Una ciudad del norte del país dividida por un canal al que la gente llama río, donde corre una esmirriada corriente de agua sucia, cubierto de yerbajos y neumáticos viejos. El rechinido de los limpiaparabrisas, el goteo persistente de trozos delgados de hielo que nunca terminan de convertirse en nieve o en lluvia. Las calles del centro apenas transitadas, sin peatones. Estaciono el Cougar 1987 que me compré con mis ahorros y camino las dos cuadras que me separan del laboratorio fotográfico. Las calles del centro, las fachadas ennegrecidas y deslucidas de los años cincuenta, la persistencia del agua nieve de ese invierno de 1998, el más frío, dicen, en cien años.
La esperanza es un pequeño animal exhausto, hambriento, al borde de la congelación, que uno lleva en los pliegues de la chaqueta para protegerlo, no solo del frío, sino del tedio, del desazón que presupone, uno quiere suponer, eso que llaman el fin de siglo. También llevo una edición de bolsillo de Los hermanos Karamásov de papel quebradizo que me costó tres pesos en un lote de rebajas, afuera de una librería de viejo. Apenas puedo leer a un ritmo de veinte o treinta páginas por día debido al trabajo del laboratorio, a mi lasitud, y a que prefiero encontrar la manera de cruzar dos palabras con Alejandra, la empleada del mostrador, una muchacha que está por cumplir los 17 años el próximo mes y a la que yo me he propuesto conquistar con calma, sin mostrarle demasiada atención, con la muy usada estrategia de ser afable de una manera indiferente. Mi cabeza es un lío, pero me he propuesto aparentar la tranquilidad que no tengo porque, a pesar de su amabilidad, ella parece frágil y necesitada de protección.
Es el trabajo peor pagado de la ciudad, pero yo no necesito mucho dinero, sino estar ocupado en lo que la providencia me manda un plan mejor. El animalito de la esperanza algunas veces es como un rescoldo dorado, y me susurra al oído algún ensueño en donde ahorro dinero para irme a la ciudad de México y estudio cine; y para esto, por arte de magia, recibo un certificado de preparatoria: el Deus Ex Machina de esa tragedia que ha resultado intentar educarme en un ambiente que no solo ha matado mi creatividad, sino las expectativas en las que fui criado. Otras veces, el animalito cambia de color a un verde amatista: Alejandra y yo huimos del laboratorio y nos casamos, y pasamos el invierno debajo de las capas del desánimo, haciendo el amor. “Thunder road” de Bruce Springsteen me ha freído el cerebro. Otras veces consigo un trabajo mejor y puedo comprarme una pick up Toyota, y me dedico a escribir una novela cuyo título y atmósfera de claroscuros ya están decididos; las primeras páginas escritas en el sobrante del papel fotográfico de la marca Fuji con la peor ortografía que la peor educación pública me pudo pagar. O Alejandra está ahí cuando regreso de la ciudad de México, como en un predecible melodrama italiano, convertido en un director de cine famoso. Ella es una mujer hecha y derecha, y nos casamos porque entonces no tendrá novio. Muchas veces el animalito se torna de un bello color azulado, casi muerto, y deja de moverse durante un instante y se convierte en un carámbano en mi costado que me hiere.
Son las once de la mañana, eso dice el reloj, porque la luz y todo lo demás, mi estado de ánimo, por ejemplo, parecen decir que son las cinco de la tarde. Alejandra escucha a Nirvana con el reproductor de discos compactos que su padre —quien vive en Denver, Colorado—le regaló la navidad pasada. Puede subirle al volumen antes de que su tía, la gerente del laboratorio, llegue y le prohíba escuchar esa música para no espantar a los cada vez menos clientes que se atreven a pisar un decadente laboratorio que ocupa todo un edificio en esa esquina de Niños Héroes y la calle 13, y que en otros tiempos conoció la bonanza.
Alejandra es casi rubia y tiene los ojos verdes, es corta de estatura; su aliento de pasta dental es amargo por las mañanas a través del mostrador. Cuando el clima y la ropa un poco más ligera lo permiten me gusta mirar la curvatura de su talle y sus caderas. Parece encariñada con una sudadera deportiva aterciopelada, de color marrón. Me gusta cuando se mete las manos en los bolsillos y las jala hacia abajo, porque puedo ver sus hombros y brazos redondos.
Es difícil ser todo el tiempo el chico misterioso, ayudante de laboratorio, con una fascinante vida interior, un secreto turbio en mi pasado y la mirada melancólica. Actuación a la que me ha llevado mi incapacidad para ser cool, misma que desde la escuela secundaria me imposibilitó para sacar a bailar a María del Carmen, la chica más popular de la secundaria, de la cual estaba yo enamorado y a la cual le escribía lo peores versos rimados a la manera del modernismo mexicano.
—Hola —dice Alejandra.
La luz del mostrador sobre su rostro amarillento lo hace parecer de cera. Yo puedo ver los defectos de su rostro, pero es hermosa, y muestra una hilera de dientes blancos y bien alineados. Me gustan sus colmillos.
—¿Ya llegó la contadora? —le pregunto, por decir algo.
Es obvio que no estaría escuchando a Nirvana de ser así.
—¿Te gusta Nirvana? —me pregunta.
—Sí —miento.
Y ahí está, para hacerme la competencia, Eduardo, el chico de los crucigramas, junto al mostrador, con El Heraldo de la mañana y un lápiz. Llena cada día los crucigramas de los dos únicos periódicos de la ciudad (el otro es El Diario). Es considerado el intelectual del laboratorio porque sabe toda clase de palabras raras. Aunque solo lee las noticias en El Heraldo, por fidelidad, como lo ha hecho su padre y su abuelo, y lo harán sus hijos. Es bueno trabajar ahí en el laboratorio, dice, porque hay suscripción y no tiene que comprarlo. Usa pantalones vaqueros Wrangler y una raída chaqueta guateada de pluma de ganso. Tiene el rostro lleno de lunares y un bigote debajo de la nariz que nunca termina de cuajar. Trabaja en el laboratorio de ampliaciones, en el piso de arriba, es como una especie de técnico calificado y gana más dinero que yo a la semana.
—Vertical 17 —me dice; es temprano y supongo que no tiene aún trabajo, ninguna ampliación de un retrato de boda o de un niño cuyo rostro sonriente esté rodeado por una gran copa de coñac—: dios de los filisteos que se postró ante el Arca de la Alianza, según el libro primero de Samuel.
—No sé —digo.
—Dagón —me responde.
Yo trabajo en el laboratorio de abajo, junto al mostrador, el lugar más caliente del edificio. Lo mío es la máquina C-41, el nombre también de un proceso de revelado de negativos. Hay que llegar y encender la máquina para que se caliente y luego revisar cómo están los tanques de químicos. Y si están debajo de cierto nivel, hay que subir al segundo piso y buscar los galones con las sustancias tóxicas y rellenar la máquina. También hay que hacer esto con la máquina impresora, y abastecerla con los rollos de papel de impresión Fuji. Esta máquina me recuerda a una para hacer tortillas de maíz. Es un trabajo fácil, y al principio fue divertido meter las lengüetas de los rollos en las guías de un compartimento de la máquina y verlos emerger del otro lado, lustrosos y todavía húmedos, cortarlos en tiras de cinco fotogramas, y en los tiempos muertos leer Los hermanos Karamásov junto a la ventana de cristal que da al lobby —con su colección de cámaras viejas—en un lugar donde Alejandra pueda verme leer, y así mostrarle que yo no soy como los demás; que yo leo libros a diferencia de Eduardo y sus crucigramas; y no cualquier libro: hablo de Dostoyevsky y Los hermanos Karamásov.
En un extremo de la máquina de impresión hay una silla, y una lente, donde el operador pone los negativos rebelados y cortados por mí; los enfoca, y luego de apretar un botón, del otro lado aparecen las fotografías impresas en tiras que yo debo de cortar con una guillotina y poner en sobres junto con los negativos. Cuando se acumulan hay llevarlos hasta el mostrador donde son recogidos por los clientes, y así yo puedo intercambiar un par de palabras con Alejandra, hacerme el misterioso, y recibir nuevos sobres amarillos con los datos del cliente: dentro hay más rollos para revelar e imprimir.
Así ha pasado noviembre y diciembre, parte de enero, en ese trabajo monótono y fácil que me mantiene ocupado. Están los trabajos de los fotógrafos de sociedad que se dedican a fotografiar quinceañeras o novios. Estudios fotográficos, les llaman, y de ahí dos o tres fotogramas irán al piso de arriba para que Eduardo en el cuarto oscuro haga las ampliaciones, mismas que estarán colgadas en la pared de algunos de los clientes, la mayoría de ellos madres orgullosas de sus hijos. Me gusta ver estas fotografías: un jardín, detrás una casona de pretensiones coloniales, la sonrisa de las quinceañeras o las novias, embadurnadas de maquillaje, largos vestidos blancos o rosas.
Uno de los principales clientes del laboratorio es un dermatólogo que envía dos rollos al día con las fotografías de sus clientes: forúnculos, pústulas, lunares cancerígenos, toda clase de enfermedades de la piel. Es imposible no ver estas fotografías mientras las cortas y las pones en un sobre. Hay muchas personas que padecen estas enfermedades, a juzgar por las fotografías, pero uno nunca las ve en la calle.
También están las fotografías de los narcotraficantes que en navidad posan junto al árbol de luces con sus fusiles de asalto AK-47. Fotografías de vacaciones en Europa, Disneylandia, en la playa, en reuniones familiares; fotografías amateurs de bodas, bautizos, quince años.
Cada dos fines de semana me toca cubrir el turno de la noche. Lo viernes y sábados el laboratorio cierra hasta la una de la mañana. Es cuando llegan, uno tras otro, los fotógrafos profesionales que asisten a las bodas y toman fotografías de los asistentes. Cuando gastan dos o tres rollos vienen al laboratorio, de las 10 a las 12 de la noche. Es un trabajo que tiene que hacerse en cuestión de minutos (normalmente un rollo revelado e impreso se entrega en 24 horas). Los fotógrafos regresan con las impresiones para venderlas entre los asistentes a las bodas o quince años, por eso es importante tenerlas de un momento a otro. Yo había estado muchas veces en una boda y me preguntaba cómo le hacían los fotógrafos para tomarte una foto y regresar cuarenta minutos después con algo que no te gustaría conservar porque traes el traje pasado de moda de tu tío, que además te queda grande, y por lo tanto te sienta muy mal.
Mientras guillotino las impresiones y las pongo en sobres, los fotógrafos de bodas (como los llamamos, aunque se dedicaban también a quince años y bautizos) dan vueltas en el lobby del laboratorio. Fuman cigarrillo tras cigarrillo, como si esperaran el nacimiento de su hijo. Como son clientes asiduos tienen prioridades (la señora que trae el rollo con las tomas de sus vacaciones en Disneylandia es considerada apenas una civil). Son tipos desaliñados que me parecen no solo cínicos, sino poseedores de una sabiduría a prueba de balas, vestidos con sacos arrugados y pasados de moda, que apestan a tabaco y a brandy barato, con los peinados de los años setenta que uno ya solo ve en los carteles deslustrados de las peluquerías del centro. El animalillo de la esperanza se enciende de un color amarillo y me imagino mí mismo en el negocio de las fotografías de bodas, formando parte de esa cofradía. Estar al otro lado de la ventanilla, junto a la colección de cámaras viejas, amortajado con uno de esos sacos cruzados y con botones dorados, manchados de grasa; tomar fotografías en las bodas, quince años, bautizos, como un mercenario, sin ningún tipo de apego por los ritos sagrados que se ofician en salones con nombres inverosímiles como Salón Princesa, Salón Reina o Salón Rubí; ser dueño de una vida propia a como de lugar, y sobre todo, nada de terminar la preparatoria o una carrera universitaria. Tengo una Pentax Reflex K1000 que mi padre me regaló y que apenas uso; tal vez debo mandar al diablo el laboratorio y volverme un fotógrafo de bodas, pienso, mientras guillotino y pongo en sobres las monótonas fotografías de gente sentada a la mesa, vestida con sus mejores (o peores) galas, frente a varias botellas de brandy, coca cola y agua mineral.
Recuerdo todo esto una mañana de enero del año 2014, mientras trabajo a marchas forzadas en una novela, 16 años después de esa tormenta de aguanieve que duró varios días y bajo la cual Alejandra y yo nos dimos un beso. Mi departamento está frío y el calentador que compré en el supermercado no basta sino para una habitación. Voy en la cuarta taza de English Breakfast. Me enteré de que Alejandra quedó embarazada poco después de que me vine a vivir a la ciudad de México y me volví, por accidente, un sempiterno escritor en ciernes. Me escribió un par de veces durante el año de 1998, una de esas cartas era muy larga y aún la conservo. Encontré su foto entre las páginas del segundo tomo del María Moliner. Nunca pude convertirme en fotógrafo de bodas. Hice bien, pues era un oficio que estaba a punto de desaparecer.
Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).