La vinculación entre el éxito en el control del agua y la legitimidad política se remonta en la historia hasta la época de los faraones y la primera dinastía Han (siglo II a.C.). De hecho, la civilización más antigua surgió hace seis mil años en Sumeria, entre el Éufrates y el Tigris. En esa zona de la Mesopotamia, la agricultura produjo por primera vez, con ayuda de técnicas de irrigación, cosechas tan abundantes que un sector de la población, liberado de la producción alimentaria, pudo consagrarse a tareas administrativas y ceremoniales.
Ese acontecimiento determinó el nacimiento del Estado como órgano de poder. Dos mil años después los faraones egipcios, gracias a su canalización de las aguas del Nilo, que les permitió mejorar sus cultivos, liberaron a una masa de trabajadores aún más amplia, que se dedicaron a formar ejércitos y construir pirámides. En un artículo publicado en 1853 en The New York Tribune, Karl Marx observó que cuanto más colosales son las obras hidráulicas que emprende un poder estatal, más despóticos son sus gobernantes porque la necesidad de coordinar el uso del agua en amplias extensiones territoriales provoca una mínima resistencia ante el despotismo.
Karl Wittfogel, un antiguo comunista y sinólogo alemán que emigró a los Estados Unidos en los años treinta para escapar de los nazis, retomó esa idea de Marx y la desarrolló en su libro Oriental Despotism: a Comparative Study of Total Power (1957), en el que sostuvo que en Asia se produjo un absolutismo más completo y opresivo que en Occidente porque se había desarrollado sobre la base de “sociedades hidráulicas” en las que reinaba el “terror total y la sumisión total”.
Según Wittfogel, en el siglo XX, el estalinismo y el maoísmo fueron faraónicos en su aplicación del terror, en sus respectivos cultos a la personalidad y por la forma como exaltaron propagandística y políticamente sus gigantescas obras públicas, que incluyeron represas y sistemas de regadíos construidos sobre la base del trabajo forzado de cientos de miles de presos políticos. El paradigma de esa megalomanía fue el desvío de los ríos tributarios del mar de Aral, el cuarto mayor lago interior del mundo, por órdenes de Stalin para irrigar cultivos de algodón, lo que lo desecó hasta casi su virtual extinción.
Pero en el siglo pasado todo tipo de sistemas políticos se aficionaron a la imagen que proyectaban las grandes presas: la idea de un Estado enérgico y resuelto capaz de doblegar a la naturaleza. Políticos tan distintos como Franklin D. Roosevelt o Nasser demostraron su gran afición a construir presas, a las que Nehru llamó “los templos de la India moderna”. En ese país, las presas inundaron prósperas aldeas, desplazaron a millones de sus pobladores, arrasaron bosques y muchos embalses y propiciaron la malaria sin que las obras estuvieran a la altura de lo programado en cuanto a producción eléctrica, capacidad de riego o durabilidad.
En Egipto la presa de Asuán construida por Nasser dio a los gobiernos de El Cairo un control pleno del flujo de la corriente del Nilo. Hoy las turbinas de la presa generan una tercera parte de la electricidad del país pero, como habían previsto los hidrólogos, Egipto no tiene agua sobrante porque el aire del desierto evapora una sexta parte –o más– del flujo anual del Nilo en el lago Nasser y sin las inundaciones anuales, los suelos retienen más sales. Egipto vive temiendo el momento en que Sudán o Etiopía aumenten su consumo o que el cambio climático reduzca aún más el caudal del Nilo.
Hoy aproximadamente dos tercios de las corrientes fluviales del planeta pasan por encima o a través de algún tipo de dique y el 20% de la electricidad a escala global es de origen hidroeléctrico. Brasil, Canadá, Venezuela, Chile y Nepal, entre otros, están construyendo o proyectando nuevas presas. Y China está terminando la madre de todas ellas: la de las Tres Gargantas, en el Yangtsé, el mayor río de Asia, en el que será el mayor proyecto hidráulico de la historia y que desplazará a dos millones de personas a cambio de mejorar la navegación en el río, controlar sus crecidas y aumentar un 10% la capacidad hidroeléctrica china.
En su último libro, el periodista y escritor holandés Frank Westerman realiza un fascinante paralelismo entre la obsesión de Stalin por controlar “las aguas y las almas”, es decir, las obras hidráulicas y literarias de la sociedad rusa, en un esfuerzo proteico que condujo a un trágico desenlace: el duelo entre escritores e ingenieros hidráulicos (los liriki y los fisiki), preludio de la caída del imperio soviético.
¿De dónde parte su idea de vincular la literatura y la ingeniería hidráulica en la Rusia de Stalin?
Los holandeses hemos estado interesados siempre en las obras hidráulicas. Nuestro país se llama Das Netherlands, es decir, las tierras bajas, porque gran parte de ellas se encuentran por debajo del nivel del mar. Han sido los diques, los molinos y el esfuerzo colectivo los que han ganado al mar nuevos territorios. En esas asociaciones voluntarias medievales para manipular el agua se encuentran las raíces de nuestras instituciones democráticas, lo que desmiente en parte la tesis de Wittfogel sobre las sociedades hidráulicas como origen del despotismo oriental. De niño yo quería ser agrimensor, pero al final me hice ingeniero hidráulico y periodista. En mi primer viaje a Moscú, adonde fui como corresponsal de un diario holandés, lo primero que me llamó poderosamente la atención fue ver desde el avión, justo antes de tomar tierra, una larga y recta cinta que se abría camino entre los bosques: el canal Moscú-Volga. Su apariencia tiene algo de faraónico, sobre todo si se tiene en cuenta que en los años treinta ese canal fue un inmenso gulag excavado a mano por más de cien mil trabajadores forzados, de los cuales más de diez mil perdieron la vida. Pero ese canal fue sólo un segmento de una obra hidráulica mucho más vasta concebida por Stalin, que quiso transformar Moscú en un puerto que tuviese acceso a cuatro mares: el Báltico, el Caspio, el Blanco y el Negro, para lo que construyó una red de canales al servicio de la flota mercante. Su afán por controlar las mentes de sus súbditos fue igualmente obsesivo, lo que le condujo a concebir a los escritores como “ingenieros del alma” porque en su visión cumplían en la cultura las mismas funciones que los ingenieros hidráulicos sobre los ríos, los canales y las presas.
Y los escritores se prestaron a esa megalomanía, ¿no?
Los escritores soviéticos, los liriki, fueron llamados a glorificar a los ingenieros, los fisiki, y su empeño por construir el socialismo. Con ese propósito, el llamado “realismo socialista” fue el género que Stalin fijó en 1932 como único permitido. Y lo hizo con la ayuda de Máximo Gorki y su Unión de Escritores Soviéticos. Gorki se propuso dar forma a las letras soviéticas con la creación de una nueva estética, fundamentada artísticamente en la sencillez y la claridad, hecha a la medida de la república de trabajadores y campesinos. Su consigna fue: “Cuanto más comprensible sea una obra de arte, más elevada”. De modo paralelo, Konstantin Paustovski, el gran cronista de la revolución rusa, en 1932 sostuvo en su libro La bahía de Kara Bogaz que la extracción de agua, petróleo y carbón en las costas del mar Caspio crearía un oasis industrial y agrícola que eliminaría los desiertos. En esos mismos años, en un discurso a los escritores en la casa de Gorki, Stalin les dijo: “Los hombres transforman la naturaleza y vosotros tenéis que colaborar en la transformación de su alma. Por eso brindo por vosotros, ingenieros del alma”. Ambas ambiciones son paralelas y complementarias.
El comunismo no creó una conciencia pre-cisamente ecológica.
Al contrario. Algunos de los títulos de las novelas características del género de la nueva doctrina son ilustrativas: Así se templó el acero, ¡Cemento!, ¡Energía! o un título que a mí me encanta: Gidrotsentral. Significa simplemente central hidroeléctrica. Engels creía que la productividad de la tierra se podía aumentar indefinidamente mediante la aplicación del capital, la mano de obra y la ciencia. Marx, por su parte, defendió que la explotación del hombre por el hombre debía sustituirse por la “explotación de la naturaleza por el hombre”. Zazurbin dijo ante el Congreso soviético en 1926 que la “hermandad férrea de la humanidad” sólo se forjaría con “hiero y cemento”. El gigantismo unido al entusiasmo marxista por conquistar la naturaleza llevó a incontables planes para “corregir los errores de la naturaleza” a escala colosal. La deforestación y erosión masivas que esos planes provocaron formaron bancos de arena en el Volga que llegaron a impedir el tráfico por la principal vía fluvial del país. Incluso en los tiempos de Gorbachov se concibió un plan para desviar los ríos siberianos que desembocan en el Ártico para regar las estepas áridas del Asia central. Pero para entonces ya era demasiado tarde. La catástrofe de Chernobil puso al descubierto la brutalidad de las políticas medioambientales soviéticas.
¿Pero el entusiasmo de los escritores era sincero o fingido?
La mayoría de sus libros eran auténticos bodrios. Y a veces involuntariamente humorísticos. Los norteamericanos los clasificaron como novelas del género boy meets tractor (chico conoce tractor). Se pueden leer frases como: “La chica del koljós se enamora del tractorista porque éste traza en la tierra surcos tan hermosos y rectilíneos”. Sin embargo, leyendo entre líneas se descubre una buena dosis de dramatismo, pero la tragedia no está en los libros sino en la vida de los escritores. Muchos de ellos fueron censurados, vigilados, amenazados y varios, entre ellos Isaac Babel y Boris Pilniak, asesinados.
¿Sigue vigente la teoría de Wittfogel?
Wittfogel plantea una idea convincente: que el agua de río, por ser móvil y manipulable, es esencialmente diferente de todos los demás recursos naturales. El empleo de grandes concentraciones de agua requiere de aparatos administrativos capaces de de dirigir equipos masivos de trabajadores. Según su interpretación, ello requiere una estructura rigurosamente jerárquica, con un pueblo de esclavos en la base y un potentado solitario en la cúpula rodeado de una corte aduladora y paralizada por el miedo. Y como ejemplo de ello ponía a los Estados comunistas de partido único. Con todo, su libro contiene algunos elementos grotescos. En todas las sociedades dirigidas por un tirano, Wittfogel buscó sistemas de organización, y si éstos no existían encontraba una muralla china o un templo maya erigidos gracias a los trabajos forzados de los siervos. Pero no todas las grandes construcciones hidráulicas necesitan llevarse a cabo con el empleo del látigo. Los regímenes autoritarios no son los únicos capaces de llevar a cabo construcciones hidráulicas colosales. Holanda y Japón son ejemplos de ello. En España el Plan Hidrológico Nacional para llevar las aguas del Ebro al sur sólo podría llevarse a cabo bajo condiciones estrictamente democráticas. La coexistencia armónica entre la civilización y la naturaleza siempre será una tarea ardua. ~