Robert Conquest declaró en alguna ocasión las tres leyes de la política:
1. Todo el mundo es conservador con respecto a lo que conoce mejor.
2. Toda organización que no es explícitamente de derechas acaba volviéndose de izquierdas tarde o temprano.
3. La explicación más sencilla del funcionamiento de cualquier organización burocrática es pensar que la dirige una camarilla de sus enemigos.
Las tres normas tienen un propósito humorístico. No es difícil encontrar contraejemplos. He recordado la primera ley estos días, cuando escuchaba explicaciones un tanto condescendientes sobre el voto del miedo, que habría permitido la victoria del PP en las elecciones generales del 26-J. Había ganado la opción conservadora. Y lo conservador, como casi siempre se entiende enseguida, era algo malo, aburrido, cobarde y levemente mezquino.
Yo no soy políticamente conservador. Creo que muchas tradiciones contribuyen a la opresión y reprimen la libertad individual y a veces los gobiernos deben ir un poco por delante. Los símbolos del conservadurismo están lejos de mi educación sentimental, de mi socialización política y de mis referentes culturales. Pero creo que esa condescendencia es injusta.
En “To Be a Conservative”, una conferencia pronunciada en 1956 en la Universidad de Swansea y recogida más tarde en su libro Rationalism in Politics, Michael Oakeshott escribió: “Ser conservador es preferir lo familiar a lo desconocido, lo que se ha probado a lo que no, el hecho al misterio, lo real a lo posible, lo limitado a lo infinito, lo cercano a lo distante, lo suficiente a lo superabundante, lo conveniente a lo perfecto, la risa presente a la felicidad utópica”. No es un intento de regresar a una edad de oro pasada (aunque ese elemento está en algunas ideologías de derecha o de izquierda), sino una apreciación del presente, que a menudo va acompañada de la conciencia de que el mejor cambio genera perdedores. “No se idolatra lo que está pasado y desaparecido. Lo que se estima es el presente; y se estima no por sus conexiones con una antigüedad remota, ni porque se reconozca porque sea más admirable que cualquier alternativa, sino por su familiaridad.” Se trata de una disposición “cálida y positiva con respecto al disfrute y fría y crítica con respecto a la innovación y el cambio”. Es difícil imaginar el mundo sin ella: “Cada vez que se alcanza una identidad firme, y también donde parece que la identidad está en un equilibrio precario, es probable que prevalezca una disposición conservadora”.
Oakeshott apunta algunos terrenos y actividades en las que el conservadurismo resulta natural. Un ejemplo -que enlaza con la primera ley de Conquest- son los oficios; otro sería la amistad. Eso no significa que uno rechace la novedad o que el encanto confortable de conservar un amigo impida entablar nuevas amistades.
Donde la estabilidad es más provechosa que la mejora, donde la certeza es más valiosa que la especulación, cuando la familiaridad es más deseable que la perfección, donde el error aceptado es superior a la verdad controvertida, cuando la enfermedad es más llevadera que la cura, cuando la satisfacción de las expectativas es más importante que la ‘justicia’ de las propias expectativas, cuando una regla de algún tipo es mejor a carecer de todo tipo de regla, una disposición conservadora será más apropiada que ninguna otra; y en cualquier lectura de la conducta humana esto cubre una variedad de circunstancias no desdeñable. Los que consideran al hombre de disposición conservadora (incluso en lo que se llama vulgarmente una sociedad ‘progresista’) un nadador que batalla contra la corriente abrumadora de la circunstancia han ajustado sus binoculares para excluir un gran campo de actividad humana.
El conservadurismo en política, dice Oakeshott, no está reñido con la innovación en otros terrenos. Sobre todo es una idea de limitación de la política, una negativa a que esta ocupe todos los aspectos de la vida. El gobierno se ve “como una actividad específica y limitada, la provisión y custodia de reglas generales de conducta, que se comprenden no como planes para imponer actividades sustantivas, sino como instrumentos que permiten a la gente perseguir actividades de su propia elección con la mínima frustración”. No cree que sea necesaria la aceptación de grandes ideas, sino la observación de que “la condición de la circunstancia humana es la que es, y que hemos aprendido a disfrutarla y gestionarla”. Somos adultos, no niños, y “está más allá de la experiencia humana suponer que quienes gobiernan están provistos de una sabiduría superior que les otorga una mejor variedad de creencias y actividades y que les da la autoridad de imponer a sus gobernados una forma de vida diferente”. Si es aburrido que los demás te cuenten sus sueños, dice, es insoportable que te obliguen a recrearlos. La conjunción de sueños y gobierno es tiranía.
Aunque es fácil pensar en Burke y en su polémica con Paine, Oakeshott dice que las raíces de esa disposición se ven mejor en Montaigne, Pascal, Hobbes o Hume. Entiende que la “tarea del gobierno no es inflamar la pasión y darle nuevos objetos de los que alimentarse, sino inyectar en las actividades de hombres ya en sí demasiado apasionados un ingrediente de moderación; limitar, desinflar, pacificar y reconciliar; no agitar los fuegos del deseo, sino echar agua sobre ellos. Y esto no porque la pasión sea un vicio y la moderación virtud, sino porque la moderación es indispensable si hombres apasionados no quieren quedar encerrados en un encuentro de mutua frustración”. También dice que la política es una actividad poco adecuada para los jóvenes. “Para la mayoría hay lo que Conrad llamaba la ‘línea de sombra’, que, cuando la pasamos, muestra un mundo sólido de palabras, cada una con su forma fija, cada una con su punto de equilibrio, cada una con su precio; un mundo de hechos, no imágenes poéticas, en el que lo que hemos gastado en una cosa no se puede gastar en otra; un mundo habitado por otros además de nosotros, que no pueden quedar reducidos a ser meros reflejos de nuestras propias emociones. Y estar cómodos en este mundo familiar nos cualifica (como ningún conocimiento de la ‘ciencia política’ podría hacer nunca), si estamos inclinados a ello y no tenemos nada mejor que pensar, para participar en lo que el hombre de disposición conservadora entiende que es la actividad política”.
Uno de los problemas del conservadurismo es que a veces ajusta los binoculares y deja otras cosas fuera. La concepción amable -y anglosajona- de Oakeshott contrasta a menudo con rasgos desagradables del conservadurismo realmente existente. Pero en otros aspectos su visión resulta perspicaz y aleccionadora. Despreciar ese impulso conservador en política es una frivolidad que nos aleja de las preocupaciones de otros ciudadanos. Desdeñar esa tendencia en otros aspectos de la vida también nos impide entendernos mejor a nosotros mismos.
[Imagen: John Constable]
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).