Natalia vivía en Turín, tomaba lecciones de piano y de francés y se inventaba dioses para sustituir la natural angustia de ser una niña criada como atea en la Italia de Mussolini. De su padre había heredado los ojos pequeños y suspicaces, de su madre a Proust y a Verlaine. Antes que escritora fue coleccionista: de piedras, juguetes rotos y cualquier baratija que le pareciera linda. Llenaba estantes y cajones con todo tipo de objetos que sin mucho problema podrían haber sido considerados sencillamente como basura. Pero no por Natalia, que desde siempre supo mirar y tuvo que cargar el resto de su vida con ese privilegio.
Quizá cuando su madre le prohibió seguir acumulando fruslerías fue que tomo la pluma para seguir haciendo colecciones de palabras, las tristes siempre con las tristes. A los 22 años Natalia Levise casó con León Ginzburg, uno de los fundadores de la editorial Einaudi, en donde publicó su primera novela bajo el nombre que portaría con orgullo el resto de su vida, aún después de que su marido fuera torturado y asesinado por los fascistas; incluso después de contraer segundas nupcias, sería para siempre Natalia Ginzburg.
A pesar de haber presenciado los peores horrores de la guerra y sufrido la tortura y el asesinato del hombre que, en sus propias palabras, jamás dejó de amar hasta el día de su muerte, Natalia huyó siempre del tono afectado o melodramático en su escritura, rechazó las historias heroicas y la tentación de utilizar su obra para volverse portavoz de un pueblo perseguido y victimizado como el judío. Fiel a su vocación de coleccionista, se interesó más por los claroscuros y los pequeños gestos de la vida diaria para construir una forma muy particular de narrar la épica de lo cotidiano. Su obra, llena de detalles minuciosamente dibujados, explora a través de la narrativa y el ensayo lo que para ella significaba la poesía: "el pensamiento solitario, la fantasía y la memoria, el lamento por los tiempos perdidos, la melancolía…”La prosa de Natalia Ginzburg es ante todo generosa, hace sentir al lector bienvenido en su universo personal. Si fuera posible hacerla caber en una sola palabra, esa palabra sería sin duda hospitalidad.
Léxico familiar, novela autobiográfica publicada en 1963, es quizá su obra más leída y celebrada. En ella, Natalia se revela como una narradora que no necesita valerse de intrigas, efectos especiales o artificios formales para ganarse al lector, quien inmediatamente se vuelve uno de sus compañeros de infancia. Rilke escribió alguna vez que la infancia es la verdadera patria del hombre y en Léxico familiar, Natalia Ginzburg deja muy claro que si no del hombre, al menos sí del escritor.
Sin embargo, es Las pequeñas virtudes, una colección de ensayos cortos indispensables para comprender el resto de su obra, donde Natalia explora a fondo el tema de la infancia y la familia, porque según dice “en el centro de nuestra vida está el problema de las relaciones humanas”. Aborda, de una manera hermosa y atroz, la sexualidad: “no mentir, no traicionar, no humillar, no dominar; éstos son los propósitos que una persona debe mantener con toda su alma en las relaciones sexuales como en cualquier acto de su vida" ,la maternidad: “la menos libre de todas las relaciones” y la idea de Dios: "que es como un trozo de vela que llevamos en las manos y que parece siempre a punto de apagarse".
Con la sutil violencia de la ternura, Natalia coleccionista cimbra y descoloca al lector, dejándolo indefenso ante un mundo recién revelado, el de las grandes virtudes que tanto amamos y valoramos en otros, pero que pocas veces somos capaces de ejercer: “no el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo de éxito, sino el deseo de ser y de saber”.
Ciudad de México, 1986, es ensayista, editora y traductora.