Un nuevo modo de ser mujer

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I.
Las mujeres hemos cambiado sin duda en los últimos cuarenta años y al hacerlo hemos cambiado la cultura, pero la cultura ha cambiado mucho menos que nosotras. La cultura ha cambiado sobre todo a nivel ideológico —la equidad entre los sexos es un ideal indiscutible ya—, pero en la vida material sigue siendo una cultura hecha por hombres para hombres.

     Dicho desde otro ángulo y en corto —esto es cosa consabida—: las mujeres en nuestras mentes ya no somos el sexo débil, pero en el mundo las mujeres todavía ganamos mucho menos dinero, tenemos mucho menos Poder y en el terreno de las Leyes pertenecemos a esas minorías en lucha porque se les reconozcan sus necesidades peculiares, a pesar de que somos no una minoría sino una mayoría, amén de ser las madres, las hermanas, las amantes y las hijas de todos y todas. Es decir: las mujeres somos una minoría en todo aspecto menos en el numérico.
     Somos personajes de un melodrama de desdichada tesitura: soñamos el triunfo durante toda la obra pero durante toda la obra el escenario nos contradice. Somos en el mundo todavía el sexo débil.

2.
Esto me lo contó Margarita Salas, una profesora chicana que enseña en la Universidad de Columbia. Empezó a hablar de feminismo en un aula y notó que las jóvenes mujeres del grupo resoplaban. De pronto se le ocurrió y lo preguntó:
     —¿Quiénes son feministas en esta clase?
     Un muchacho y una muchacha levantaron tímidamente las manos.
     Margarita de pronto se sintió pasada de moda usando palabras gastadas. Se dio cuenta de que a sus alumnas les irritaba el tema. Pensó: claro, ¿a quién le gusta que le recuerden que pertenece a un grupo discriminado, sobre todo cuando está preparándose para el triunfo? Dijo entonces:
     —Esto va dirigido a las mujeres. ¿Quiénes de ustedes no quieren ganar menos dinero por el mismo trabajo que los varones?
     Se alzaron todas las manos femeninas con cierto desgano.
     —¿Quién no quiere que su género sexual le impida accesos al poder político?
     Todas las manos, con aire rutinario.
     —¿Quién no quiere ser discriminada en ningún sentido por su género sexual?
     Todas las manos.
     —¿Quién quiere no ser violada o amputada u obligada a la prostitución?
     Todas las manos, por supuesto
     Entonces, dijo Margarita, les tengo una noticia: son ustedes feministas.
     Esta anécdota sólo para decir que no es tan malo saber solamente lo que uno no quiere que signifique ser mujer. Acaso es absolutamente suficiente. Tal vez el feminismo debe sólo servir para eso, para quitar los efectos negativos de ser mujer. No para crear personajes nuevos. Eso ya lo harán las mujeres por sí mismas, libradas del sexismo.
     Liberado de estorbos el escenario, las mujeres darán vida sin duda a personajes muy diversos y todavía insospechados. Porque finalmente la meta son esos nuevos personajes, que además sucede que son mujeres. Personajes para los que ser mujer no es la determinación más determinante.
     Expresado de nuevo en breve: creo yo que las mujeres de la generación joven tienen razón al no querer ser mujeres liberadas, sino seres humanos libres. Creo que un feminismo que insista en esta meta y no en ser una identidad es ahora más atractivo y acaso más eficiente.

3.
Ahora toca al feminismo, en su tercera ola, dejar de pensar tanto y hacer más para librar al escenario de lo que estorba a las mujeres para ser seres humanos libres. Librar al escenario de los estorbos con más energía y organización política y menos teorización. Con menos sofisticación ideológica y menos congresos de discusión de lo femenino y más acciones directamente políticas, que lleven a cambios sociales cifrados en leyes.
     Hay que repetirlo: el problema es el escenario ahora. Y cuando nos dedicamos al cambio de nuestros personajes individuales o al zurcido más fino de la ideología promujer, en lugar de dirigir nuestra energía al escenario común —lo social—, nos torturamos en vano y postergamos la acción efectiva. Ahí afuera está el estorbo, en lo social, y es en la esfera del poder político desde donde se cambia más pronto lo social.
     Pecaré de inocente (como escritora, alguien cuyo oficio es capturar en palabras intensiones que flotan en su ambiente, ser inocente es un pecado obligatorio). He aquí lo que mi inocencia me sintetiza: por cuatro situaciones las mujeres estamos listas para cambiar radicalmente nuestra condición. Las mujeres poseemos ya conciencia de género, las mujeres reconocemos ya metas comunes indiscutibles —por ejemplo las que enunció Margarita Salas en su salón de clase— (ambas condiciones creadas por las olas anteriores del feminismo), las mujeres siempre hemos sido la mitad de la población y, por fin, las mujeres vivimos en una sociedad que cada vez es más democrática. Ergo: bajo las reglas democráticas, podemos lograr ahora que esas metas comunes se vuelvan forzosas desde el Poder.
     

4.
Esto que vengo diciendo irritará a tres tipos de feministas. Las feministas fascistas, las negociadoras y las utópicas.
     Las feministas fascistas son una fauna que se da sobre todo en la Academia, lejos del mundanal ruido (aunque acoto: no todas las académicas son necesariamente fascistas). Allí, en los altos templos del estudio, estas feministas han desarrollado un lenguaje complejo que poco entienden las demás mortales y han diseñado con este lenguaje cientos de reglas sobre cómo ser mujeres nuevas. De vez en cuando bajan de sus aulas como suelen bajar los santones iluminados de los Himalayas y nos avisan a las otras mujeres, las pedestres, en qué nos equivocamos y en qué estamos bien, reparten medallas y artículos de buena conducta o mohínes de desprecio y luego vuelven a las cuevas de sus intelectos a dictar más reglas. Que si las mujeres debemos odiar la pornografía, que si debemos hacer nuestra propia pornografía, que si debemos escribir y/o vivir historias de amor, que si el amor es una trampa patriarcal, que si el sadomasoquismo sexual es malo y feo, que si etcétera.
     A estas feministas autoritarias les debemos en parte el espanto de las generaciones jóvenes de mujeres hacia el feminismo, que han sobrecomplicado en cuanto a lenguaje y en cuanto a metas, y en el que se han dado el lujo de erigirse en jueces de lo femenino.
     Una joven dramaturga, excluida de una antología de teatro escrito por mujeres por el contenido violento de su obra, me lo dijo así:
     —Me explicaron que debía quitar ciertas escenas para ser incluida. ¿Pero por qué voy someterme a la autoridad de las feministas? Yo creía que el feminismo se trataba de que las mujeres no nos sometiéramos. ¿Por qué van a enjuiciar mi imaginación? Mira, si ellas son estalinistas, por suerte yo no soy soviética.
     Afortunadamente el pensar colectivo que implica el movimiento femenino ha desplazado sus pláticas a foros menos prestigiosos intelectualmente pero acaso más efectivos como son los medios de comunicación masiva —las revistas femeninas, la tele, el radio— y la simple comunicación cotidiana de las mujeres, que es abundante en torno al significado de ser mujer y a las estrategias de serlo con menos dolor y más vitalidad.
     Se llame o no feminismo formalmente, las mujeres han seguido pensando juntas, recogiendo sus estrategias de vida en la vida misma.
     Las feministas negociadoras padecen de un vicio de carácter muy femenino: concilian. Digo que es un vicio porque en ellas conciliar no es una virtud sino una adicción: concilian siempre, cualquier par de cosas, concilian aun lo irreconciliable y a veces, cuando no hay nada que conciliar, en un acto de magia inventan algo para conciliarlo con lo otro.
     Si se hace una campaña pública en contra del machismo, piden que no se mencione la palabra machismo, para no ofender a nadie. Si la maquiladora de Panasonic en Tijuana somete a las empleadas a revisiones ginecológicas, piden que se publique el hecho sin nombrar a Panasonic. Si lo propio hace Avon, escriben a Avon una carta de protesta pero no la publican en los periódicos, no vaya a herirse la sensibilidad de los auscultadores de vaginas. En síntesis: cambiemos el mundo, sí, pero que no se agite mucho.
     Y lo mencionado antes, si no hay oposiciones que conciliar, si no hay enemigo que amistar, con una alucinante creatividad inventan ese polo opuesto o, peor, devalúan la meta que reúne las voluntades. Si se discute cómo las mujeres pueden abordar en un grupo numeroso el poder político, de pronto ponen en duda que el poder político sea determinante en la vida social (!!!). En los últimos momentos de un pacto entre feministas de distintos partidos, toman la palabra y piden que se reflexione sobre si todas las mujeres realmente quieren liberarse de algo (!!!).
     Es que les gusta reflexionar, negociar, conjeturar, vaya: estar platicando sentadas. Se pondrían a bordar hilados finísimos todo el día como las abuelas del Sureste que bordaban y platicaban en las terrazas, si es que no lo estuvieran haciendo ya con el hilo de sus voces en las reuniones de mujeres. Son la pomada contra la pasión conjunta; son las expertas en postergar la acción. Cuidado con ellas: su serenidad reflexiva es otra manera de nombrar a la vieja pasividad femenina.
     Las feministas utópicas son personas sonrientes, porque son bien intencionadas, pero de sonrisas tristes, porque el mundo es una porquería. Han dicho: Cuando las mujeres sean libres, el Mundo será Bueno. Luego el contenido concreto de esa bondad por venir varía. No habrá ningún tipo de Poder y viviremos en un anarquismo armónico, han dicho. O en su versión ecologista: Viviremos sintonizadas con la Naturaleza de la que nos escindió el Patriarcado. O en su vertiente más política: Las mujeres gobernarán como Grandes Madres Buenas y Honestísimas: Senos Generosos y Purísimos de los que la Humanidad mamará sin restricción. Incluso existe la versión utópica indigenista: Volveremos a la Tierra, dice esta versión, y descubriremos los Centros de Poder de las Diosas de la Etapa del Matriarcado. Y por fin, en su vertiente modesta, este feminismo utópico hace suyas las luchas de todos los desheredados del planeta: los homosexuales, los desempleados, los trasvestis, las ballenas, los que se agreguen.
     Bueno, esto es la confusión del éxito del feminismo con el advenimiento del Mesías. Una confusión que nos ha retrasado muchísimo en el camino, con una carga de obligaciones imposibles y con una diversidad de metas que rebasan aquéllas, las evidentísimas, que pueden reunirnos a todas las mujeres sin polémica.
     Igual que las feministas autoritarias y las negociadoras adictivas, finalmente las utópicas son síntomas de ese miedo a salir del círculo de lo femenino; síntomas nuevos de ese antiguo masoquismo femenino incapaz de detectar y atacar los obstáculos en el escenario para desalojarlos.

5.
Lo escribe Marcuse en Eros y civilización. Cada vez que un grupo social se organiza para romper las reglas que lo oprimen, libera sueños utópicos. De pronto esta revolución sí lo solucionará Todo, esta revolución sí quitará de la vida todo lo opresivo, siente el revolucionario embriagado de entusiasmo.
     Pero ninguna revolución lo logra. Al irse acercando a sus  verdaderas metas, la revolución, cuando es triunfante, va plegando las alas de los sueños que se le adhirieron por entusiasmo en el camino. Ahí quedan para el siguiente alebrestamiento de la sociedad.
     Es un relato triste pero útil. A las mujeres nos toca ahora plegar sueños y concentrar energías hacia nuestros obstáculos reales. Pasar a la etapa de concreción rápidamente.
     Lo apunto con la nostalgia de una ex utópica que en efecto confundió el feminismo con la profecía bíblica del Paraíso descendiendo a la Tierra. Tanto compañerismo, tanto entusiasmo grupal, tantas mujeres brillantes: solía salir de reuniones feministas convencida de que éramos una fuerza capaz de voltearlo todo de cabeza. Como no había un himno feminista, tarareaba La Internacional.
     Ahora quisiera que lográramos lo que nos corresponde y ya, que no es poco. Y quisiera también suponer que podemos plegar los sueños irrealizables sólo provisionalmente: plegarlos y acomodarlos en lugares de nuestra imaginación donde no se nos olviden para más adelante. A nosotras o a las mujeres y hombres que podrán darles realidad en el futuro.
     

6.
La verdad es que el éxito del feminismo hará más exitosas a las mujeres en el mundo pero nada indica que acabarán las clases sociales, la pobreza, las luchas de poder, los desfasamientos con los ciclos de la luna, el abuso de los animales, ni sucederá el regreso de las diosas chichimecas.
     Las mujeres del futuro serán personajes más completos porque podrán ser cabalmente en el mundo, pero será un mundo todavía muy imperfecto. Y hay que agregar: las nuevas mujeres no serán personajes más nobles que los personajes masculinos, y probablemente habrá entonces más personajes femeninos odiosos que ahora.
     Alguna vez alguien me preguntó:
     —¿De qué sirve que las mujeres se liberen si el resultado es que ahora hay políticas corruptas, industriales explotadoras, hay granaderas antidemostraciones y mujeres pilotos de bombarderos y hay más asesinas que antes y las mujeres son la población donde la venta de revólveres ha aumentado más la última década?
     Lo pensé mucho —como dos años— y ahora respondo:
     Sirve porque por fin ahora hay también matemáticas y más poetas y políticas no corruptas y doctores mujeres y costureras sindicalizadas; y más madres que lo son por pasión de serlo y no por inercia o accidente; y hay más sexualidad de mutuo acuerdo y menos humillación en cada casa y en cada cama; y menos víctimas que la violencia sorprenda desarmadas; y más creatividad en general.
     Sirve porque al acabar con el sexismo, y nada más con el sexismo, acabaremos con una de las grandes y más constantes fuentes de sufrimiento.
     Sirve porque al liberar la creatividad femenina sencillamente no sabemos qué porvenir tendrán las así llamadas características femeninas tradicionales: la compasión, el cuidado nutriente hacia los otros, el pensamiento en plural opuesto al individualista. Es decir, las características que las mujeres han desarrollado a través de siglos dentro de las casas y sin las cuales el mundo exterior no se hubiera jamás sostenido. Tal vez florezcan fuera como nunca antes, protegidas por el poder nuevo y mundano de las mujeres: acaso se vuelvan institucionales. Y tal vez no, por desgracia; tal vez en el camino se pierdan incluso entre las mujeres, y esta pérdida sería el más terrible sacrificio que la revolución de las mujeres pueda cobrarle a la Civilización.
     Finalmente, acabar con el sexismo sirve porque la meta no es ser mujeres liberadas sino seres humanos libres. Libres para ser esto o aquello o aquello más.
     Ni modo: habrá más villanas cuando haya más heroínas.
     Hace un siglo, fuera del círculo estrecho de lo casero y el círculo aledaño de lo romántico, no había villanas, de verdad personajes femeninos que directamente hicieran el mal, y no las había porque las mujeres no podían hacer directamente nada. Y tampoco había casi, fuera de estos círculos, heroínas. Más allá, dentro del teatro y en el inmensurable escenario del mundo, las mujeres éramos nada más que reparto del héroe o el villano del drama.
     Ese es el costo de la libertad —ni modo—. El costo de la libertad es la libertad misma. ~

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