso mi correo. Un poeta de Aguascalientes, Ćscar Santos, cuyo libro mĆ”s reciente tiene viƱetas e ilustraciones mĆas, me acaba de escribir diciĆ©ndome que quiere comprar cinco tintas. DĆas antes le habĆa dado precio de $2,000.00 pesos c/u. Me dice que ese dĆa puede depositarme la mitad. Que el resto me lo deposita a finales de abril. Le respondo de inmediato, dĆ”ndole los datos bancarios que me pide. En la tarde voy al cajero y sĆ, ya estĆ” el depĆ³sito. Rilke, vĆa Antonio Pau, vuelve a vivir en Comalcalco.
**
Doy vueltas y vueltas por la exposiciĆ³n. No me canso de ver algunas de las piezas que ya conocĆa por libros y por el catĆ”logo reciente. Mis rodillas se portan bien, muy bien. El nerviosismo se desencadena cuando MarĆa me dice: yo te lo presento. Y ante Ć©l me quito el sombrero. Ya lo habĆa visto, desde hacĆa rato, atender a sus amigos. Cuando hay oportunidad de una foto, le pido que sea junto a los Escenarios, aquel trabajo que hizo con JosĆ© Emilio Pacheco y que estoy seguro editĆ³ RamĆ³n. Desde que vi las reproducciones me inquietaron, me perturbaron. Entonces pienso en Carlos Slim. Son cuatro las piezas que hay, colocadas de manera sublime por Paty. Como le dijo un amigo a mi padre hace muchos aƱos: “Pepe, fui a MĆ©xico y conocĆ a los elefantes <en persona>”. AsĆ puedo decir de los Escenarios. Del escenario gigantesco no puedo escribir. Quisiera. Pero no. Me dieron ganas de llorar. Son sesenta y cuatro porciones del ParaĆso.
**
Le enseƱo las fotos a mi esposa y a mi hijo. La dedicatoria. Y doy gracias a Dios. Y me avergĆ¼enza mi falta de fe.
Poeta y editor de Tabasco.