Heridas de guerra

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En el principio era la guerra. Muchos hijos de veteranos de Vietnam, cuando recuerdan su adolescencia, sienten esa frase con una convicción apropiadamente bíblica. En el principio era la guerra. Ahí está, en el pasado de nuestros padres, una estrella moribunda que aniquila todo lo que pasa demasiado cerca. Para los hijos en crecimiento de muchos veteranos la distancia temporal de la guerra era casi imposible de calibrar porque había sucedido antes de tu existencia, antes de que llegaras a comprender el mero accidente de tu lugar en el tiempo, antes de que te dieras cuenta de que tu realidad –tu habitación, tus juguetes y tus libros de historietas– no tenía nada que ver
con la de tu padre. Sin embargo, pese a su lejanía temporal, los efectos secundarios de la guerra eran ineludiblemente íntimos. En cada comida Vietnam se sentaba a la mesa, invisible, con nuestras familias.

Mi madre, que se divorció de mi padre cuando yo tenía tres años, y cuyo padre, un coronel de la Marina, los había presentado, en un momento dado ya no pudo manejar las pesadillas diurnas y nocturnas, el nunca saber con qué esposo iba a tratar en cada instante. Mi madre desciende de una larga y condecorada procesión de militares. Entendía a los hombres que habían estado en la guerra. Era lo que los hombres hacían. Cualesquiera que fueran las sombras que la guerra cernía sobre las mentes de sus sobrevivientes –y las cernía, por supuesto que lo hacía; ella lo sabía– debían soportarse estoicamente. Pero el héroe de guerra con el que se había casado sólo era capaz de un estoicismo intermitente. El lugar del que había regresado no era Normandía, sino un país que a lo largo de los primeros años de su matrimonio se había vuelto un sinónimo tácito de fracaso, violencia. Se supone que las guerras se terminan. Y no obstante su héroe de guerra seguía en guerra.

Cuando era niño, temía las noches en que mi padre bebía demasiado, entraba furtivamente en mi habitación, me despertaba, y durante una hora trataba de explicarme, a mí, su hijo de diez años, por qué las decisiones que había tomado –decisiones que, como se machacaba sin misericordia, provocaron la muerte de sus mejores amigos– eran las únicas que podía haber tomado. Otras noches, recordaba con cariño a las mujeres que había cortejado en Vietnam, que parecían haber sido bastante numerosas, llenando mi tierna imaginación de extrañas visiones de mí mismo como un niño asiático. Le contaba a mis compañeros de la escuela elaboradas historias sobre mi padre. Cómo él solo se enfrentó a toda una guarnición de “gooners”1. El día en que se perdió al descender en balsa por un río y sobrevivió a la caída de una cascada. La vez que lo hirieron y un amable soldado negro lo arrastró hasta un lugar seguro. Algunas eran reales; la mayor parte, no. La guerra no había terminado para él, y ahora estaba viva en mí.
     A veces siento que Vietnam es el único tema del que mi padre y yo hemos hablado; a veces siento que realmente nunca hablamos de ello. Mi padre se entrenó como oficial en Quantico con el escritor Philip Caputo, con quien mantiene una relación cercana y que llegó a convertirse en mi mentor literario. Mi padre incluso tiene una breve aparición en el libro de Phil A Rumor of War, al que se considera como una de las mejores memorias sobre el conflicto y que fue el primer libro sobre Vietnam en llegar a la categoría de gran éxito de ventas. Cuando en el libro Phil se entera de la muerte de Walter Levy, amigo suyo y de mi padre, que sobrevivió un total de dos semanas en Vietnam, recuerda una noche en Georgetown en la que él, Levy y otros fueron a un bar “a beber y mirar a las chicas y pretender que aún eran civiles”. Y luego esto: “Nos sentamos y llenamos los vasos, todos riendo, probablemente por algo que Jack Bissell había dicho. ¿Estaba Bissell con nosotros esa noche? Seguramente, porque todos reíamos a carcajadas y Bissell siempre era divertido”. Todavía recuerdo la primera vez que leí ese párrafo y cómo mi corazón se estremeció. Ahí estaba el hombre del que nunca tuve mucho más que un atisbo, cuya vida aún no había sido labrada por tanta oscuridad, el hombre al que no encontraba en la azulosa tiniebla de las dos de la mañana bebiendo vino y viendo Gettysburg o Platoon por enésima vez. En A Rumor of War vi al hombre todavía normal en el que mi padre podía haberse convertido, un hombre con las tristezas promedio.
     Cuando era chico me quedaba mirando su corazón púrpura enmarcado (“la tonta medalla”, como él le dice) y, al lado, una foto de mi padre, de su entrenamiento en Quantico. bissell se lee del lado izquierdo del pecho. Detrás suyo, el verde de la amigable vegetación de Virginia. Se ve un poco como un joven Harrison Ford y sonríe, sosteniendo su rifle, con ojos indescriptiblemente tiernos. Quería encontrar a ese hombre. Creí que podía encontrarlo en Vietnam, donde había sido hecho y deshecho, donde había muerto y resucitado. Cuando por teléfono le dije que tenía los boletos de avión, que podíamos irnos en unos meses, se quedó callado, callado como nunca antes. “Dios mío”, dijo.

     ●
     Hemos manejado durante horas, a lo largo de la costa, por carreteras sorprendentemente bien conservadas, a través de lo que parecen túneles de verdor exuberante del campo vietnamita. Mi padre hace ruiditos de satisfacción mientras lee la copia del Viet Nam News que compró en el aeropuerto de Ho Chi Minh, donde pasamos unas horas después de nuestra llegada antes de despegar hacia Hué en Vietnam central.
     “¿Está interesante el artículo?”, pregunto.
     Yergue la cabeza, alerta como un ave, y se me queda mirando. “Sólo estoy disfrutando este intercambio cultural”, contesta. Cuando termina de memorizar el contenido del periódico acribilla a nuestro traductor, Hien, con preguntas como, “¿Esa es una paloma?” “¿Esos son cultivadores de té?” “¿Eso es caña de azúcar?” “¿Cuándo construyeron esta carretera?” “¿Qué tanto usan energía solar los vietnamitas?”
     “¿Cómo te sientes?”, le pregunto, luego de que Hien le rinda un informe acerca del impacto global de las exportaciones de arroz en la economía vietnamita.
     “Maravilloso”, contesta. “Increíble. Me lo estoy pasando excelente”.
     “¿Estás seguro de que quieres volver a ver parte de tus viejos dominios?”
     Me clava la mirada con los ojos arrugados y la boca modelada en la misma mueca emocionalmente indecisa que he notado, con creciente frecuencia, en fotografías mías recientes. “Fue hace mucho tiempo. No pasa nada”.
     Atravesamos las áreas rurales de crecimiento descontrolado de muchos poblados. Veo mujeres con sombreros campesinos cónicos, enormes canastas en forma de jarras llenas de arroz, todos los lugares comunes del vestuario escénico de la guerra de Vietnam. Pero estas no son mujeres del Vietcong, ni llegarán soldados estadounidenses a perforar las canastas de arroz con sus bayonetas en busca de artillería oculta. Los lugares comunes no significan nada. Ni siquiera son lugares comunes, sino elementos básicos de la vida vietnamita. Ya me he dado cuenta de que la guerra comunica mucho aquí, pero define poco, y de pronto resulta muy extraño referirnos a la guerra de Vietnam, una frase cuya falta de adjetivos se vuelve más bizarra mientrás más pienso en ello. Logra agarrar a toda una nación y hundirla en perpetuo conflicto.
     “¿Dónde estamos?”, pregunto después de un rato.
     “Nos acercamos al Paso Hai Van”, dice Hien, apuntando adelante donde la carretera repleta de autobuses serpentea para ascender por la cordillera del Truong Son. A nuestra izquierda la espesa pared de pinos de agujas largas se abre de pronto para revelar una abrupta caída. Más allá de la orilla del acantilado está el azul infinito del mar de la China del Sur, un caos con crestas blancas tan increíblemente picado que casi espero ver el rostro de Yaveh flotando sobre él.
     En la parte más alta del paso quedamos varados en un pequeño embotellamiento, y mi padre se baja del coche para tomar fotos. Lo sigo. Aquí arriba hace frío suficiente como para que nieve, las nubes cuelgan muy bajo. Cuando quiere salir en las fotos me pasa la cámara.
     Miro la reliquia de aparato, una Yashica fx-7.
     “Traje esa cámara conmigo”, anuncia orgulloso, “la primera vez que vine a Vietnam”.
     “¿Ésta es la cámara con la que tomaste todas esas diapositivas?”
     El Espectáculo de Transparencias de Vietnam de John C. Bissell fue un clásico de mi niñez en Michigan. “¡Papá, esta cámara tiene treinta y ocho años!”
     Me mira. “No, qué va”. Alza una mano y manotea frívolamente. “Tiene… ¿qué? Treinta y dos años”.
     “Tiene treinta y ocho, papá. Casi cuarenta”.
     “No, porque 1960 más cuarenta años da 2000. Yo llegué en 1965, así que…”
     “Así que 2005 menos dos años es hoy, 2003”.
     Mi padre guarda silencio. Y se repente se pone pálido. “Dios mío. Carajo”.
     “No te la crees, ¿verdad?”
     “No me había dado cuenta de que soy tan viejo hasta ahora”.
     Se soba la cara con preocupación mientras lo centro en el visor.

     ●
     Del otro lado del Paso Van Hai, Vietnam se vuelve más tropical, una gran extravaganza cromática que alterna selva y arrozales. Una densa niebla se cierne sobre esas calmas e interminables extensiones de aguas quietas. Cerca, búfalos de agua del tamaño de pequeños dinosaurios están hundidos hasta los flancos en el lodo, mientras campesinos arroceros con bolsas para el cuerpo que parecen condones vadean con el agua hasta el pecho sosteniendo bultos de redes sobre sus cabezas.
     Después de un rato nos detenemos, por insistencia mía, en el memorial de Son My, que está a unas millas de la ciudad de Quang Ngai. Son My es un subdistrito dividido en varias aldeas, de las cuales la más famosa es My Lai. Fue en una parte de My Lai donde, en 1968, sucedieron los más conocidos crímenes de guerra contra aldeanos vietnamitas: entre ciento cincuenta y quinientos setenta civiles desarmados fueron masacrados con una brutalidad sorprendentemente versátil. Mi padre no quería venir, por varias razones, algunas muy fáciles de imaginar, otras menos. Una de las menos fáciles es su de algún modo incomprensible relación de amistad con el capitán Ernest Medina, quien comandaba la Compañía C, la unidad de la décimo primera Brigada de la vigésimo tercera División de Infantería, responsable de la mayor parte de los asesinatos de My Lai. Medina, un méxico-estadounidense cuya prometedora carrera militar había sido cortada de tajo por My Lai, acabó asentándose en el norte de Wisconsin, y mi padre lo veía ocasionalmente. Mi padre sostiene que Medina es un “gran tipo” que clama no haber ordenado que se hiciera nada de lo que pasó y no tiene manera de explicarlo. En el camino, mi padre dijo malhumoradamente que lo que yo no entendía es que cosas como My Lai pasaban todo el tiempo, sólo que a una escala mucho menor. Lo miré, atónito. Sabía qué quería decir, y él sabía que yo sabía lo que quería decir, pero escucharlo decir esas palabras –con su soterrada tolerancia por el asesinato– fue, por muy poco, demasiado. Pude haberlo cuestionado, y casi lo hice: ¿Tú hiciste algo así? Pero no pregunté, porque ningún hijo debe plantearle a ningún padre esa pregunta con tal ligereza. Porque ningún padre debe creer, ni siquiera por un momento, que su hijo lo cree capaz de tales cosas. Porque sé que mi padre no es capaz de algo así. Eso me digo mientras nos dirigimos hacia Son My.
     Dos autobuses de recorridos turísticos ya están estacionados aquí, ambos decorados con un chillón dibujo de marsopas. Camino hasta un gran tablero de madera que enlista “El reglamento de la zona de vestigios de Son My”: “No está permitido que los visitantes introduzcan pólvora, sustancias reactivas o flamables, veneno ni armas en el museo. De igual manera, se les pide informen y detengan cualquier manifestación negativa hacia esta reliquia histórica”. Las divisiones del territorio están marcadas por una serie de altas y susurrantes palmeras, senderos empedrados, setos podados en forma de cubos y estatuas, desgarradoras estatuas: impresionantes campesinas destripadas a tiros, niños suplicantes, puños alzados en desafío. Estas son las primeras muestras de escultura comunista que he visto que no producen un impulso instantáneo de derribarlas con un martillo neumático. Mientras, mi padre estudia una lápida que enlista los nombres y edades de algunas de las víctimas de Son My.
     “Según tú, ¿qué le falta a la lista?”, me pregunta cuando me acerco.
     Una de las columnas de edades de las víctimas reza así: 12, 10, 8, 6, 5, 46, 14, 45. La mayor parte son mujeres. “No hay hombres jóvenes”.
     “Eso es porque ninguno de los jóvenes estaba ahí. Ésta era una aldea del Vietcong”.
     “Papá. Papá”.
     “Es sólo una observación. Todo esto probablemente fue una misión de venganza. De hecho, sé que lo fue. Probablemente dijeron, ‘Vamos a darles una lección’, y masacraron a todos. Lo cual implica una ligera violación a toda ley y regulación moral, escrita, militar y civil”.
     Mientras caminamos hacia el museo, noto que las palmeras están marcadas con pequeñas placas que señalan los aún visibles agujeros de bala que los soldados dispararon durante la matanza. (“¡Matemos unos cuantos árboles!”, era, entre los soldados estadounidenses en Vietnam, el equivalente de “¡Fuego a discreción!”) “Jesucristo”, dice quedamente mi padre, deteniéndose a mostrarme en una palmera un agujero de bala en forma de telaraña. Su rostro se vuelve espectral. “Quinientas personas…”
     El museo está lleno de turistas, en su mayoría ancianos europeos, y todos dan vueltas, mirando las vitrinas, con algo como terror cósmico pintado en el rostro. Miro la fotografía de un hombre que ha sido arrojado a un pozo, el brillo de su cerebro en el agujero abierto en su cráneo, y siento que el mismo terror se apodera de mi cara. Más fotos: un hombre muy flaco partido en dos por el fuego de ametralladoras, una mujer con sus propios sesos en un ordenado montoncito al lado de su cuerpo. En la sala de al lado hay una galería, un fichero de perpetradores de My Lai, enormes ampliaciones de malas fotocopias, con los pixeles del tamaño de monedas de diez céntimos. Que consten sus apellidos: Calley, Hodges, Reid, Widmer, Simpson y Medina, durante su juicio en la corte marcial, en el que fue exonerado. (La mayor parte de
los hombres directamente responsables de los crímenes
de My Lai habían sido exonerados cuando la historia salió a la luz; el brazo de la justicia militar es especialmente corto, y nunca fueron enjuiciados.) También hay fotos de Lawrence Colburn, Hugh Thompson y Herbert Carter. Los dos primeros eran parte de la tripulación de unos helicópteros que lograron aferrarse a lo que les quedaba de humanidad y sacaron de ahí a un puñado de civiles durante la carnicería. Del último se dice que se metió una bala en el pie durante la matanza para no participar; fue la única baja del lado estadounidense durante la operación. Las medallas que acreditan como héroes de guerra a los soldados Colburn y Thompson también se exhiben, aunque más discretamente.
     Veo a mi padre escabullirse con Hien, ambos lucen grisáceos, golpeados, y voy tras ellos cuando escucho a mis espaldas una voz con fuerte acento alemán exclamar, “He estado en Auschwitz, y es conmovedor, pero esto es mucho más conmovedor, ¿ja?” Las personas a la que se dirige esta mujer alemana son canadienses.
     “¿Qué dice, perdón?”, musito apenas audiblemente.
     Me mira sin disculparse. Lleva un collar de grandes cuentas de jade que venden en las calles. “Más conmovedor. Por la vida. La vida que rodea este lugar”. Ondea las manos, largas y delgadas manos de esqueleto, mientras los canadienses aprovechan para salir a hurtadillas.
     Aunque estoy bastante convencido de que se trata en cierta forma de una “actitud negativa”, no la reporto. Salgo de la sala sin decir palabra. Encuentro a mi padre y a Hien parados a la orilla de la zanja en la que muchas de las víctimas de la matanza fueron arrojadas. Cerca hay un mural estilo Guernica con helicópteros que salpican muerte y soldados estadounidenses de rostro malvado que se abalanzan sobre mujeres y niños vietnamitas indefensos. La zanja no es particularmente profunda, larga o ancha, y está cubierta de maleza casi por completo.
     “¿Por qué un hombre”, dice Hien, “como Calley, mata, y otro, como Colburn, trata de impedirlo? ¿Cuál es la diferencia?”
     Mi padre tiene la vista fija en la zanja. “Es solamente… guerra”, le contesta a Hien. Hien asiente, pero sé que la respuesta no le satisface. A mí no me satisface. Y tampoco, al parecer, a mi padre. “Creo que a lo que se reduce esto”, continúa, inquisitivamente, “es a la disciplina”. Cuando Hien se aleja, mi padre se soba el pecho sobre la camisa. “Me duele el corazón”.
     “Claro”, le digo.
     “He visto a los marines estadounidenses vengarse, pero sólo mataban hombres, no mujeres y niños. Es horrible. Cuando llegamos aquí éramos… ¡éramos como cruzados! Íbamos a ayudar a la gente. Les íbamos a dar una vida mejor, íbamos
a traerles democracia. Y la manera en que lo hicimos fue tan moralmente…” Suspira, se frota la boca, sacude la cabeza, todos los gestos que buscan darle sentido a las palabras. Pero no es posible. My Lai sucedió dos años después de que mi padre saliera de Vietnam. La guerra de Vietnam de 1966 no era la guerra de Vietnam de 1968, que ya para entonces había segado las vidas de campos y campos llenos de hombres y de buena voluntad, incluyendo las de quienes habían originado y planeado esa guerra. Kennedy, McNamara, Johnson: en 1968 todos habían caído. Pienso en la historia que mi padre me contó una vez, sobre cómo le pidieron que transportara a un prisionero del Vietcong en helicóptero a la aldea de Tam Ky. Lo describió como un “muchachito aterrorizado, muerto de miedo, amarrado, pero que aún se retorcía, resistiéndose. Y luchó, y luchó, y luchó durante 45 minutos. Sabía que iba a ser arrojado del helicóptero. Lo sabía. Así que llegamos a Tam Ky, y me preguntaron, ‘¿Qué aprendiste?’ Y respondí, ‘Aprendí que este muchachito quiere matarme porque pensó que lo iba a aventar del helicóptero’. Y maldita sea, en un momento dado estuve a punto de hacerlo”. Y ambos reímos, forzadamente. Historias de guerra. Mi padre no habría sido capaz de arrojar a un hombre atado de un helicóptero, bajo ninguna circunstancia. Pero me lo imagino –me imagino– aquí en My Lai en los primeros instantes de la terrible situación de ese día, la malvada disponibilidad del gatillo haciéndose presente en las mentes de amigos y camaradas, y no me gusta el abanico de posibilidades que veo.
     De repente, mi padre alza la mirada de esta miserable zanja y la posa en un verde pastizal vecino. “Ojalá Hien estuviera aquí”. ¿Había encontrado, finalmente, una mejor respuesta a su pregunta de por qué algunos hombres se limitan a matar mientras que otros piensan en salvar vidas? Pues no. Quiere saber si lo que está sembrado allá es maíz o trigo o qué.
     ●
     ¿A qué se dedica tu padre?
     Una pregunta que se le hace a los jóvenes todo el tiempo. En particular, las mujeres se lo preguntan a los muchachos, supongo que con la idea de una especie de astrología secular. ¿Quién serás en diez años más?, y, ¿quiero ser parte de ello? La creencia común es que todo joven, como el lloroso Jesús de Getsemaní, tiene dos opciones en relación con su padre: rechazo o emulación. En algunos aspectos mi padre y yo no podemos ser más distintos. Si bien heredé su sentido del humor, su amor por la lealtad y su espalda licantrópicamente velluda, soy digno hijo de mi madre en todo lo que tiene que ver con las cosas prácticas y emocionales. Soy un desastre con el dinero, lloro por cualquier cosa, y en general, siento antes de razonar. Puedo adivinar las reacciones de mi madre porque tengo su corazón. Mi padre sigue siendo más misterioso para mí.
     ¿Qué hace mi padre? Siempre he respondido lo siguiente: “Mi padre es de la Marina”. Lo cual, casi siempre, me hace acreedor a un gesto de conmiseración. Mas lo cierto es que mi padre y yo nos llevamos bien. No ha sido siempre así: mantuve un sólido promedio de “D” (apenas aprobatorio) en el instituto, él opinaba que mi decisión de ser escritor (al menos al principio) era un pasajero desvarío de soñador, y engastados en nuestra historia quedaron varios Chevys chocados y provisiones de mariguana descubiertas. Pero siempre hemos estado cerca. A medida que envejezco, me he dado cuenta de que los problemas que muchos de mis amigos tienen con sus padres, las animosidades y desilusiones, conservadas por tanto tiempo en los residuos de la adolescencia tardía, de pronto son dejadas de lado por ambas partes. Pero mi padre y yo, si acaso, nos hemos acercado más, aunque lo entienda cada vez menos.
     Mi padre es un marine. Pero cuán pobremente lo describe esa palabra. No es alto, pero es tan delgado que lo parece. Su cabeza tiene exactamente la forma de un huevo, lo que motivó el apodo que mi hermano y yo le pusimos: Cabeza de huevo. (Y sin embargo, nada explica los sobrenombres que nos dio: Tiña y Remo.) Tiene un caminar de pato, una extraña mezcla de torpeza y determinación, con los grandes pies apuntando hacia afuera en ángulo de cuarenta y cinco grados. (Acostumbraba burlarme de él por su forma de andar hasta que una novia que tuve me hizo notar que yo camino exactamente igual.) Así pues, mi padre no es ningún Gran Santini2, ningún paladín de la hombría avasallante. Por ejemplo, cuando era niño, en los juegos de baloncesto del barrio, en nuestra cochera, mi padre lanzaba tiros libres dignos de una abuelita. “Besos y abrazos” era su frase al llevarme a dormir. Sin reparar en ello, seguía besando a mi padre cuando ya estaba en el instituto, hasta que algunos amigos me cacharon y se burlaron de mí: “¿Le das besos a tu papá?” Pese a ello, peleábamos todo el tiempo. No me refiero a discusiones. Eran peleas en serio. Con frecuencia le anunciaba mi llegada dándole un puñetazo en el hombro, a lo que él reaccionaba haciéndome una llave inmovilizadora hasta que cantaba una canción, que durante años creí que él había inventado: “Why this feeling?/ Why this joy?/ Because you’re near me, oh you fool./ Mister Wonderful, that’s you”3. El tormento no era únicamente físico. Cuando era muy niño mi padre me decía que él había inventado los árboles, y luchado en la Guerra Civil, y reía hasta que se le saltaban las lágrimas cuando mis maestros llamaban a la casa para reprenderlo. En correspondencia, mi hermano y yo simplemente no le dábamos tregua al pobre hombre, vertíamos un jarabe laxante en su café cuando iba para el trabajo y cargábamos sus cigarros con finas astillas de madera de pino barnizada que explotaban después de unas cuantas caladas. Una de ellas tronó durante una junta en su banco, otra, mientras manejaba a la iglesia, lo que lo mandó de un volantazo a la cuneta. Siempre se puso a mano. En el instituto llevé a una muchacha a casa y estaba alardeando en tono sabihondo, cuando mi padre me tiró al piso en donde me retuvo al tiempo que embarraba pizza en mi cara y llamaba a nuestros perros para que me lamieran. No hace falta decir que no hubo una segunda cita con esa chica.

     Pero mi padre es un marine. Puede ser cruel. Después
de una fiesta de instituto que dejó la casa demolida y en la que se robaron nuestros regalos de Navidad, lo busqué para pedirle perdón y decirle que lo quería. “No”, dijo, sin siquiera voltear a verme mientras recogía los vidrios rotos de un portarretratos. “No creo”. Teníamos un gran Diplodocus de peluche llamado Dino, que se transformó en una especie de sillón en el que nos arrellanábamos todos a ver la tele, pues mi padre era de los que se tiraban al piso con sus hijos. Una vez, recargados en Dino mientras veíamos Las arenas de Iwo Jima, le pregunté qué se sentía ser herido. Me miró, agarró la piel de mi antebrazo, y me pellizcó tan fuerte que las lágrimas me dejaron los ojos vidriosos. Contraataqué preguntándole con muy poco tacto si alguna vez había matado a alguien. Tenía diez, once años, y mi fría, herida mirada taladró sus ojos; la fuerza de voluntad es una de las pocas pasiones humanas que no son gobernadas por la edad. Él apartó la mirada primero.
     Es un marine. A eso le atribuyo mucho de la completa locura que fue crecer a su lado. Un día disparó una flecha en llamas a la puerta de entrada de la casa de su hermano, nada más porque sí. Cada 4 de julio se daba a la tarea de destruir los botes de basura del vecino rellenándolos de cohetes y un chorro de gasolina, y siempre encendía la mezcla arrojando
     

     dentro, con toda delicadeza, la colilla de un cigarro que se había fumado hasta el filtro. Otro vecino depositó media docena de culebras rayadas en nuestra bañera; mi padre le correspondió llevando las culebras a su casa y colocándolas con toda calma bajo la colcha de su cama. Una vez, durante la cena, Phil Caputo contó una anécdota en la que mi padre manejaba como loco un autobús turístico en Key West, Florida, pisando el acelerador a fondo en un abarrotado estacionamiento mientras sus pasajeros, unos setenta provectos paseantes, gritaban sin parar. Tiempo después me fijé en que Phil no se mudó a vivir a Key West sino hasta principios de los ochenta, lo que convertía a mi padre en un falso conductor de autobuses de cuarenta años de edad.
     Entré al Cuerpo de Paz después de la universidad y pronto me di por vencido. La casa de la desilusión paterna tenía muchas habitaciones, e incluso hoy no soporto muy bien la relectura de las cartas que me envió cuando preparaba mi regerso a casa. Son cariñosas, son crueles, son las cartas de un hombre que ama fieramente a su hijo, y cuyo pasado es tan doloroso que olvida, a veces, que el sufrimiento es una desgracia que algunos nos vemos forzados a experimentar, y no una necesidad humana. Pero, ¿qué he hecho con mi vida? Me he transformado en un escritor muy interesado en los temas del sufrimiento humano. Y últimamente pienso que ése ha sido mi intento de acercarme a algo de lo que mi padre vivió.
     Durante la guerra en Afganistán, me quedé varado en Mazar-i-Sharif con muy poco dinero y en compañía de un amigo, Michael, un periodista danés al que había seguido mientras se adentraba en la guerra. Aunque yo llevaba todas las credenciales necesarias, la patrulla fronteriza uzbeca nos rechazó tres veces seguidas. El dinero apenas nos iba a alcanzar para unos días, y con las tarifas de taxi de Mazar a la frontera a cincuenta dólares el viaje, nos estábamos quedando sin opciones. Llamé a mi padre con el teléfono satelital que me prestó un periodista de la Associated Press. Era la víspera de Navidad en Michigan y él y mi madrastra estaban solos, tal vez esperando una llamada mía o de mi hermano. Mi padre no tenía idea de que yo estaba en Afganistán, pues le había prometido quedarme en Uzbekistán. Contestó después de un solo timbre, con la voz coloreada por la alegría.
     “Papá, escúchame por favor, porque no tengo mucho tiempo. Estoy aquí atorado en Afganistán. Me quedé sin dinero. Necesito que hagas algunas llamadas, ¿me escuchas?”
     En la línea no se oía más que una débil, fría estática.
     “¿Papá?”
     “Sí te oí”, musitó.
     En este punto, al escucharlo, sentí que los ojos me ardían. “Creo que estoy en problemas”.
     “¿Te hirieron?”
     En un instante pasé de un infantil gimoteo a casi reírme. “Nadie me hirió, papá. Sólo estoy preocupado”.
     “¿Estás hablando en clave? Dime dónde estás”. Su pánico, perfectamente preservado luego de atravesar nubes y el espacio y las tripas digitales de una pequeña luna de metal, relampagueó y me golpeó con toda la fuerza de una voz que se oye de cerca.
     “Papá, no estoy prisionero, estoy…” Pero ya se había ido. La línea quedó silenciosa, el satélite se había deslizado en alguna nebulosa de interferencia que cortaba la comunicación. Decidí no pensar en el estado en que mi padre había pasado el resto de las fiestas navideñas, aunque más tarde supe que las había pasado derrumbándose. Y por un corto período, al menos, lo inimaginable se había vuelto mi vida, no la suya. Yo era él, y él, yo.
     ●
     Mi padre y yo caminamos por una playa de brillo cegador en la ciudad de Qui Nhon. La noche anterior bebimos galones de cerveza Tiger, y me pongo a comparar nuestras constituciones. Mi padre ingiere una fracción de lo que acostumbraba, pero aún posee la férrea disposición que todo alcohólico necesita si busca vivir de esa manera. Yo me veo y huelo como si hubiera pasado la noche en el orinal de un manicomio, y él se ve y huele como si hubiera dormido quince horas en un mágico lecho de flores. Recuerdo las diversas ocasiones en que, durante la infancia, vi a mi padre triunfalmente insensato después de una botella de Johnnie Walker Red, vestido tan sólo con ropa interior y una chamarra, saliendo a palear un poco de nieve a las tres de la madrugada.
     Horas más tarde, lucía sonrosado y silbaba al anudarse la corbata para ir a trabajar. Constitucionalmente, no pertenezco a la prole de este hombre, y aquí en la playa me palmea la espalda mientras las arcadas me sacuden en medio de unos matorrales.
     Qui Nhon es donde mi padre desembarcó junto con otros mil marines en abril de 1965, un mes después del despliegue, en Danang, de los primeros soldados norteamericanos enviados al sureste de Asia explícitamente como tropas de combate. Los batallones de abril fueron asignados al mando del general William Westmoreland, quien buscaba combatir directamente al Vietcong. Los soldados ya no soportaban montar guardia, impotentes, en aeropuertos, hospitales y antenas de radio, sino que iban a cazar y matar insurgentes del Vietcong. (El plan falló. Un cálculo sostiene que casi el noventa por ciento de las refriegas derivadas de las tácticas de búsqueda y destrucción fueron iniciadas por las tropas enemigas.) Muchos esperaban una victoria rápida, pues todo el mundo sabía que el Vietcong y el ejército de Vietnam del Norte no podrían hacerle frente a la superior potencia de fuego de los Estados Unidos. Otros se prepararon para una lucha larga y cruenta. Mi padre, como casi todos los jóvenes soldados de la época, pertenecía al primer grupo.
     Nos toma quince minutos de peinar la playa encontrar el lugar exacto de su desembarco: una delgada fila de palmeras en la costa, milagrosamente inalterada desde 1965, lo transporta en la memoria. Nos quedamos parados, mirando al mar interminable, bajo un negro enrejado de sombras proyectadas por las grúas y andamios del hotel que se construye a unas docenas de yardas. Le hago algunas preguntas, pero me pide amablemente que lo deje solo por un momento. Al instante me doy cuenta de mi error. Ahora no puede hablar, mira fijamente al océano con una mezcla de confusión y reconocimiento. Me quedo callado. Aquí es donde nació el hombre que conozco como mi padre. Es como si se contemplara a sí mismo a través de un velo ensangrentado de recuerdos.
     “Nos dijeron que iba a ser un desembarco de combate”, dice luego de un rato. “Y que esperáramos lo peor. Los barcos en los que veníamos estaban inundados, y las balsas de desembarco y los vehículos anfibios partieron. Tocamos tierra, armados de pies a cabeza, amartillados, atrapados, listos para ir a la guerra. Teníamos tanques y camiones y Ontos”.
     “¿Ontos?”
     “Vehículos de carga ligera montados con seis fusiles sin retroceso. Disparan todo tipo de municiones. De las que atraviesan armaduras. Antipersonales. ‘Willy Peter’, que es fósforo blanco, una de las cosas más mortíferas con las que te pueden dar. Cuando el cartucho explota, rocía fósforo blanco, y si le echas agua, lanza una llamarada al instante. Se alimenta de oxígeno, y tienes que cubrirlo de lodo para apagarla. Bonita arma”.
     “¿Cuántos años tenías con ese arsenal a tu disposición?”
     “Veintitrés. Era líder del pelotón. Pero también era el comandante de la compañía, y tenía a toda la infantería y la gente de pertrechos a mi cargo. Posiblemente era uno de los comandantes de compañía más jóvenes en Vietnam, si no es que el más joven”. De este hecho, puedo decirlo, aún se enorgullece.
     “Todo el mundo nos vitoreaba. Era maravilloso. Ésa es mi mayor frustración cuando platico con gente que no estuvo aquí. Me dicen que realmente nadie quería que viniéramos a Vietnam. Pues te puedo asegurar que nos recibieron con los brazos abiertos”.
     “¿Cuándo se echó a perder la cosa?”
     Señala las colinas más allá de Qui Nhon; una arcadia de agrestes y hermosos triángulos de jade aterciopelado y afilados espolones de desnudas rocas blancas, con algunas cascadas blancas que caen centelleando. “Se ven bonitas, pero descubrimos que los Vietcong estaban justo ahí. Sólo les tomó dos días abrir fuego. Éramos tan novatos, que al principio nos disparábamos entre nosotros. Un muchacho –fue una tragedia– se quedó dormido en su guardia y se dio la vuelta en la trinchera. Al despertar, vio gente y disparó sin pensar. Mató a los otros tres soldados de su unidad”.
     En Vietnam, y especialmente durante las primeras operaciones, los soldados estadounidenses experimentaron un estilo de combate caóticamente distinto del que conocían. No había territorio que tomar, ni frente que defender, y pocas oportunidades para la gloria en la elección de rutas del enemigo. Las batallas al descubierto fueron escasas y aisladas en el tiempo, y los combatientes enemigos todo el tiempo se disolvían en la jungla sólo para reaparecer, en las mentes de los cada vez más (con toda razón) nerviosos soldados, bajo la forma de aldeanos supuestamente inocentes.
     En el camino hacia la aldea de Tuy Phuoc, le pregunto a mi padre acerca de la ruptura entre el tipo de combate para el que fue entrenado y el tipo de lucha que los Vietcong lo forzaron a emprender. “Los Vietcong no se nos acercaban”, afirma. “No tenían el poder de fuego necesario. Y sabíamos que si se nos enfrentaban, iban a perder gente, equipo, pertrechos. Así que mejor la agarraban contra nuestras patrullas”. Está agitado, y se asoma con fría determinación por la ventanilla. Tuy Phuoc es la aldea donde lo hirieron.
     Señala los rieles contiguos a la carretera, asentados en un montón de tierra comprimida de unos ocho pies de alto. “¿Ves eso? Ahí detrás nos ocultábamos, como una posición fortificada”. Y emite una risita.
     “¿En cuántos tiroteos participaste?”
     “Una docena, veinte. Podían durar desde diez segundos hasta dos horas. Luego los Vietcong se detenían y desaparecían. Perdimos muchísimos tratando de salvar a nuestros heridos y recuperar los cuerpos. Y ellos lo sabían. Sabían que seguiríamos haciéndolo. Así murió Walt Levy, ya sabes: tratando de arrastrar a un soldado herido fuera de un arrozal”.
     “Te noto ansioso. Estás sudando”.
     “¿De veras?” Se toca la sien, una laguna de sudor. Rápidamente se limpia los dedos en la camisa. “Bueno, quizá un poco”.
     “¿Qué piensas de los Vietcong ahora?”
     Observa su cámara mientras le da vuelta entre sus manos. “Todos éramos soldados. Sufrieron terriblemente, sabes, en comparación con nosotros. Eran gente valiente. Comprometida con su país. Nosotros, de algún modo… perdimos eso”.
     “Lo siento”, le contesto, para mi sorpresa.
     “Sí. Yo también”.
     Tuy Phuoc es menos una aldea que una serie de islas dispersas en una gran llanura que en este momento está completamente inundada por la estación de lluvias. Conducimos en medio de esas islas por una larga y recta carretera que se abre paso en el agua invasora por apenas unas cuantas pulgadas. Cada isla es un pequeño nodo de vida al estilo de una familia suiza, como la de los Robinson: una casa modesta, una desvencijada cerca de madera, un patiecito arenoso lleno de charcos, una pequeña dársena con una barca de madera amarrada. Bolsas de plástico y viejas cámaras desinfladas de llanta de bicicleta de oscuro significado cuelgan de las ramas de muchos árboles. Mi padre menciona que hace cuarenta años todas esas casas eran cabañas de juncos. Hien irrumpe para afirmar, con cierto orgullo, que el gobierno ha estado construyendo y modernizando todas las aldeas de Vietnam desde que la guerra terminó, en 1975.
     El camino es estrecho y está lleno de peatones; arriba, el cielo parece un espacioso y gris cementerio de nubes muertas. El agua estancada que nos rodea tiene el color del té donde es más profunda, y verde en los charcos superficiales. “Aldeas del Vietcong”, dice mi padre de pronto, abarcando con la mirada las islas de Tuy Phuoc. “Todas éstas”. Finalmente nos estacionamos cuando el camino está demasiado inundado para continuar y nos quedamos al lado del carro. Mi padre cree que fue herido quizá unos cientos de yardas adelante del punto en donde nos vimos forzados a detenernos. Luce notoriamente nervioso y enciende un cigarro para distraerse. En ambos lados de la carretera hay grupos de vietnamitas. Se llaman de un lado a otro del agua, saludando y riéndose. Cada tantos minutos algún valiente se lanza a la carga con una moto acuática por las aguas estancadas, y el agua se divide tras las ruedas con mosaica inmediatez.
     Por lo que veo, Tuy Phuoc no es precisamente un pueblo turístico, y en general, la gente nos deja solos. Pero casi todos se nos quedan mirando. Los aldeanos son de baja estatura, llevan la ropa húmeda y la piel bronceada hasta un punto vagamente insalubre. Las mujeres sonríen, los hombres saludan inclinando la cabeza amablemente, y los niños corren hacia nosotros antes de pensarlo mejor y esconderse tras las piernas de sus madres.
     “¿Quieres contarme lo que pasó?” Mi frase es más que nada una cortesía, pues sé qué fue lo que pasó. Le dispararon –en la espalda, nalga, brazo y hombro– al comenzar una escaramuza al lado de la carretera, y un soldado negro lo arrastró hasta un lugar seguro. Una de las cosas que desde hace mucho admiro en mi padre es su ausencia de animosidad racial; un rasgo bastante inusual entre los hombres de la Michigan rural. Siempre lo he atribuido al soldado negro que salvó su vida. De la misma manera, le adjudiqué mi juvenil estridencia en asuntos raciales –siempre estaba saltándole al cuello a los invitados de mis padres o amigos del instituto cuando la palabra nigger hacía su desagradable entrada en escena– al misterioso salvador.
     “Estábamos en una misión de búsqueda y destrucción”, explica mi padre. “Entramos a Tuy Phuoc en caravana. Luego de veinte minutos de manejar vimos que el camino estaba bloqueado por un enorme montón de tierra. Sabiendo el tipo de misión en la que estábamos, y con el Vietcong obviamente enterado de que veníamos, estábamos en plena alerta. Yo estaba en la vanguardia de la caravana y llamé a los ingenieros. Iban a volar el montículo y reconstruir el camino para que pudiéramos continuar. Llegaron unos quince hombres y me volví para hablar con el sargento de artillería de la primera compañía de infantería cuando el montículo explotó. Lo habían rellenado con un montón de acero y metralla. La única razón por la que sigo aquí es que me di vuelta para hablar con el sargento de artillería. Me acuerdo que le dije, ‘Gunny, voy a regresar para traer más equipo’. Ya sabes, palas y cosas así. La bomba le dio a Gunny en la cara, y yo salí volando. Caí y traté de levantarme. No pude. Había gente tirada por todos lados. Creo que hirieron a unos quince. Sólo murió Gunny. El sargento de mi pelotón me jaló hasta una zanja, me vendaron de emergencia, me atascaron de morfina y nos sacaron en helicópteros. Estaba muy jodido, en estado de shock. Tenía doscientas heridas. Las contaron. Mi brazo izquierdo fue el más afectado por el estallido. Creí que me lo iban a amputar. Así acabó mi guerra, al menos por un tiempo”.
     “Un momento”, lo interrumpo. “Creí que te habían disparado”.
     “No, nunca me dispararon. Y por mí, está bien”.
     “Pero ésa no es la historia que tú me contaste”.
     Me mira. “No creo haberte contado nunca esa historia”.
     “Y entonces, ¿por qué recuerdo que te dispararon, y que un soldado negro te llevó a rastras para salvarte”.
     “No tengo idea”.
     “¿El sargento que te jaló hasta la zanja era negro?”
     “No creo. La verdad, no me acuerdo”.
     Mi padre trae la camisa arremangada, y me fijo en su brazo izquierdo. Increíblemente, nunca antes noté el sombreado de tejido cicatricial que recorre su antebrazo, o lo delgado que es su brazo izquierdo comparado con el derecho. Pese a esto, muchas veces me detenía a ver las cicatrices de un rosa encendido, del tamaño de una moneda de cinco céntimos en su bíceps y en el homóplato, el pequeño relámpago queloide en su cuello. De niño, me quedaba viendo esas heridas evidentes y, a veces, incluso las tocaba, y mis deditos despertaban al sentir su textura tan distinta, como de hule. Pero ahora debo admitir que en realidad no recuerdo a mi padre contándome que le hubiesen disparado, ni que un soldado negro le hubiese salvado la vida. Recuerdo haber contado esa historia, pero no que me la contaran a mí. En algún punto, la anécdota simplemente aparece en mi mente. ¿Por qué la inventé? ¿Porque hacía de mi padre un héroe? En la emergencia del crecimiento todos necesitamos héroes. Pero el padre con el que crecí
no era un héroe para mí, no en ese tiempo. Estaba demasiado herido en la cabeza, demasiado eterna, terriblemente triste. Demasiado divertido, explosivo, confuso. Los héroes no son complicados. Tal cosa los lleva a hacer tal otra. El heroísmo activo de mi soldado negro imaginario transformaba a mi padre en un héroe pasivo; se acurrucaban a orillas de un camino en el Vietnam de mi imaginación, envueltos en nitroglicerina, el explosivo de la caballerosidad. La historia le daba sentido al sinsentido. Pero la guerra no tiene sentido. La guerra hiere sin ton ni son a todo el mundo y los derriba en la línea. Una bolsa para cadáver no solamente le queda bien al cuerpo que acaban metiendo en ella. Tome los 58,000 soldados norteamericanos caídos en Vietnam y multiplíquelos por cuatro, cinco, seis; sólo entonces comienza uno a darse cuenta del daño que esta guerra hizo. (Haga partir su proyección de los dos millones de vietnamitas asesinados y contemple, por vez primera, un continente entero de pérdida.) La guerra, cuando es necesaria, es indescriptible. Cuando no es necesaria, es imperdonable. No es una oportunidad para el heroísmo. Lo es solamente para la supervivencia y la muerte. Ver la guerra de cualquier otra manera tan sólo garantizaba su inevitable reaparición.
     ●
     Miro a mi padre, que sigue fumando y husmeando por ahí. De pronto, luce muy viejo. No es que se vea mal. De hecho, está en mejor forma física que yo, pero nunca lo he visto tan viejo. Su cuello ha comenzado a aflojarse y colgar, sus ojos se ven más grandes y amarillentos, el largo vello lobuno en la base de su garganta está canoso. Yo tengo 29, seis años más que mi padre cuando fue herido. ¿Realmente puedo conocer al muchacho que salió volando por los aires, desgarrado por una bomba-trampa? ¿Puedo llegar a conocer a este hombre, que sigue volando, y de algún modo, sigue desgarrado? A fin de cuentas, nuestras vidas son sólo parcialmente nuestras. Las partes de nuestras vidas que cambian más son las que inciden con mítica intensidad en las vidas de nuestros seres queridos: nuestros padres, nuestros hijos, nuestros hermanos y hermanas. Cuando esas historias se traslapan, cambian, pero no decidimos cómo, ni por qué. Una por una, nuestras historias nos son arrebatadas, arrojadas a las zanjas de la memoria humana compartida. Se salvan, pero cambian. Un día, mi padre desaparecerá, sólo quedarán
las partes de él que recuerdo y las historias que me contó. ¿Qué tanto más acerca de él no he entendido del todo? ¿Qué me ha faltado preguntar? Y ahora que lo veo, no quiero
que se vaya nunca. ¿Por qué tenía que perderlo?, quiero saber de pronto. Porque quiero que siempre esté aquí. Nos queda demasiado que hablar.
     Por fin, un vietnamita descalzo se acerca a saludar. Sus piernas y brazos lampiños son tan delgados y morenos que parecen tallados en madera de teca. Al ver que mi padre y él se dan la mano y (con ayuda de Hien) se ponen a platicar, me doy cuenta de que tendrá aproximadamente la misma edad que mi padre. De hecho, no es inverosímil suponer que este mismo hombre pudo haber instalado la bomba-trampa que casi mata a mi padre. Pero su solar simpatía no es fingida, y bajo su insistente calidez emocional puedo sentir cómo la incomodidad de mi padre se suaviza y languidece. Al poco rato ambos ríen al unísono.
     Escucho a mi padre y a su nuevo amigo vietnamita hablar respetuosamente sobre el pequeño gran tema de haber tomado las armas contra el otro cuando eran jóvenes: sí, mi padre ya había estado antes en Vietnam; no, el vietnamita no siempre ha vivido en Tuy Phuoc. Su conversación se desliza hacia un silencio lleno de tacto, y ambos asienten y miran al otro. Con una sonrisa, el hombre de pronto le pregunta a mi padre qué lo trae a Tuy Phuoc, ya que es una aldea alejada del mundanal ruido. Por largos momentos mi padre piensa qué respuesta darle, mirando las nubes bajas y grises, entre las cuales asoman algunos pequeños trapezoides de azul. Finalmente se dirige a Hien, “Dile… Dile que, hace muchos años, me hirieron aquí”. 
     ●
     Una vez, mientras cazábamos perdices, actividad que no era de mis favoritas, mi padre me abandonó luego de que yo no quise seguir adelante si no me daba una barrita de granola. Se negó, dejé de caminar, y se fue. Yo tendría unos doce años. Era un frío día de otoño, hojas embrujadas amarillo-anaranjadas se arremolinaban a mi alrededor, y, a medida que los momentos se transformaban en minutos y los minutos en horas, sentado en un tronco, empecé a perder la esperanza. Los árboles se hicieron más altos, el aire, más frío; el bosque era un interminable espejo orgánico de mi miedo. No recuerdo cuánto tiempo estuve solo. Al oscurecer, cuando ya había alzado el cuello de mi abrigo y me había enroscado en una bola indefensa en la tierra, mi padre apareció en medio de los arbustos en un sendero distinto al que había tomado al dejarme, y me alzó en brazos. Estaba llorando. Había “dado algunas vueltas”, dijo rápidamente. No se había perdido. Mi padre nunca se perdió. Era un soldado. No dijo nada más; yo tampoco. Lo abracé, él me abrazó, y me llevó cargando fuera del bosque. ~
     

     –Traducido por Una Pérez Ruiz
     Este texto se publicó originalmente en Harper’s Magazine.
La novela más reciente de Tom Bisell,
The Father of all Things, será publicada por Pantheon.

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