El reciente debate sobre si la corrupción es parte de “nuestra cultura”, tibio y protocolario, fue velozmente regresado a escobazos a su sitio debajo de la alfombra de la simulación. Podría escribirse una enciclopedia en veinte tomos de la productiva historia de la corrupción en México, y otra sobre la infructuosa historia de los combates contra ella.
Recordé Corrupción y política en el México contemporáneo, el libro de Stephen Morris que publicó Siglo XXI en pleno salinato, y sus páginas sobre el ritual onanista de combatirla: Luis Echeverría declarando con pompa y esplendor que “La corrupción es el cáncer de la Revolución”. López Portillo diciendo virilmente y sin asomo de ironía que “Si Zapata viviera lucharía contra los funcionarios gubernamentales deshonestos” (páginas adelante, escribe como cálculo que López Portillo se embolsó de mil a 3 mil millones de dólares). Y cómo olvidar la conmovedora “Renovación moral” a la que convocó Miguel de la Madrid y luego Salinas abrazó con desgano (mientras su hermano abrazaba con ganas señoras en yates).
Ahora el presidente Peña Nieto reitera que el Legislativo discute una iniciativa para crear la “Comisión Nacional Anticorrupción”. De llegar a existir, tendrá que ser como el famoso mapa de tamaño natural: tendrá mucho trabajo y necesitará mucho dinero, lo que podrá dar pie a… en fin.
Ni siquiera se le puede desear suerte. Según Morris, en 1992, “pese a todas las posturas retóricas, las reformas legales, el enjuiciamiento de funcionarios públicos y las promesas, el nivel de corrupción de México, al parecer, no se ha reducido de manera sustancial”. Alrededor de esa observación lacónica, en la que la frase “al parecer” suena a sarcasmo, Morris anota decenas de casos de funcionarios públicos, directores de fideicomisos, secretarios de estado y gobernadores ladrones y, desde luego, empresarios y prohombres de la IP de los cuales, según Hacienda en 1980, “el 70% no paga sus impuestos”.
Y si los atrapan no pasa nada. La política “robe ahora, pague después” funcionó a la perfección: si se atrapa a un pillo, regresa un pequeño porcentaje y se cierra el expediente. En 1980, según Manuel Buendía —citado por Morris— “de dos mil funcionarios públicos enjuiciados, la mitad había regresado ya a la función pública”. Algunos corruptos que pasaban esa prueba hasta aumentaban su prestigio, como “el depuesto gobernador de Sonora, Biebrich, que luego ocupaba un cargo en el gobierno de Hidalgo”.
La corrupción en México es tan eficiente que hasta cuando se lucha contra ella termina por beneficiar a los corruptos.
Y es tan abarcante que se puede desplegar hacia el pasado: en estos días el diario El Universal dio noticia de la aparición de un libro que muestra a Óscar Flores Tapia como un “político con carácter y un ser humano amoroso”: ese dictadorzuelo de opereta fue el potente gobernador, el que saqueó y aterró de risa y espanto a Coahuila, el que —dice Morris— fue acusado de enriquecimiento inexplicable por 2 mil millones de pesos. Robe ahora, reivindíquese después…
Tal vez el efecto más pernicioso de la corrupción consiste en que logra asumirse como una “cultura” generalizada, dice Morris, un rasgo idiosincrático más o menos folclórico, algo tan habitual y acostumbrado que se convierte en norma fomentada por
la vida civil, la glorificación cultural de la corrupción en ciertos sectores, por el surgimiento de una moralidad distorsionada en la clase media, por la desviación de la responsabilidad individual y por la difusión de la desconfianza y el cinismo hacia el gobierno y los funcionarios públicos. Es esta cultura generalizada de la corrupción la que crea la inercia social que dificulta los esfuerzos para controlarla.
Cada vez que Peña Nieto dice que la corrupción es cultura, y no un delito, fortalece esa inercia.
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.