Todas las tardes de verano parvadas de jóvenes estadounidenses descienden al Parque Central de Quetzaltenango. Guiados por sus profesores de español, los chicos y chicas se plantan por turnos frente a alguna persona que distraídamente disfruta el delicioso clima alteño sentada en una banca y sin decir agua va le espetan un “¿cómo te llamas?” con distintos niveles de inteligibilidad. A pesar de que la forma de iniciar la charla va contra todas las normas de la elaborada cortesía guatemalteca, el aludido por lo general responde amablemente y así el joven aprendiz puede practicar la lección del día.
En un momento dado, uno de esos grupos se acerca a un joven con rasgos inconfundiblemente locales sentado a mi lado y una adolescente rubia lo interpela. Tras el intercambio de nombres, la chica le informa que viene del “Norte de Carolina” y le pregunta si él es de Quetzaltenango. Al joven se le ilumina el rostro con una gran sonrisa y le responde en perfecto inglés que él creció en Carolina del Norte, al sur del “triángulo” (una referencia local a la zona alrededor de la capital Raleigh). “Are you visiting here too?” pregunta la chica, y el joven solo acierta a decir que ha debido seguir a su familia cuando ya no les fue posible quedarse en Estados Unidos. En este punto irrumpe la profesora para decirle al muchacho que sus alumnos están practicando su español y solo necesitan repasar las presentaciones y algunas preguntas muy sencillas. Y así, una posible lección sobre los enrevesados circuitos transnacionales que reúnen en los Altos de Guatemala a dos jóvenes que pudieron ir a la secundaria juntos en Carolina del Norte debe sacrificarse para mantener los objetivos del paquete turístico.
Mucho más que en México y quizá más que en cualquier otro país de América Latina, las interacciones entre turistas estadounidenses y europeos y los habitantes de Guatemala suelen ser muy bien administradas, coreografiadas y sujetas al rígido relato de la “autenticidad” de la cultura maya del país. A principios de los noventa, tras el final de la guerra civil, Guatemala se convirtió en el paraíso de los mochileros que exploraron libremente e idealizaron el rústico estado del país, especialmente los multicolores chicken buses, equivalente del mexicano “camión guajolotero”, y la intensa interacción humana que propician. (En la actualidad el romance ha cedido paso al abandono debido a la inseguridad pública y al hecho de que ahora viajan más familias completas de turistas… como la mía.)
Para empezar, el turismo se ha decantado geográficamente. Existe consenso en que uno debe evitar la enorme, caótica y fascinante capital del país y dirigirse sin demora del aeropuerto a Antigua. Aparte de la burbuja aislada del Petén, lugar al que se puede volar directamente desde la capital, el altiplano central, de Antigua a Quetzaltenango, con el Lago Atitlán justo en medio, concentra la casi totalidad del interés turístico y dispone de la infraestructura para alojar y llevar a los visitantes de un lado a otro sin contratiempos.
En segundo lugar, el turismo que arriba a Guatemala parece empapado de una sólida noción del deber. Se va a Guatemala a algo: a exponer a los hijos nacidos de matrimonios mixtos anglo-latinos a la cultura local y al español; a apoyar proyectos de ecoturismo sustentable y/o cooperativas indígenas de producción artesanal; a dividir la visita entre el paseo y el voluntariado en alguna organización no gubernamental, etcétera. En Guatemala son impensables los resorts típicos de Los Cabos y Puerto Vallarta, donde el turista estadounidense no tiene ni siquiera que enterarse de que está en otro país. Por el contrario, en Guatemala es esencial enfatizar ese sentido de diferencia y la contribución del visitante a la comunidad local.
Como todas las buenas intenciones, lo problemático empieza cuando uno se percata de que todo este entramado de turismo socialmente responsable está basado en un relato plano. Guatemala es un país que a los ojos externos aparece como petrificado en una tradición que hay que ayudar a preservar y en un desequilibrio de poder que mantiene a las comunidades indígenas en el completo desamparo. Los sitios que muestran mejor la compleja dinámica de la sociedad guatemalteca contemporánea y sus conexiones globales –especialmente las ciudades y poblaciones con alta migración internacional, como Huehuetenango– suelen quedar fuera del radar.
La paradoja es que la infraestructura necesaria para alojar y movilizar al turismo con conciencia social crea sus propias burbujas y exclusiones. Para viajar entre Antigua, Atitlán, Quetzaltenango y pueblos aledaños, el chicken bus es sustituido por el shuttle, una camioneta que te transporta de puerta a puerta a un precio diez veces mayor que el del guajolotero. No existe un ADO o Greyhound entre ambos. En el Lago Atitlán, el turista se puede hospedar en alguno de los hoteles solamente accesibles por lancha, los cuales ofrecen una cena “comunitaria” entre huéspedes extranjeros, con platillos “internacionales” elaborados con productos orgánicos del área.
En ese río manso de turismo progresista me dejo llevar los primeros días de mi visita a Guatemala. La invaluable certidumbre de llevar a mis hijos por caminos seguros, la comodidad de no tener que andar saltando con maletas de guajolotero en guajolotero como solían hacer mis padres con sus tres hijos a cuestas, y la vista privilegiada del país desde mi balcón frente al lago, pronto es rebasada por una desagradable sensación de culpabilidad ante el conformismo. No mucho de lo que ofrece Guatemala para este tipo de turismo me entusiasma; por ejemplo, la curiosidad antropológica que despiertan los santuarios de la religiosidad guatemalteca, las representaciones de Maximón especialmente, es para mí tan solo el recuerdo de infancia de un santo de madera que echaba humo por la boca en la habitación de una de mis tías. Donde mis compañeros de viaje ven un interesantísimo sitio de sincretismo religioso yo veo una aldea insalubre devastada por el alcoholismo disfrazado de fe.
Sin embargo, lo que más me inquieta es la constatación de que muchas de las jerarquías sociales profundamente enraizadas en la sociedad guatemalteca persisten y se expresan en las interacciones entre los guatemaltecos y sus supuestos benefactores extranjeros; y así observo con los labios apretados cuando la directora estadounidense de una asociación civil de tejedoras kaqchikeles le exige, con un tono impaciente y autoritario, a una de sus miembros que rehaga un diseño que le ha tomado días finalizar.
La conciencia de las contradicciones entre mi condición de turista privilegiado y mi conexión familiar al país amenaza con poner límites a mi capacidad de gozo. Entonces llegan los parientes al rescate…
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.