Gentile de Fabriano, artista precursor de la escuela pictórica veneciana, de quien no se sabe cuándo nació pero sí que murió en Roma en 1427, compuso un retablo de cuatro cuadros que fue propiedad de los Borgia y hoy se puede admirar en la Pinacoteca Vaticana. Las cuatro imágenes componen, como en un historieta “a lo divino”, la secuencia narrativa de la vida de un santo del catolicismo. En la parte superior el primer cuadro muestra a un niño al que bañan dos mujeres, mientras la madre, en una habitación al fondo, contempla la escena desde el lecho del reciente parto. Los otros tres íconos, en la parte inferior del retablo, presentan tres episodios, tres milagros de la vida adulta del protagonista, de los cuales el segundo, el que ocupa el lugar central y es el más dinámico y espectacular de los cuatro, lo muestra literalmente volando desde un cielo de tormenta para socorrer a los marineros de un navío en trance de naufragio y acechados por monstruos: un negro chachalote, una negrirrubia sirena, que, ciertamente en la época era considerada como una criatura maligna, y unos extraños peces de tonalidad fantasmal. En ese ícono central —pintado con detalles realistas que fuertemente dramatizan la situación: un horizonte de oscuro celaje pesa sobre el navío, los tripulantes arrojan el cargamento por la borda para salvar sus vidas, el viento ha desgarrado las velas, el cachalote y la sirena rondan en acecho de la carne humana, y se diría que se oye aullar el viento— hay una anacrónica, por adelantada en siglos, primera aparición de Superman, el superatlético y volador héroe que en el siglo XX efectuaría mil y una humanitarias hazañas continuamente cronicadas y celebradas por las historietas gráficas y el cine hollywoodense. El no alado pero volador héroe pintado por De Fabriano parece llevar una aleteante capa roja… ¡pero no!, miremos bien: es un manto obispal, pues el personaje, que, tras el vertiginoso transcurrir de la historia por no pocos siglos y con ayuda del mágico soplo de la leyenda, vendría a ser nadie menos que, según países y culturas, Santa Claus o Papá Noel o el Viejito Pascuero (es decir: de las Pascuas) o simple y llanamente San Nicolás, resulta que es, históricamente hablando, nadie menos que San Nicolás de Bari (¿años 280-350?), obispo de dicho lugar y hombre efectivamente santo que acudía, con su gran fortuna y sus muchos atributos de milagrero a socorrer a pobres, a gente en desgracia y, particularmente, a niños y jóvenes desvalidos y maltratados por canallas o por catástrofes naturales. El hombre producía milagros encomiables, como hacer que aparecieran monedas de oro en los lechos de jóvenes casaderas y sin dote, o resucitar a tres muchachos a los que malandrines habían degollado, descuartizado y puesto en barriles de salmuera, o ejercer de aérea patrulla marina de salvamento, como quedó visualmente atestiguado por el ícono mayor del retablo de Gentile de Fabriano.
De “Sinter Klass” a Santa Claus
Desde el siglo IV, la persona vagamente histórica pero gravemente sacerdotal y sin duda catoliquísima de San Nicolás de Bari iría convirtiéndose en el popular, mágico y mítico personaje que en la época medieval ya se fortalecía del culto de los católicos de Europa, sobre todo los de Italia (cuya ciudad de Bari, a partir del siglo XI, habría de acoger, perpetuar y rendir honores a sus sagrados huesos), pero además, gracias a uno de esos afortunados desvíos de la línea histórica, San Nicolás se hizo popular también fuera de Bari y e Italia y colectó fans en algunos países de origen germánico como Holanda y Alemania. Los iniciadores del culto de San Nicolás fueron los marineros holandeses y los ciudadanos de Amsterdam, que lo adoptaron como su patrón tutelar (es decir que este a su vez los adoptaría como sus protegés), y cuando algunos de ellos fundaron en América la Nueva Amsterdam, que hoy es la isla Manhattan, el buen San Nicolás se norteamericanizó y empezó su carrera cosmopolita. En el principio de este fenómeno se halla el escritor estadounidense Washington Irving (1783-1859), que en su libro de 1835 La historia de Nueva York según Knickerbocker (conocido en ediciones en español como Historias del antiguo Nueva York) cronicó los usos y costumbres de los inmigrantes holandeses. Y tal libro motivó una estampa de San Nicolás como hombre panzón, coloradote, blanquibarbado, fumador de pipa, bebedor de ríos de cerveza holandesa y ya no con su ropaje de obispo, sino con la ropa común de allí y de ese tiempo, más un sombrero casi mosqueteril de ala amplia y una capa casi española; un hombre que, más parecido a un exuberante Falstaff que a un jerarca eclesiástico, sonreía con una sana y casi insolente simpatía. Irving confería a este reciclado personaje, al que los inmigrados holandeses apodaban “Sinter Klass” y los norteamericanos lo adoptaban pronunciando Santa Claus, el título de Guardián de la Ciudad de Nueva York.
Se había iniciado el mito de Santa Claus, que tanta celebridad y tanto comercio desataría por el mundo.
( Publicado anteriormente en Milenio Diario )
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.