Según unos nació, navideñamente, el 25 de diciembre de 1899, y, según otros, en el mismo día, pero de 1901. Se le había registrado como Humphrey Deforest Bogart, pero años después renacería sin el primer apellido y como el hombre del fruncido entrecejo, el sombrero y la gabardina grises, el cigarrillo al borde de los labios, la astuta pistola en la diestra y el silabeo metálico y ceceante en la marchita boca. Es decir: renació tal como el cine lo rehacía en mito.
Si más de medio siglo después de la muerte del actor persiste ese mito, no sólo se debe a la lealtad de los viejos fans (como yo), sino, además, a las nuevas generaciones de cinéfilos que, descubriéndolo gracias a la tele y a los videodiscos, se asombran de hallarlo tan contemporáneo y vivo.
El Bogart de las pantallas —con la cara erosionada por los años, por la tensión moral, por miles de whiskies y cigarrillos, por una heroicidad sigilosa y por a saber cuántas golpizas encajadas sin gemido— parecía siempre estar en riesgo de deshacerse bajo las arrugas y cicatrices que le formaban una facial escritura autobiográfica. El personaje era falible por secretamente sentimental pero también era un “duro” cuya pistola, cuando apuntaba a un canalla, emitía un silencioso discurso disuasivo.
En sus mejores películas fue el hombre física y/o moralmente crecido al castigo, un casi antihéroe desilusionado de los ideales tantas veces derrotados, pero que, también, tras la sonrisa amarga, estaba íntimamente disponible para volver a defender esos ideales. Sonreía como un cínico y un “duro”, pero se hallaba disponible para salvar a alguien o algo en la adversa ciudad nocturna, en el adverso mar o la adversa selva. De cuando en cuando se permitía una pausa para fumar un pensativo cigarrillo, paladear un amigable whiskey, citarse con Ingrid o Lauren o Gloria y con ellas pelear por una causa tal vez perdida (y si perdida, más hermosa). Tan sólo por una ética de la resistencia, por un secreto rescoldo moral, pero también (todo se debe decir) por una modesta dolariza, su personaje de “duro” se confrontaba con el infierno laberíntico, corrupto, agresivo, de Nueva York o Los Ángeles o San Francisco o Casablanca.
En Casablanca, película de culto por sí misma y por él mismo, ejerce de dueño del cabaret Rick’s. Y Rick es él: un hombre ya de regreso de todo que dice tener nacionalidad de borracho y que se madura en el escepticismo y la ironía, pero por dentro sigue leal a una buena causa: antes fue la de España contra los fascistas, ahora es la de Francia contra los nazis. Y, secretamente romántico, solloza y tiembla porque la canción “As time goes by” le evoca, e invoca, a Ilse, una Ingrid tan hermosa que te corta la respiración.
Dirigido por importantes y/o eficaces cineastas (Raoul Walsh, Howard Hawks, Nicholas Ray, Billy Wilder, Joseph Mankiewicz, William Wyler, John Huston, Delmer Daves, Richard Brooks), Bogart ponía en pie, hasta en algunas películas mediocres, a su único y apenas variado personaje. Si el cine de autor se ha entendido como aquel que refleja la filosofía del director de la película, he aquí que el actor Bogart hacía cine de Bogart actor/autor. En los años ´30 el personaje interpretaba a gangsters, a contrabandistas, a canallas irredentos o redimibles, pero, a partir de su actuación como el hammetiano (y y no hamletiano) Sam Spade en El halcón maltés, de 1941, iba a ser el detective privado chambeador, o el moralmente heroico antihéroe, o el periodista incomprable y contra un poder sucio, o el guionista y director antihollywood, o, en fin, algún personaje con el alma aún entera tras la decepción y las encajadas palizas. Y siempre un hombre del siglo XX. Sin saberlo, era un personaje existencialista avant la lettre, y es curioso ver cuánto se le parece Albert Camus (con gabardina, cigarrillo al borde de la boca y con gesto “bogartiano”) en las fotos de la Redacción del periódico Combat en los días de la liberación de París.
Magnetismo de Bogart: las mujeres que en sus mejores filmes lo amaban y a las que amaba —Ingrid Bergman en Casablanca, Lauren Bacall en The Big Sleep y To Have and Have not, Gloria Grahame en In a Lonely Place, Katherine Hepburn en The African Queen, Ava Gardner en The Barefoot Contessa— pasaban, semidiosas grandiosas, al Olimpo bogartiano.
Cineastas grandes o medianos han querido reciclar el personaje de Bogart a través de varios papeles. Actores talentosos, de fuerte presencia (Mitchum, Redford, Nicholson, De Niro y otros) han actuado un segundo o tercer o cuarto Bogart. Pero, aunque unos y otros hayan más o menos salido vivos del intento, esos reciclajes del mito no logran el nivel del mito. Tal vez quien más se acercó a la textura de Bogart fue Harrison Ford en ese gran filme mestizo de cine negro y cine de ciencia ficción: Blade Runner. Pero nadie alcanza a ser Bogart copiando o emulando el personaje Bogart. El oficio actoral y el personaje de Bogart quizá sean imitables, pero su presencia sólo es repetible como su intenso fantasma en la pantalla.
—Cuando tienes diecisiete años te sientes inmortal—dijo a un entrevistador—. La muerte sólo comienza a existir para ti cuando muere un amigo de tu edad o alguien mayor que tiene influencia en ti.
Bogart influyó en mí: fue uno de los motivadores de mi cinefilia. Y cuando a mis veeintitrés años y tras la mala Nochebuena supe su muerte a los cincuenta y siete, sentí que ya empezaba a esfumárseme la juventud.
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.