La carta vendida

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Las dos familias โ€“que en el fondo constituรญan una solaโ€“ ya se habรญan resignado a su ritmo de vida. De una dรฉcada a esta parte, los dos hombres partรญan de abril a septiembre a una remota cantera del sur. Muy raras veces se les unรญa un compaรฑero, otro empleado golondrina. Dos maรฑanas por semana recibรญan la visita breve y eufรณrica de Ramรญrez, que en un gran camiรณn algo destartalado se llevaba lo recogido y de paso verificaba el estado general de las cosas; pero casi siempre se encontraban solos, sin mรกs consuelo que la radio, audible en las noches de nubes bajas, o las cartas que traรญa el mismo Ramรญrez, medio sucias y abolladas en las puntas. Era como si con las piedras le pagasen al bueno del camionero por unas pocas palabras emborronadas.

Diez aรฑos de esta vida habรญan bastado para endurecerlos, casi tanto como la materia con que lidiaban. El mรกs viejo de ambos, Lurueรฑa, rumiaba que la actual serรญa su รบltima temporada en el sur. ยฟNo le habรญa dicho el mรฉdico, hacรญa algunos dรญas, que era hora de cuidarse, que se hiciese unos estudios? El otro, Castro, no se planteaba nada por el estilo. Mientras todavรญa fuese capaz de levantar una piedra, seguirรญa trabajando allรญ.

Porque no habรญa mayores alternativas, constantemente hacรญan lo mismo: trabajar, dormir, charlar, jugarse bromas y volver a trabajar, hasta perder la nociรณn exacta del tiempo. En cierto modo, sentรญan que durante esos meses el mundo no existรญa fuera de aquella triste zona pedregosa. La labor era tan monรณtona y tan poco interesante que podรญan hacerla con la mente en blanco. Nadie les habรญa explicado con quรฉ fin juntaban las piedras. Saberlo no les quitaba el sueรฑo, tampoco. Pero por supuesto que habรญa algรบn propรณsito; por supuesto que con esas piedras se construรญan murallas, se conformaban viviendas, caminos, muelles… Toda una serie de cosas, todo un mundo de piedra domesticada.

Cuatro montรญculos rodeaban, o incluso estrangulaban, la casa en que dormรญan; en realidad, un barracรณn con cuatro paredes de lata y con un techo inclinado, hecho del mismo material, que en las frecuentes noches de lluvia se volvรญa, mรกs que ruidoso, escandaloso. Si un dรญa en que el cielo estaba claro se trepaban al mรกs elevado montรญculo de piedra (Castro le decรญa โ€œmontaรฑaโ€), alcanzaban a ver, bien lejos, la silueta como alborotada de un puerto. Era el รบnico espectรกculo ajeno a su trabajo que les entregaba el paisaje y, aun asรญ, se trataba de una imagen laboral.

Cada aรฑo que volvรญan a la cantera les parecรญa โ€“aunque era imposible, claroโ€“ que las piedras se habรญan multiplicado, como una selva que volviese a crecer. Ocurrรญa mรกs bien que los seis meses en su hogar, desde noviembre hasta marzo, agigantaban la impresiรณn de lo extraรญdo y empequeรฑecรญan, a la vez, lo restante.

De las temporadas pasadas recordaban muy pocos hechos que hubiesen alterado la rutina. Apenas un accidente del que Lurueรฑa habรญa escapado de milagro. Apenas unas tormentas, pero ninguna tan fuerte ni tan pertinaz como la de este aรฑo.

A principios de junio, cosa insรณlita, habรญan debido interrumpir su faena por doce dรญas. Ni Ramรญrez apareciรณ en ese lapso. Lo hizo tan sรณlo al menguar la tempestad, trayรฉndoles en un caja de cartรณn (una caja de zapatos, se dirรญa) toda la correspondencia acumulada.

No era infrecuente que Castro recibiese mรกs cartas que Lurueรฑa. Asรญ habรญa sido desde un inicio. Sรณlo que esta vez la desproporciรณn parecรญa exagerada. Unas quince cartas para uno y ninguna para el otro.

En julio no volviรณ a llover, excepciรณn hecha de algรบn chaparrรณn aislado, pero Lurueรฑa siguiรณ sin recibir cartas. Poco a poco comenzรณ a envidiar a Castro. Para colmo, con la antena de la radio no captaba nada que le interesase, como si la gran tormenta hubiera enrarecido el aire al punto de llevarse las canciones y las voces que a รฉl mรกs le gustaban.

Serรญa el dos o tres de agosto cuando, viendo que Ramรญrez seguรญa sin traer noticias, Lurueรฑa le pidiรณ a su amigo que le prestase una carta, una cualquiera. Necesitaba leer, enterarse de lo que ocurrรญa ahรญ afuera, mรกs allรก de esa suerte de muralla rasa que los envolvรญa. โ€œDe ningรบn modoโ€, exclamรณ Castro, poco menos que indignado ante la idea.

Una semana despuรฉs, Lurueรฑa volviรณ a la carga con la propuesta siguiente: si la prรณxima visita del camiรณn no ponรญa fin a su larga espera, iba a pagar por una de las tantas cartas para Castro. โ€œยฟPagar?โ€, repitiรณ el otro como corrigiรฉndolo. Pero acabรณ por aceptar, aun cuando primero adoptรณ el mismo tono escandalizado que en la anterior conversaciรณn.

Ramรญrez se hizo presente dos dรญas mรกs tarde. Cargรณ el camiรณn, como solรญa hacerlo, con el motor en marcha. Se disculpรณ porque seguรญa sin conseguirles el tabaco que le habรญan encomendado y ya estaba por retirarse cuando se tocรณ la frente con la palma de una mano. Murmurรณ โ€œay, casi se me olvidaโ€ y le entregรณ a Castro una bolsa negra que contenรญa dos cartas en total, no sin antes decirle โ€œson para vosโ€.

Tan pronto como se fue el camiรณn, Castro le propuso a Lurueรฑa que eligiese un sobre al azar. Lurueรฑa metiรณ una mano en la bolsa negra, arrebatรณ el sobre mรกs grande sin dejarle ver a Castro ni siquiera la caligrafรญa exterior y, a cambio, extendiรณ unos billetes. Trabajaron el resto de la maรฑana, almorzaron excepcionalmente separados porque cada cual querรญa leer sin sentir ni la respiraciรณn del otro ni el crepitar molesto de la carta ajena. Continuaron trabajando por la tarde sin cruzarse mรกs que unas pocas frases de circunstancia y, al llegar la cena, Castro no supo aguantarse mรกs y le preguntรณ a su amigo quรฉ decรญa la carta vendida.

โ€œAlgo que no te importaโ€, contestรณ Lurueรฑa, de mal modo.

โ€œPor lo menos podrรญas decirme quiรฉn escribeโ€. Lurueรฑa se negรณ con vehemencia a dar esa informaciรณn. La noche terminรณ a los gritos, con los dos hombres peleados.

Castro se dijo al despertar que el otro le dejarรญa leer, tarde o temprano, esa carta que en rigor le pertenecรญa. Por el contrario, Lurueรฑa se pasรณ la semana entera sin hablarle. La actitud era desmedida, incomprensible. Ya habรญan tenido otras discusiones violentas pero ninguna habรญa concluido de este modo. En todo caso, estaba claro para Castro que, lejos de animarse gracias a la compra de esa carta, Lurueรฑa se veรญa opacado, casi una imagen viva de la amargura. ยฟY si en la carta se hallaba, precisamente, la razรณn de su malhumor?

Lleno de intriga, ansioso por recobrarla, ofreciรณ el doble del dinero abonado en su momento. โ€œยฟVolvรฉrtela a vender? Ni locoโ€, respondiรณ Lurueรฑa, burlรณn.

Aparte de amigos, los dos eran cuรฑados desde que Lurueรฑa habรญa desposado a la รบnica hermana de Castro. Por la diferencia de edad (Castro era trece aรฑos menor), su vรญnculo no excluรญa un trasfondo de relaciรณn filial. Por experiencia, Castro sabรญa que Lurueรฑa, toda vez que le decรญa no, se volvรญa obstinado e imposible de convencer. Asรญ que planeรณ apoderarse de la carta por medios ilรญcitos.

Al cabo de otras cuatro visitas del camiรณn (porque con esos hechos pautaban su tiempo) fue que Castro pasรณ a la ofensiva. Habรญa dedicado las รบltimas noches a escudriรฑar el rincรณn donde dormรญa el otro y habรญa advertido una bolsa, la misma bolsa negra traรญda por Ramรญrez, en la que Lurueรฑa guardaba los objetos que estimaba de mayor valor.

Ya que Lurueรฑa era de dormir de un tirรณn, proyectรณ quitarle la carta por la noche, leerla a toda prisa y ponerla nuevamente en su lugar, sin que fuera a darse cuenta. La maniobra resultรณ mรกs complicada. Su compaรฑero, precavido, habรญa sellado aquella bolsa con cinta adhesiva y dispuesto una cuerda fina, podrรญa decirse un hilo, que corrรญa hasta el pulgar de algรบn pie, de modo que, no bien Castro quiso quitarle su tesoro, una especie de alarma se activรณ despertando a Lurueรฑa.

Lo que siguiรณ no fue una discusiรณn tranquila, sino una pelea salvaje. Lurueรฑa saltรณ de la cama y aferrรณ el cogote de Castro, al tiempo que lo insultaba.

De las trompadas que se dieron, una sonรณ diferente. Castro vio que Lurueรฑa se desmoronaba, como si su cuerpo se hubiese hecho pedazos, disgregรกndose en mil piedras. Enseguida, con una frialdad que le causaba horror, concluyรณ que su amigo estaba muerto.

Por un instante se olvidรณ completamente de la carta. Repitiรณ el nombre de Lurueรฑa, le rociรณ la cara, hizo presiรณn en su pecho… Nada de nada. A las cuatro de la maรฑana abriรณ por fin la bolsa y se puso a leer. Reconociรณ al punto la letra de su hermana. La carta se dirigรญa a รฉl, pero se referรญa a Lurueรฑa. Es mรกs: no hablaba prรกcticamente de ninguna otra cosa.

โ€œTiene una grave enfermedad pero no hay que decรญrselo. No quiero que lo sepa. Solamente quiero que le ahorres grandes disgustos y esfuerzosโ€. Apartรณ la vista y la posรณ en las piernas desparramadas de su amigo. Salteรณ unas lรญneas. โ€œTiene, a lo sumo, para seis meses de vidaโ€.

Afuera se habรญa levantado un viento que preparaba el amanecer. En unas horas, cuando llegase Ramรญrez, hallarรญa el cadรกver al sol, al pie del mayor montรญculo. โ€œUn accidenteโ€, le dirรญa. La misma cosa con su hermana. โ€œSe cayรณ de pronto. Estaba dรฉbil, sin dudasโ€. ยฟPara quรฉ hablar de la carta vendida, de la pelea o del mal golpe? Habรญa matado, en un sentido, a alguien ya muerto.~

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