Cerrar años a veces acicatea poetas que no son remisos a ponerse sentimentales y ceremoniosos, como todo mundo. En “Final del año”, Borges trata al asunto de “pormenor simbólico” y “metáfora baladí”. Cree que ni los relojes ni el calendario bastan para socavar “la altiplanicie de la noche” mientras esperamos “las doce irreparables campanadas”. Dos versos más tarde, ya se fue con Heráclito.
Entre mexicanos, “El brindis del bohemio” es el poema obligado de fin de año. Escrito por el inolvidado vate Guillermo Aguirre Fierro (1887-1949), es el poema más recordado en México después del chicloso “Nocturno a Rosario” (si se pasa por google, “brindis del bohemio” arroja 521 mil resultados). Gabriel Zaid ha lamentado su anacronismo, pero celebrado su “limpieza prosódica” (en su libro Leer poesía). Salvador Elizondo –a quien le encantaba recitarlo con su voz de ornitorrinco—señaló que pertenece a la rara categoría del “poema práctico”, toda vez que incluye desde un manual del perfecto cantinero hasta una útil guía para el candidato a Edipo.
Es curioso que en ambos poemas pese tan voluminosamente la figura de la afectuosa cuanto zarandeada madrecita mexicana; que los dos poemas más “recitados” del repertorio mexicano sean “apasionadamente ‘incestuosos’”, como escribe Zaid. Si en su poema, el saltillense Acuña –haciendo gala de su imaginación tortuosa y de cierta carencia de higiene – acomoda, la sienta o, francamente, acuesta a su señora mamá entre él y su amada, en el suyo, el potosino Aguirre Fierro exhibe los fervores de su Edipo por interpósito bohemio.
“El brindis” tiene escenario, personajes y argumento: en una cantina, durante una formidable guarapeta de fin de año (que en idioma bohemio se dice “libación de requiescat”), seis bohemios brindan respectivamente por la esperanza, por Europa, por el pasado, por las putas (que en bohemio se llaman “cortesanas que el fango del placer llena de rosas”), por el onanismo (que en bohemio se dice “manos que causan embelesos”), por las señoritas de cuerpos turgentes, por las flores y, ya entrados en oporto, hasta por la Patria.
Y es ahí donde el bohemio interpósito echa a perder la borrachera: en un arrebato de sinceridad –inflamado por la cuantiosa ingesta de “ron, whisky o ajenjo” de todos los brindis previos–, en lugar de seguir celebrando a las damas que “brindan sus hechizos”, este baboso decide brindar “¡por mi madre, bohemios!”.
Es el enfriador perfecto. Entre los bohemios báquicos la depresión es absoluta e instantánea.
El bohemio impertinente convoca a su difunta madrecita, la revive con ajenjo culpígeno y se la presenta a sus amigos. Se trata de una dama que también aporta embeleso, pero del “santo”; también besa, pero sin espectativa pecunaria; no mete al bohemio a la cama urente, sino a la cuna pueril; pone cabezas sobre su corpiño, pero sólo para “llorar de alegría”. En resumen, la fantasma surte bastante cariño, pero del “exquisito, profundo y verdadero”. Por si fuera poco, en una imagen sinceramente antropofágica, la señora le da de comer a su hijito “en pedazos, uno por uno, el corazón entero”, que es cuando entendemos por qué se hizo bohemio, por qué tiene “la melena alborotada” y por qué en las mañanas seguro brinda con bastante rivotril.
Todo parece indicar que el tal bohemio –como ordenan los usos y costumbres—trató a patadas a su progenitora, razón por la que, a pesar de estar en el cielo, “sufre y llora” mucho por su hijo que, a su vez, retribuye con una “pena letal que me asesina”. Su plan (el de la señora) consiste, pues, en que el bohemio se meta una sobredosis de ajenjo y se muera pronto para que “vuelva muy pronto a estar con ella” y poder reclamarle sus crímenes. Qué barbaridad.
Supongo que habrá logrado morir el tal bohemio; lo que no ha dejado es de brindar. Igual lo perdonó su mamita y ahora hacen pareja cuando juegan canasta en el cielo con Manuel Acuña y Rosario. ¿Puede haber peor castigo?
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.