Se atribuye al periodista y político George Clemenceau una reflexión ofensiva pero cierta, que no sólo es aplicable a mi país: “La Argentina crece gracias a que sus políticos y gobernantes dejan de robar cuando duermen.” Nosotros nos encargamos de añadirle una coda: “El país es destruido de día y se restablece durante la noche.” Cantinflas manifestó, luego de visitarnos: “La Argentina está compuesta por millones de habitantes que quieren hundirla, pero no lo logran.”
También se escucha la aseveración de que la Argentina funciona con piloto automático, porque se recuperó algo de su crisis pese a los gruesos errores que han cometido y siguen cometiendo quienes la gobiernan.
El presidente Néstor Kirchner nos ha llevado de sorpresa en sorpresa. Pero tras los entusiasmos iniciales ahora se impone una creciente ansiedad. De él se han afirmado muchas cosas y no es fácil consensuar un retrato psicológico. Se dice que es misterioso, y con ello cunde la resignación a detenerse en el análisis. Sin embargo, abundan sonoros calificativos que algunos consideran insultos y otros una irrefutable verdad. Se lo ha llamado “adolescente” e “impostor”, por ejemplo.
Adolescente por su conducta pública de confrontación incesante, su rechazo a abotonarse la chaqueta y su perseverancia en violar las normas del protocolo, sus ataques de ira contra casi todo el mundo, la aparente irresponsabilidad de muchas decisiones, su dificultad para el diálogo que ha cerrado los contactos con la prensa, su desconfianza incluso con sus ministros a los que nunca concentró en una reunión de gabinete, lo cual obliga a que todas las decisiones sean radiales y pasen por su filtro personal, su tendencia a poner siempre la culpa afuera, su resentimiento ubicuo e insaciable, sus berrinches.
Se lo ha calificado de impostor porque no es lo que intenta parecer: afirma que establece una nueva política mientras repite los peores vicios del peronismo con su patológica tendencia hegemónica y movimientista, encabeza a los “progres” y se niega a efectuar cambios estructurales, combate a los empresarios y él mismo es un capitalista que amasó fortunas, defiende los derechos humanos… pero de hace tres décadas se proclama democrático y extorsiona a la prensa, afirma terminar con la corrupción pero protege a personajes de su círculo más íntimo, que ya son señalados por la sociedad como corruptos.
Kirchner ha obtenido en las elecciones de 2003 sólo el veintidós por ciento de los votos, por debajo de la cifra que consiguió el ex presidente Carlos Menem, la más baja de la historia nacional. Este último se negó a una segunda vuelta y Kirchner fue consagrado presidente. Su debilidad inicial explicaba su inmediato e ímprobo afán por ganar poder. Debemos reconocer que lo ha conseguido. La investidura presidencial estaba dañada y anémica después de la crisis que derrumbó a De la Rúa y a una seguidilla de presidentes provisionales. Kirchner le inyectó potencia. ¿Cómo lo hizo? Reproduzco a continuación una de las hipótesis más difundidas.
Usó el sistemático y público ataque a enemigos desacreditados, débiles. Es una técnica antigua y eficaz. No pasaba semana sin lanzar un nuevo ataque. El procedimiento no implicaba riesgos, sino seguras ganancias. Primero abofeteó a las Fuerzas Armadas mediante el más grosero descabezamiento que registran los anales del país; las Fuerzas Armadas ya sufrían una desactivación intensa desde los tiempos de Menem, que les fue quitando el oxígeno presupuestario y, además, ya no disfrutaban de popularidad por su condenable desempeño en las dictaduras del pasado. Estaban incapacitadas para reaccionar.
Después agredió a la Corte Suprema de Justicia, sin importarle que él, como jefe del Poder Ejecutivo, debía mantener cierta distancia de otra jurisdicción de la República. No le importó ese detalle y utilizó los medios de comunicación masiva para exigir la destitución de jueces que se habían sometido al gobierno de Menem. La Corte también estaba desprestigiada y la eliminación de un juez tras otro le cosechó aplausos. Con poco disimulo instaló en las butacas desocupadas a gente afín, conformando una nueva Corte que ya no tenía aprecio por el ex presidente, sino por el nuevo.
A continuación pegó a las empresas extranjeras, que el imaginario popular consideraba culpables del empobrecimiento argentino. También blandió su espada contra el Fondo Monetario Internacional en forma dura, lo que excitó el entusiasmo de quienes suponían que los organismos financieros internacionales eran los principales culpables de la crisis. Pero sus palabras no tenían correlación con las decisiones verdaderas, porque al Fondo Monetario Kirchner le paga con rigor mientras no tuvo clemencia con los tenedores particulares de bonos, muchos de los cuales son argentinos que no podían hacerle frente de manera exitosa.
También ejerció el pugilato contra algunos obispos hasta llegar a serios enfrentamientos con la Iglesia. Pero ese pugilato terminaba al cabo de una fiebre transitoria, como si nada hubiese pasado, y los medios de comunicación debían correr para informar sobre el ataque a otro sector. Kirchner quedaba como un gladiador infatigable que nunca cede ante nada ni nadie.
No frena su lengua cuando reprocha a los empresarios que no quieren convertirse en instrumentos de su causa. Los humilla en público, mirándolos a los ojos, apuntándoles con el índice, dejándolos sin habla. No parece tener en cuenta que esto ahuyenta la inversión. O quizás no le importe, porque sus planes y estrategia no dependen de la inversión ni del enriquecimiento genuino del país, como iremos viendo.
Su imagen de hombre fuerte se completa con las ofensas que aplica sin misericordia a quienes osan desafiarlo, sea en el gobierno o el resto de la sociedad. Se considera con derecho a azotar donde se le antoje. El ejemplo más notable ha sido su compañero de fórmula, el vicepresidente Scioli, quien ensayaba una suerte de acercamiento con franjas que podían estimular la inversión productiva, y que no estaban contentos con el trato del presidente. Por ese pecado fue apaleado groseramente y se llegó a suponer que presentaría la renuncia; pero Scioli prefirió callarse y aguardar tiempos mejores en los que tal vez podrá gozar su desquite.
Trascendidos de palacio aseguran que Kirchner usa a menudo la palabra “doblegar” cuando se refiere al procedimiento que se debería aplicar contra personas o instituciones que lo irritan.
Ha sido asombroso advertir que no lo detiene la violación de sus propias leyes, como si estuviera por encima de ellas. El ejemplo más notable lo proporciona la última campaña electoral, que debía empezar recién sesenta días antes del comicio. Kirchner se lanzó a la campaña mucho antes de la fecha legal, y cuando le señalaron la infracción repuso con burla: “Sí, estoy en campaña, ¿y qué?” Tampoco le preocupó reparar en el hecho de que se trataba de elecciones legislativas ante las cuales el jefe del Poder Ejecutivo debería mantener una digna equidistancia. Por el contrario, decidió convertirlas en un plebiscito a su gestión de gobierno, con lo cual borraba más que nunca la frontera entre los poderes que caracteriza a una verdadera república.
Otro rasgo poco edificante de Néstor Kirchner son sus carencias en materia de gratitud. No tiene sensibilidad alguna hacia quienes le han servido o lo han ayudado cuando se pone en juego su ambición. Como prueba bastan dos gestos de ingratitud que alcanzan una elevada dimensión. La primera es con el ex presidente Eduardo Duhalde, quien a su vez fue ingrato con Carlos Menem, que a su vez fue ingrato con Domingo Cavallo, estableciendo una cadena que al Dante le habría dado placer ubicar en uno de sus círculos del Infierno. En efecto, Duhalde brindó a Kirchner su gente, su aparato político y sus influencias cuando era el jefe de Estado para que Kirchner pudiera alcanzar el veintidós por ciento de los votos, de lo contrario no llegaba ni a menos de la mitad y jamás habría podido acceder a la Casa Rosada. Convertido en presidente, Kirchner no tuvo escrúpulos en aplastar a Duhalde. Aunque en política no es infrecuente la deslealtad, aquí el hecho era demasiado grosero y sucedía demasiado pronto. Otra manifestación de ingratitud la acaba de ejecutar con su ministro de Economía, Roberto Lavagna, quien había sido ministro de Duhalde y timoneó la economía nacional con mano prudente y hábil hasta conseguir la actual estabilización. Pero se afirma que Kirchner no toleraba las objeciones de Lavagna a muchas de sus actitudes y menos toleraba que la sociedad viera en el ministro al arquitecto del relativo bienestar. Eran dos amargas papillas que no lograba digerir.
Es fácil comprender, por lo dicho hasta ahora en este artículo, que su carácter suscite temor. Los corrillos de palacio se refieren al miedo que tienen ministros, secretarios, subsecretarios y hasta quienes le sirven el café. La imagen de un hombre que no frena sus accesos de cólera y azota sin piedad, no obstante, le reditúa beneficios, porque la sociedad argentina, como las demás de nuestro subcontinente, están aún dominadas por siglos de autoritarismo que nos han contaminado el alma. Para ilustrar ese miedo baste señalar que uno de los más importantes empresarios argentinos, Enrique Pescarmona, cuando tuvo que responder al diario oficialista Página 12, lo hizo de una forma que da vergüenza. El periodista le preguntó qué opinaba sobre las injurias que el presidente lanzaba contra algunos empresarios y Pescarmona respondió vacilante: “Él es el presidente y el presidente puede hacer lo que quiere.” Su terror le impedía recordar que estamos en una democracia (por ahora), no en una monarquía absoluta ni en una dictadura militar.
El proyecto de Néstor Kirchner parece inexistente, porque nunca dijo qué país sueña para cuando deba irse, o de aquí a diez o veinte años. Tampoco le ha interesado consensuar políticas de Estado, o realizar reformas estructurales. Se llama progresista, pero es ultraconservador. Por los cambios ministeriales que acaba de efectuar, algunos dicen que ha girado hacia la izquierda. Quizás, a una izquierda involutiva, anacrónica, pueril, anclada en los años setenta. Pero lo más notable es que ha puesto en evidencia que su proyecto de fondo es la hegemonía unipersonal, ni siquiera de un partido político. Quiere todo el poder concentrado en su persona. No deja lugar para el mínimo disenso.
Los ingredientes más preocupantes residen en las mordazas que quiere imponer a la prensa y la justicia. Contra la prensa ya son muchos y reiterados los casos de extorsión, amenazas y manipulación, que hasta ahora han tratado de funcionar de modo subrepticio. Contra la justicia alarma el proyecto de su esposa, la senadora Cristina Fernández de Kirchner, quien pretende reducir el Consejo de la Magistratura a casi la mitad de sus miembros; sería bueno reducir sus miembros, claro, pero no eliminar a los representantes del derecho para darle preeminencia a los políticos que responden al presidente. De esa forma, la designación de nuevos jueces quedará contaminada por la obsecuencia de que, antes de asumir, juren al Poder Ejecutivo.
Una prensa y una justicia debilitadas crearán la impunidad que necesita la corrupción de los gobernantes, como ya se está señalando. Se afirma que la expulsión del ministro Lavagna se debió sobre todo a su denuncia de la “cartelización” de la obra pública, que timonea uno de los ministros más cercanos a Kirchner, llamado también su “cajero”. Kirchner ha venido condenando la corrupción desde la campaña presidencial y ese pecado provocaría un desencanto mayúsculo entre sus adherentes; nada le molesta tanto como percibir que algunos se lo empiezan a atribuir, aunque con extremada cautela aún. Pese a la complicidad de la justicia y la autocensura de la prensa, es posible que sea cada vez más difícil ocultar ciertas pruebas.
Debemos reconocer que el piloto automático que dirige a la Argentina ha conseguido que diminuya la desocupación y que algunos índices marchen bien. Pero no aumenta en forma significativa la inversión productiva, lo cual desembocará en la resurrección de un temido visitante: la inflación. Hemos padecido demasiadas inflaciones y sus consecuencias devastadoras para no temerle. Por eso Kirchner ha dispuesto tomar medidas voluntaristas, como el control oficial de precios, a los que añade la presión de los grupos de choque piqueteros, que no ocultan su ranciedad fascista.
Como toda izquierda, desde la moderada a la estalinista, Kirchner cuyo izquierdismo es una mezcla de chicha y limonada, como fue el movimiento Montoneros con el que estuvo identificado tiende al control. Esa necesidad de control es eurítmica con su personalidad paranoide. Prefiere controlar a permitir que la fisiología social ordene el curso de la vida. Si no se afanase en controlar tanto, es posible que la inflación no crecería mucho y el dólar bajaría algo su cotización. Pero no quiere soltar la manija o reducir su protagonismo, y vuelve a querer controlar los precios con técnicas que se reiteraron en nuestra historia y siempre terminaron mal. Respecto al dólar, lo prefiere alto, aunque sea en forma artificial; no responde esa política al deseo de aumentar la exportación, sino a asegurar al fisco un crecimiento del superávit primario a través de las retenciones, lo que le da poder político manipulador, porque es dueño de la llamada “caja” nacional; también responde al propósito de mantener la sustitución de importaciones que beneficia a industrias ineficientes, porque éstas aseguran ciertas fuentes de trabajo, aunque esas fuentes de trabajo terminarán por cerrarse debido a su falta de competitividad. No le importa: su mirada no tiende al mediano ni largo plazo, sólo anhela beneficios coyunturales, aunque sean ilusorios, porque aumentan su poder unipersonal.
Kirchner merece ser considerado un político hábil, pero carente de la madera que caracteriza a un estadista. Ojalá no se convierta en otro fracaso, porque ya tuvimos muchos y cada uno deja una dolorosa cicatriz. –
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