A juzgar por la prensa y por una pequeña pública opinión que están polemizando en torno a la “Ley Antitabaco” se diría que el ciudadanaje de esta urbe (de las otras del país quién sabe) ya no sólo estaría dividido entre izquierda y derecha, entre ricos y pobres, entre católicos y ateos, entre malos y buenos, entre feos y guapos, entre patriotas y traidores a la patria, etc., como quiere nuestra humanísima tendencia a cualesquiera maniqueísmos, sino además entre fumadores y no-fumadores. Hasta ahora esa discordia, que aún no adquiere tonos bárbaros, gracias sean dadas a lo que el otro día alguien —sin saber que hacía un bonito oximoron)— llamó “el instinto de civilización”, ya empieza a tener su literatura periodística a cargo de reporteros, cronistas, editorialistas y temibles opinadores orales que se inclinan o al bando de los tragahumos activos o al de los tragahumos pasivos. En una actitud delirante, por decir lo menos, hay quien ha argumentado en un afamado programa televisivo de opinión su postura a favor de los fumófilos diciendo, en resumen, que, si a derechos y prohibiciones vamos, por qué si se les prohíbe a algunos humear en lugares públicos no se ha de prohibir a los griposos estornudar en esos mismos lugares. Y por lo pronto sorprende que ese argumento increíblemente chafa implique el absurdo entre equiparar el fumar, que en principio es acto voluntario (si bien algunos se declaran esclavos del vicio humeante), con el estado de griposo, que, hasta donde se sabe, es situación involuntaria, aunque, quizá haya gente que le guste engripecer para pasársela en el hogar, metido en cama, saboreando tés con limón y burbujeantes redoxones y leyendo a Marcel Proust u oyendo a Edith Piaf mugir “¡Je ne rrrrrgrrreeete rrrrrieeen!” (y lo digo porque el francés a veces me parece lengua de felices griposos)…
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.