A las puertas de la gramática
Hay criaturas diminutas que de manera inadvertida se encajan en la lengua, sin visible daño al comienzo pero, como las garrapatas, al pasar el tiempo se van hinchando monstruosamente con la sangre de su víctima, causando cierto estrago.
Podría dar cientos de ejemplos para ilustrar esta teoría macabra; ahora abordaré solo uno, en apariencia ínfimo: el accidentado empleo del artículo indefinido un/una ante palabras de género femenino en cuya a inicial recae el acento, como ágora, agua, ala, alma, anca, ánima, ansia, ara, arma, árnica, arte, asa, haba, harpa y muchas más.
En la labor editorial me he topado por años con expresiones del tipo: “Era un ama de casa normal, hasta que mató a su marido”, “Para mí un agüita de limón, por favor” (nótese que aquí la a inicial ni siquiera es acentuada), “La crisis derivó en un alza de precios”, “Siempre fue un alma caritativa”, etc. Es como si se ignorara que esos vocablos designan cosas femeninas. ¡Por Dios, qué ser más femenino que una buena ama de casa! Tal vez solamente una alma inmaculada o la inocente agua, tan femenil como una virgen, mientras no sea tomada por un huracán, un torrente o una bomba para apagar incendios.
En algunos diccionarios de uso y dudas del español se considera correcto el empleo del artículo masculino indefinido un ante sustantivos como ágata y ave. Nunca se dice por qué. Las reglas gramaticales esenciales se justifican por una lógica funcional, pero ¿debe acatarse sumisamente la norma como dogma? “El uso hace la regla” es el lema de quienes prefieren no cuestionarse las cosas.
Escuchemos mejor las palabras del lingüista salmantino Emilio Alarcos Llorach (1922-1998), autor de la Gramática de la lengua española de la Real Academia (Madrid, Espasa Calpe, colección “Nebrija y Bello”, 1999); pocos como él con autoridad en tan sutil materia:
Por herencia histórica, los sustantivos femeninos cuyo significante empieza por /á/ acentuada utilizan el significante /el/: el agua, el águila, el área, el acta, etc. Se incluyen en este comportamiento los sustantivos que comienzan por há acentuada: el hambre, el hacha, el hada, el habla, etc. Se exceptúan los que designan las letras del alfabeto: la a, la hache, y los invariables que solo distinguen el femenino del masculino mediante el artículo: la ácrata, la árabe, la ánade (opuestos a los masculinos el ácrata, el árabe, el ánade). Si entre el artículo y el sustantivo se intercala otra unidad, reaparece la forma habitual del artículo femenino: la presente acta, la referida área, la bella hada, la melodiosa habla, etc. Es incorrecto el uso de otras unidades de forma masculina con esos sustantivos (este área, ese aula, aquel águila en lugar de esta área, esa aula, aquella águila). Cuando el sustantivo va en plural, el artículo recupera su significante femenino: las aguas, las águilas, las áreas, las hachas, las hablas, las aulas, etc.
Las negritas son mías. Lástima que don Emilio no explicite el caso del artículo indefinido un/una, que trata más adelante sin comentar su relación con las voces femeninas que empiezan por a tónica, pero con lo que aquí sentencia queda claro que la “herencia histórica” se refiere exclusivamente al intercambio de la por el y a nada más.
Por herencia histórica, por eufonía, por lo que sea, ante esos vocablos femeninos con inicial a acentuada se ha empleado el artículo definido el más o menos desde que el español existe. En el Poema de Mio Cid (del siglo XIII) no solo se usa ya el masculino el ante sustantivos femeninos iniciados con a acentuada, sino a menudo ante femeninos con cualquier inicial vocal, tónica o no. Hojeándolo aleatoriamente, encontré el alma, el agua, así como el almofalla, el atalaya, el espada, del una, del otra parte y, ocasionalmente, la ondra, la agua, la espada (una mención de una agua).
La única explicación que se me ocurre es la siguiente: la consonante ele, así como la ere, es de naturaleza semivocal. En sánscrito, primo del latín y el griego (los sanscritistas fanáticos dirían quizá tío o incluso padre), estos dos sonidos se clasifican entre las vocales. En español, el cambio de la agua a el agua refuerza la función consonántica, normalmente débil, de la ele. La ene, por el contrario, es una consonante plena; el paso de una agua a un agua no hace diferencia significativa al hablar y se muestra por tanto inútil. Se escribe y se dice una alma aunque se oiga y parezca que se dice un alma.
Dicho de otro modo: al decir el alba en vez de la alba, el cambio de la a el resulta drástico y sorprendente; la disparidad entre una aura y un aura es despreciable y baladí (acaso de ahí el equívoco). En fin, el mito castellano según el cual dos aes juntas producen una cacofonía no se sostiene; si deseáramos honrarlo, no podríamos decir, por ejemplo, una casa amplia, sino una cas amplia; caeríamos en el absurdo de hablar de un arc ancha, un had hábil o un asp áspera. Sería como retroceder a una época anterior al Mio Cid en que la herencia histórica de nuestro idioma se gestaba.
Arte es un caso especial en castellano; a diferencia de la mayoría de las voces femeninas, no termina con a sino con e, lo que contribuyó a su ambigüedad. Presumiblemente fue un vocablo completamente femenino al principio, como en latín (ars, artis) y en griego (τέχνη), como en italiano (arte), en portugués (arte) y en alemán (Kunst). En catalán (art) y en francés (art) es masculino. Curiosamente al virilizarse en estos dos idiomas perdió la e. Sea por contagio del francés y el catalán, sea por causa de la confusión con el artículo un/una, o por ambas cosas, en español arte logró ingresar al selecto club de las palabras hermafroditas (como ábside, azúcar, fin, internet, lente, mar, margen, pus y algunas más).
La acentuación diacrítica, prácticamente siempre innecesaria, prescindible, del adverbio solo y de los demostrativos este, esta y demás, es otro ejemplo de la misma clase de minisanguijuelas. No estaría mal salvaguardar el legado histórico de nuestra lengua y empeñarnos en que pequeños bichos como esos, más peligrosos de lo que solemos imaginarnos, no sorban la sangre de ese músculo.
– Emmanuel Noyola
es miembro de la redacción de Letras Libres, crítico gramatical y onironauta frustrado.