Concebido como una novela de ambición lingüística, el cuarto libro del argentino Alan Pauls (1959) se ha alzado con la última edición del Premio Herralde, a pesar de ser una obra desmesurada y falta de exigencia consigo misma, y aunque otras novelas publicadas por la misma editorial el año pasado, como la monumental Volver al mundo de J. Á. González Sainz, sean francamente superiores. Relato en tercera persona de la vida de Rímini, un traductor profesional, nos plantea su espiral autodestructiva ante sucesivos fracasos vitales, como la inmersión en el submundo de la droga para olvidar a Sofía, el amor de su vida, la pérdida de una amante en un accidente mortal, la desmemoria progresiva de sus idiomas de trabajo, la privación de su hijo por acuerdo posmatrimonial y un largo etcétera, hasta enfrentar la posibilidad de una gradual redención.
Rímini y Sofía son los caracteres centrales de la novela, que presenta aquí (en los retratos en general, y en el de Rímini en particular) sus mayores carencias. Rímini es una especie de Bartleby que, a pesar de que siempre “se abstiene de actuar”, sostiene con sus andanzas y desventuras toda la narración, como si le viéramos en primer plano medio, haciendo el narrador omnisciente de cámara situada en el lugar del espectador-lector. Asistimos a su desenvolverse o, mejor, desbarrar, por todo tipo de situaciones y mujeres, en unas condiciones tales de pasividad y estolidez que sólo nos quedan dos opciones: considerar que este entramado de inanidades es una metáfora del individuo posmoderno, o pensar que estamos ante un personaje tan ridículo como, discúlpenme, su nombre propio. A lo primero parecen movernos algunas pistas demasiado leves, como por ejemplo: “pensó en su rigidez, en cómo le costaba admitir que los accidentes de las cosas participaban en las cosas y que la lógica de las cosas era la continuidad, el vaivén, la alternancia rítmica de momentos más o menos arbitrarios y momentos de estabilidad más o menos predecibles”, lo que, contrario sensu, permitiría definirle como un ser fragmentario, episódico y temporalmente desajustado, elementos todos ellos característicos de la lógica posmoderna, a lo cual se añadiría su “multiculturalidad” lingüística. Pero digo que el argumento no está claro y nos pesan demasiado otros elementos que lo mueven fatalmente hacia el ridículo: su asombrosa capacidad para desmayarse en cualquier situación, su nihilismo nada filosófico, su adecuación para ser utilizado por cualquier voluntad de potencia media, y alguna contradicción insostenible: ¿puede un presunto estudioso del Sick Art estremecerse ante unas inofensivas agujas y algo de sangre?
Con las mujeres Pauls acierta algo más. Los retratos femeninos que aparecen a lo largo del libro están menos descuidados, y casualmente tienen interesantes hallazgos de construcción psicológica a partir del detalle. Vera y Nancy (las amantes más físicas) están bien construidas, y algo más distorsionadas Carmen y Frida, esta última maestra de Sofía y carácter al que se podía haber sacado más partido. Sofía es, desde luego, la que rellena la novela y le da, sobre todo al final, algo de sentido. Sólo entendiendo y aceptando su personaje podemos entender lo que El pasado quiere decir, algo que, desde luego, podía haberse dicho mucho más brevemente, lo cual implica que podía haberse dicho mejor.
Sofía pertenece a una clase de mujer (que acepto en cuanto que sé que existe, quizá otros deban suspender su incredulidad en este punto para aceptar el desafío de la novela) que se describe al final del libro como la de las que aman en exceso, en una especie de mística del sufrimiento. La novela se plantea como una quaestio acerca de la posibilidad de que una relación amorosa sea el solo sentido de la vida de dos personas, como si fuera verdad aquella imagen de Aristóteles de los amantes como mitades desgajadas de un único ser perfecto y anterior, a cuya reunificación tenderían sub aespecie eternitatis. Aunque no adelantamos la solución final postulada por Pauls respecto a esa quaestio, sí diremos que al menos es valiente. Y que está relacionada con la perenne relectura del pasado de esa relación, que como un Guadiana aparece y desaparece a lo largo del periplo vital de Rímini, del mismo modo que su relación con el arte de Jeremy Riltse, un desesperado artista del cuerpo y la excoriación al que ambos adoran. Para Rímini “el pasado era un bloque único, indivisible, y que había que poseerlo o abandonarlo así, en bloque, como un todo”, y algo sin solución de continuidad con Sofía; para ella es algo especularmente simétrico, añadida además su condición de albacea del testimonio gráfico del pasado común, esas 1500 fotografías de ellos juntos que nunca pueden dividir ni revisar tras su separación. El pasado representa, en los momentos de salida del infierno de Rímini, eso que puede producir la “recaída” y cuya obliteración se persigue mediante una curiosa terapia del “hoy” orquestada por su padre.
Es obvio que nos hallamos ante una obra con muchos lastres, que suscita demasiadas preguntas: que sea plurilingüe el personaje (y el autor del libro), ¿justifica tamaña abundancia de extranjerismos? ¿Se necesitaban tantas páginas para explicar una historia no demasiado compleja? ¿No sobra todo el largo capítulo cuarto de la tercera parte, sobre el pintor Riltse? Y sin embargo, el balance no es del todo desolador: hay páginas y momentos de gran brillantez (el capítulo ambientado en Italia, parte del final), reflexiones y observaciones psicológicas de cierta altura, estilo propio, capacidad. Este texto de Pauls y algún otro suyo que hemos leído (el ensayo El factor Borges) nos presentan a un literato inteligente, de grandes dotes de observación, estructura y oído. Pero en El pasado, en todo momento y para nuestra desgracia, tenemos la sensación de asistir a la dificultad de un gigante para armar con sus enormes dedos un puzzle diminuto y frágil. –
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