Irán, el país de los ojos que hablan

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Cuando pisé el aeropuerto de Teherán y vi que para el tortuoso registro de equipajes había dos caminos bien diferenciados, uno para hombres y otro para mujeres, se me ocurrió escribir un cuento titulado “Un travesti en Irán”. Y seguí midiendo las peregrinas posibilidades de mi fantasía cuando me recibió un comité de bienvenida integrado por dos chicos y una chica: ellos me besaron en ambas mejillas y ella retrocedió horrorizada cuando intenté rozarle el hombro. Guardé mi mano en lo más profundo de mi bolsillo. Intenté ubicar telescópicamente algún escote. Entonces comprendí algo que ya había intuido al final del vuelo, cuando el personal femenino procedió a momificarse antes de pisar aquella tierra que nadie les había prometido: las reglas habían cambiado.

Llevaban alrededor de un año invitándome a un Congreso Internacional de Literatura Hispanoamericana, pero se postergaba cada tres meses porque el país podía ser invadido o alguna otra menudencia. Ese primer día hubo una larga recitación del Corán, un número indeterminado de discursos de bienvenida, y otro discurso de post-bienvenida. Y acto seguido la entrada al restaurante con un discurso de pre-cena, y luego una cena pantagruélica con un par de discursos intercalados, y una recitación de odas en persa y al final un discurso de buenas noches. Pero antes del final, todo el equipo se iba presentando: las mujeres con distanciadísimas reverencias y unos ojos más habladores que cualquier boca, y los hombres beso va y beso viene, hablando hasta por los codos. Había alrededor de diez entre traductores y traductoras: todos lectores de Cortázar y Borges; y como quince hombres ajenos a Cortázar y Borges, con zapatos de punteras largas, ternos impecables y miradas oblicuas sobre una permanente sonrisa de mal rollo: eran los del gobierno, encargados de vigilar a los camaradas occidentales del hermano tercer mundo.

Ya en la cama y haciendo el primer zapping iraní de mi vida, comenzó a ponerme nervioso una flechita que había en un ángulo del techo de mi habitación. Para tranquilizarme, hube de apelar a una de mis máximas: el hecho de que uno sea paranoico no significa que lo estén persiguiendo. Creí que era alguna especie de señalización secreta, un mecanismo que activaría una doble pared, pero, elemental, al día siguiente supe que se trataba de una flecha de metal dorado que señalaba hacia La Meca.

 

Mi amiga Gacela

Tenía unos ojos de las mil y una noches. Cuando la conocí estaba momificada en negro y pensé que era una de las traductoras, pero no. Aunque era traductora, estaba allí como una más dentro del público del evento, parada en medio de esa primera mañana a la derecha de su madre. Luego supe que era común que muchas chicas pudieran ir a vernos hablar de Rulfo sólo si eran acompañadas por sus muy señoras madres, pues ya se sabe que Pedro Páramo tiene su peligrosa vena donjuanesca.

Era dueña de un nombre turco que significa gacela y de un escote anulado que era un auténtico crimen contra la humanidad. Traficando diálogos como malos consejos, entre un discurso y otro, fui descubriendo el discreto encanto de la exuberante inteligencia femenina persa. La gente era abrumadoramente amable, curiosos como gatos llenos de cautela e instruidos como una nación muy vieja. Al final de aquella jornada todo el sector iraní del encuentro, incluidos (y sobre todo) los hombres de terno, no nos quitaban el ojo de encima y éramos de lo más mal visto que ofrecía el Congreso. Señor Menéndez, ¿podría incorporarse a la sala de conferencias, que vamos a continuar?, no está bien visto que hable con nuestras mujeres de ese modo. ¿De qué modo? Me imagino que querían decir “de modo cubano”, y vaya usted a saber qué es eso.

Así que en la tarde mi amiga me invitó a escaparnos a una recepción que daba el embajador argentino en su residencia. Sin madre y con escote. Porque no más entramos, la gacela huyó hacia el baño más próximo y emergió a los cinco minutos radicalmente des-momificada, occidentalizada y feliz.

Aprendí algunas cosas aquella tarde; por ejemplo, que a pesar del tráfico infernal y de un smog digno del tráfico, el cielo iraní es muy estrellado y tiritan azules los astros a lo lejos. Y que la intervención quirúrgica más popular en Teherán era la reconstrucción de himen. Y que mi amiga había vivido hasta los trece años en Canadá, sin turbantes y en camiseta, hasta que regresó a su país justo en ese momento en que una adolescente empieza a dialogar con su cuerpo. Desde entonces no había vuelto a salir, y desde sus veinticinco años miraba su adolescencia como a una remota playa nudista.

Nuestra historia terminó de manera abruptamente simbólica: ocho días después y centenares de discursos de por medio, nos citamos en el parque a un costado del hotel para despedirnos. Apareció la policía, nos estuvo interrogando durante unos irritantes treinta minutos, mientras tanto ella temblaba advirtiéndome en buen castellano que no dijera que era iraní. Creo que no se lo tragaron (ni en inglés ni en español), pero al final nos dejaron ir. ¿Y si te detienen, qué hubiera pasado? Ella me explicó que la hubieran llevado directamente a un hospital para hacerle una revisión vaginal, a ver si era virgen.

Todos los hombres del Presidente

Comimos un día con el vicepresidente y su discurso. A esas alturas no se nos venía a la cabeza más que agradecer aquel congreso que a muchos los hacía soñar con alfombras voladoras. Yo había dejado de soñar con los escotes, pero ahora tenía una profunda morriña de alcohol. Mi único lance al respecto había sido en casa del embajador argentino. Hermano, ¿no tienes por ahí un trago? Y él me respondió taimado, en un susurro piadoso, manifiestamente solidario: “Che, cuando se te acerque el mozo de los refrescos, pídele un juguito de cereales”. Dicho y hecho: el mozo me trajo un auténtico vaso de whisky on the rocks.

¿Adónde nos llevan ahora, que es el último día? ¿A comprar souvenirs? Pero el impertérrito silencio en torno a los planes se mantuvo en aquella última jornada más que nunca. Hechos y no palabras: primero nos pasaron por el escáner, luego nos dejaron sin mecheros y sin cámaras fotográficas, y por último nos metieron en una antesala con un sofá circular de veinte metros de diámetro.

Adelante, ya pueden pasar, que el Presidente los está esperando. Y allí estaba el mediático Mahmud Ahmadinejad, pequeñín, con pinta de trabajador del rastro, con sonrisa de gato y una veintena de perros guardianes. Lo peor fue que después de saludarlo uno a uno, teníamos que empuñar el micrófono y transmitirle nuestro mensaje y el de nuestros pueblos de América. Yo quise mirarlo a los ojos y decirle: “Señor Presidente, me queda un enigma por resolver, ¿en qué zona del aeropuerto se revisa el equipaje de un travesti?” Pero volví a apelar a otra de mis máximas: no dejes que los principios te impidan hacer lo correcto. De modo que hice lo que todos: agradecer.

Cuando subí al avión de Air France me sorprendí mirando la silueta de las azafatas con los ojos de un reo en su primer día de libertad. Entonces, para no portarme mal, me puse a pedir whiskies de manera ininterrumpida. Ya ha pasado un mes, pero cuando pienso que existe Irán y que no es una alucinación colectiva ni un perverso show de Truman, sino una tierra difícil donde su gente posee la magia de lo entrañable, me dan ganas de volver. O de indicarles que se sienten en todo el perímetro de sus costas empuñando remos, y hala, a navegar con el país por el mundo, que aquí estamos los persas que venimos a saludar. Desde luego, durante el trayecto habrá que ir lanzando a una buena pandilla por la borda. Sobre todo hombres. ~

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