La boca de los niños

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(Prólogo). El pasado 18 de mayo, Myriam Badaoui tomó la palabra en el tribunal de Pas-de-Calais. Allí se juzgaba a 17 personas acusadas de pertenecer a una red de pederastia de la que formarían parte la propia Badaoui y su marido. Caso Outreau es el nombre que ha dado la prensa al episodio de supuestos abusos sexuales a menores en razón al lugar en el que presuntamente sucedieron. A falta de pruebas materiales, buena parte de las acusaciones del caso Outreau se basan en los testimonios de Myriam Badaoui, que se autoacusa de abusar de sus hijos, y en los de varios de las supuestas víctimas. El pasado 18 de mayo, en fin, Myriam Badoui tomó la palabra, o se la dieron, y fue nombrando uno por uno a trece de los acusados y diciéndoles: “Tú no has hecho nada”. Seis días más tarde la misma mujer volvió sobre su declaración para reafirmarse en su primitiva acusación: todos son culpables. Demasiado tarde, dicen las crónicas. Badoui había perdido toda credibilidad, la misma que le habían concedido los psiquiatras que la juzgaron, pese a todo, víctima de una “profunda inmadurez psicológica” que la acompaña desde una infancia en la que era violada por un padre que la obligaba a prostituirse. Aquellos días de mayo y junio fueron agitados en la prensa francesa: junto a las crónicas del juicio se publicaron editoriales, entrevistas con expertos y reportajes sobre los estragos que aquellas acusaciones habían causado sobre personas procesadas desde hacía tres años, separadas de sus hijos, expulsadas de sus trabajos y, en el caso de uno de ellos, suicidado durante su estancia en la cárcel. Junto a la ignorancia de la presunción de inocencia, al abuso de la medida de prisión preventiva —que lejos de ser la excepción se convierte en la regla— y a las irregularidades en la instrucción, dos aspectos ocuparon el centro de la polémica. El primero fue la moderna doctrina que otorga credibilidad a las acusaciones de un niño aunque no haya pruebas objetivas que las apoyen para compensar, tal vez, por los siglos en los que un niño era poco más que fuerza de trabajo sin mayores derechos. El último peldaño de la mala conciencia es la sacralización de la palabra infantil. El segundo aspecto es casi un comodín en los casos de supuestos delitos sexuales, algo que se repite igual que se repiten los componentes en una misma fórmula química: la red.

(La red). En el principio siempre está la red. Luego ya se verá con quién se llena. Todo caso de pederastia que se precie debe tener su red. El de Outreau la tuvo y ésta fue ocupada por cincuenta acusados que terminaron siendo los 17 que escucharon a Myriam Badoui. También la hubo en el célebre caso de la Casa Pía de Portugal, del que se fueron cayendo muchos de los acusados, entre ellos el segundo de a bordo del Partido Socialista portugués (un político siempre es garantía de buenos titulares). Hasta al malogrado pederasta protagonista de Capturing the Friedmans, el documental de Andrew Jarecki, tuvieron que colgarle a su hijo de 18 años como falso cómplice. En 2001, el mismo año en que estalló el caso francés, se juzgaba en la Audiencia de Barcelona otra red, la que dio lugar al llamado Caso Raval. La mayor red de Europa en la “millor botiga del mon”, como reza la publicidad del excelentísimo ayuntamiento: casi cien niños implicados, según la previsión más optimista de la fiscalía, y doce detenidos —entre ellos, un concejal socialista— que quedaron en cinco acusados a la hora del juicio: dos paidófilos confesos, un matrimonio acusado de alquilar a su hijo los fines de semana y una madre acusada de grabar en vídeo los abusos a los que eran sometidos sus propios hijos. El juicio de la famosa red terminó con la sola condena de los dos primeros y la absolución del matrimonio y la madre. La condena —66 y 17 años— tenía como una de sus bases mayores la declaración de uno de los niños. La absolución, entre tanto, había dejado por el camino tres años en los que los padres fueron separados de sus hijos, a los que vieron una hora por mes. Todo esto se supo por la prensa, la misma a la que la fiscal del caso señaló en sus conclusiones como encargada de “hinchar y deshinchar” la famosa red de pederastia que nunca fue. Todo esto lo sabemos por la prensa, digo. Lo demás lo sabemos por un libro.

(El libro). El libro se titula Raval. Del amor a los niños (Anagrama, 2000) y lo escribió Arcadi Espada para señalar la multitud de irregularidades en que se basó la instrucción del caso: ausencia de las mínimas garantías, declaraciones de niños inducidas por la policía, retroalimentación entre policía, prensa y juez sin contar con la mera realidad… Su lectura pone los pelos de punta, sobre todo si se sabe que su tesis quedaría confirmada un año más tarde a lo largo del juicio: nunca hubo red. Nadie pudo aportar una sola prueba de explotación que certificase el famoso alquiler de un niño por parte de sus padres ni imágenes que apoyaran la idea de que una madre grababa los supuestos abusos a los que eran sometido sus hijos. “Es tan difícil y tan raro observar bien como pensar bien o escribir bien; un gran sabio es apenas un buen observador”, escribió André Gide en otro libro polémico, Corydon, para denunciar a “los que aceptan una teoría tradicional que los guía o los extravía para ‘observar’ todo lo que ella ya les dijo”. Con ese espíritu y a contracorriente rastreó Arcadi Espada los entresijos de un caso que la policía convirtió en red con el apoyo ciego de la prensa desocupada del verano del 97, la negligencia de la judicatura y la colaboración de unos servicios sociales empeñados en que una mala práctica no les estropease una brillante teoría. Varias son las ideas que recorren un libro escrito por alguien que observó donde otros supusieron y que, como señaló Rafael Sánchez Ferlosio, distingue “entre el exhibicionismo de la tolerancia y el silencio de la compasión”: por un lado, que no existe la versión de los hechos, los hechos sólo pueden tener versiones formales; por otro, que no es la verdad la que tiene mil caras, sino la mentira, como dice Montaigne, “de ahí que sea tan difícil su refutación”; y finalmente, que, pese a todo, en el caso del Raval no hubo conspiración, sólo una mezcla de necedad y negligencia, prejuicios y pereza por parte de los buenos. ¿Por qué hicieron todo esto? Espada contesta: por vagos. “A la policía, el juez, la fiscal, los protectores, los periodistas, a cualquiera de la nutrida banda le habría bastado con trabajar. Pero la fabulación es más agradable y liviana. En este caso, además, el trabajo sólo habría reportado a sus protagonistas horas sin brillo: las necesarias para ceñir la ley a la altura de dos paidófilos”. Respirando por la herida de su propio oficio, Arcadi Espada lanza sus principales críticas contra los periodistas, que, como los jueces modernos, “ya sólo creen en la policía”: “Los diarios van llenos de entrevistas y los periodistas preguntan cada vez menos. Se hacen entrevistas para no tener que hacer preguntas. Cualquiera de los otros géneros del periodismo exige más preguntas, una indagación más noble. No hubo preguntas. Sólo la apropiación indebida del léxico de los otros, ese feo vicio estilístico, o sea moral, del periodismo”. Lo que él llama el “efecto jauría” estaba servido. De ahí que se ignorara sin remordimiento la presunción de inocencia o que en alguna crónica se calificara de escalofriante la simple narración que la policía hizo del contenido de un vídeo —acaso una orgía, acaso unos dibujos animados— que el periodista había declinado ver. El libro de Arcadi Espada —intempestivo, agudo, impertinente— desató algunas protestas pero ninguna refutación. Ni siquiera de aquel al que más irritó, Francesc Jufresa, abogado de la acusación por parte del ayuntamiento de Barcelona en el juicio que tuvo lugar en 2001 y cuyo resultado es conocido. Al poco de terminar el juicio, Jufresa publicó en El País un artículo en el que recordaba la impertinencia de Espada, que debatió con él en la sala como testigo de la defensa, a la vez que avisaba de que las sesiones habían sido grabadas como parte, presumiblemente, de “una campaña” contra su persona. Y avisaba: la campaña no ha terminado, puede que haya una película.

(La película). La película, estrenada en Barcelona en marzo pasado, se titula De niños y muestra, en paralelo a la grabación, autorizada por el juez, de aquel juicio público, la hipótesis del director, Joaquín Jordá. Del juicio quedan las imágenes del juez dormido mientras alguien declara, el modo en que son tratados los acusados —como culpables mientras no se demuestre lo contrario—, los problemas de una psicóloga para determinar si un niño puede o no fabular en un caso de abusos, la citada disputa entre Arcadi Espada, por una parte, y la acusación y el juez por otra, más interesados en saber de dónde había sacado su información el periodista que en comprobar si ésta es cierta; y queda, en fin, el alegato final de Xavier Tamartit reconociendo su paidofilia, recordando la castración química a la que se había sometido voluntariamente y negando todas las acusaciones. De la hipótesis del director, por su parte, queda la idea de que el ayuntamiento de Barcelona aprovechó el caso para facilitar la reforma urbanística del Raval, a la que se oponía la asociación de vecinos a la que pertenecía uno de los acusados: “Si se puede demostrar que un barrio está podrido moralmente porque en él anida una red de pederastas, entonces se aprovecha para aplicar el bisturí, es decir, la piqueta”, afirma el director, traductor de autores como Magris, Bufalino o Sciascia, catalogado por los manuales en la Escuela de Barcelona y autor de la, ella sí, celebrada Monos como Becky. La película de Joaquín Jordá empieza donde termina el libro de Arcadi Espada, que le sirvió de punto de partida y con el que comparte la descripción de los hechos aunque no la interpretación de las causas que los produjeron. Pese a ello, el abogado Jufresa volvió a la carga en junio pasado con un artículo en La Vanguardia en el que arremetía contra la película como parte de una campaña —de la que formaría también parte la “novela” (sic) de Espada— orquestada de apoyo a los pederastas del Raval y “desplegada sin regateo de medios económicos”.

(La campaña. Epílogo). “Estimado amigo; Lamentamos no poder ofrecerles el documental de Joaquín Jordá De Niños en los Cines Verdi Madrid. Sin embargo, nosotros, como compañía de exhibición, no decidimos sobre la forma de distribución de las películas. Esto es algo que compete a la distribuidora de la película, que decidió estrenar únicamente con una copia en Verdi Barcelona. Le animo, junto con otras personas que nos han escrito planteando lo mismo que usted, que se ponga en contacto con la distribuidora de la película. Quizás, dado el interés que ha levantado el documental, se animen a estrenar en Madrid”. Este fue el mensaje que recibieron todos aquellos que pidieron al buzón de sugerencias de los cines Verdi que estrenaran la película de Jordá fuera de Barcelona. Todavía hoy se espera que ese buzón responda a la pregunta por la identidad de esa peculiar distribuidora que se niega a vender los productos que tiene puestos a la venta. La compañía que da nombre al buzón programó en sus salas de Barcelona la película durante unas pocas semanas. Luego la descolgó de la cartelera. Poco más tarde el Cine Casablanca de la misma ciudad la repuso con cierto éxito de público. La apreciación no dejaría de ser interesada si el propio cine no hubiera pasado de proyectar la película en una sola sesión a hacerlo en dos. Más tarde volvió a quitarla. La trama, que al parecer no regatea, no ha conseguido todavía que la película se estrene comercialmente en Madrid. –

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