Un ejemplar de tapas duras de cuero antiguo y grosor de mil doscientas páginas cuelga sobre el presbiterio. En el altar, un editor levanta con ambas manos una cubierta impresa a color, se la entrega a un distribuidor, que sube al cimborrio y amenaza con dejarla caer sobre las manos anhelantes de un librero, inquieto bajo la bóveda. En la nave central, los lectores aguardan silenciosos. Los adoradores del libro códice celebran una ceremonia (sí, sí, podría haber sucedido en el sevillano IV Congreso de Editores españoles que tuvo lugar en junio).
–Para que tus páginas contengan novela histórica y popular –reza el editor.
–¡Te lo pedimos! –responden los fieles.
–Para llevarte al baño o a la cama.
–¡Te lo pedimos!
–Para tocar tu lomo y oler tus folios antes de comprarte.
–¡Te lo pedimos!
–Para que las bibliotecas públicas nos paguen un canon.
–¡Te lo pedimos!
La religión del códice erige su poder sobre la materialidad e inmutabilidad del objeto y en el credo de que el destino de la literatura se encuentra vinculado inexorablemente a la preservación del libro de papel; y atribuye el valor del libro a la fabricación y distribución, más que en el contenido; de allí que el autor, con sólo 10% de derechos sobre la venta, diste de la jerarquía pontificia.
En una de estas liturgias, un hereje que promociona un libro electrónico, como Kindle o Bidibooks (sí, bien pudo haber sido Nick Loeffer, representante de Amazon), osa pisar el templo y decir algo así como:
–El libro códice es un instrumento de alta tecnología, que dotó a la literatura de imponderables avances pero que ahora comienza su declive hacia la obsolescencia, porque al fin otra innovación tecnológica supera las limitaciones del códice.
Sus palabras producen un silencio en la sala:
–¿Qué me decís de su fragilidad? –pregunta el hereje–: ¿cuántas obras son sólo imaginables porque nada más queda el vestigio pobre de Safo, Píndaro, Eurípides? ¿Cuántas bibliotecas han sido devastadas, desde el Templo de Diana hasta el Archivo de Bagdad?
Susurros en la nave central, el lector mira al editor, que, con un gesto, pide calma. Ningún adorador del códice refuta que el ciberespacio, donde estará el gran stock de los libros electrónicos, también fomenta el desvanecimiento de los contenidos. Quizás por ignorancia absoluta o quizás porque especula que la popularización de los dispositivos permitirá la existencia de incontables originales, almacenados en bibliotecas particulares, fáciles de retransmitir, con lo que se aprovecharán las virtudes de ambos formatos, el físico y el virtual.
Inmutable ante los movimientos a su alrededor, el hereje continúa su prédica:
–¿Queréis realmente desconocer su pronto envejecimiento? ¿Cuántos libros deben leerse con mascarilla? ¡Y no olvidéis su volumen!: ¿De cuántos libros os habéis deshecho por carecer de espacio? ¿Y por una mudanza? Además, producir un libro cuesta entre la quinta y la tercera parte del precio de venta al público. La movilización del objeto hasta el punto de venta, la mitad de lo que se pide por él. Según los últimos datos, los distribuidores acaparan 1.571 millones de euros de los 3.000 de la facturación total del sector editorial.
Impaciente, un distribuidor grita:
–¡Apóstata!
Y tiembla de ira y temor. Por primera vez, la pantalla tiene cualidades que pertenecían sólo al papel. La interfaz de Kindle no exige, no pretende, la maravilla hipermedia, que implica enormes costos de realización. Se limita a reproducir lo que ya hacía el códice: la palabra escrita, con la misma facilidad de lectura y la misma calidad editorial y tipográfica. Se restringe al mundo libresco y no modifica, en lo esencial, la figura del autor tradicional. La sustitución inminente del códice por la hoja eléctrica será rápida y sin traumas para el consumidor, que tendrá que desembolsar el costo inicial del artilugio (hoy día Kindle cuesta 230 euros, o lo que es lo mismo: 7,7 veces la última novela de Ken Follet, Un mundo sin fin) y luego ahorrará en el precio de los libros (Plaza & Janés vende esa novela de Follet en 29,90 euros y Amazon-Kindle en 6 euros). Quienes resisten son otros, los agentes dominantes del mercado tradicional. Porque el distribuidor desaparecerá, los libreros deberán luchar por su espacio virtual y los editores tendrán que redefinir su rol bajo las nuevas reglas del mercado:
1) La transmisión electrónica hace innecesaria la producción de una cantidad definida de ejemplares. Cambia el paradigma, pues un solo ejemplar puede distribuirse entre todos los lectores; un ejemplar que puede actualizarse, sin requerir sucesivas ediciones.
2) El espacio digital es infinito y, al no tener la limitación de las estanterías de los comercios habituales, permitirá el contacto del público con más libros que contengan sabiduría, y no sólo entretenimiento, que parece ahora la gran meta de los agentes del mercado editorial, una corrupción que desvirtúa la razón del libro: un libro de entretenimiento no necesita preservarse en el tiempo, ¿para qué, entonces, editarlo en un contenedor que dure cinco siglos?
–¿Por qué lloráis? –pregunta el agnóstico.
Y con razón: si continuara la tendencia actual de centralizar la movilización y ventas en escasas distribuidoras y grandes superficies (que, a su vez, reducen el espacio destinado a los libros) en pocos años el público podrá elegir entre diez, con suerte treinta, títulos por temporada. Lo demás será relegado a la nada. ¿Es el libro electrónico la salvación? Está por verse. Los libros electrónicos, y su sistema de ventas, no sólo contendrán a los que hubieran sido desplazados por el mercado tradicional. También ofrecerán best-sellers, cuya promoción seguirá engullendo a todo escritor profano. La disminución de los costos de producción y el aumento drástico del stock de títulos podrían reducir los precios (como ya sucede) y alentar las ventas y la lectura, al tiempo que la irrupción del nuevo formato acabaría con el mercado casi monopólico que actualmente poco tiene de cultural, pero incitaría el surgimiento de otros agentes, otros intermediarios. ¿En qué discriminador de información confiar ante tanta sobreoferta? Y surge otra incógnita: ¿Pueden competir las tiendas virtuales de libros con el intercambio p2p? Porque hasta ahora el formato códice ha protegido a la industria editorial del asedio al que se expone la discográfica, en franco declive, y la del videojuego, en sorprendente ascenso.
–¡Adorad lo electrónico! –finalizará su discurso el hereje.
El público le aclamará y los sacerdotes desplazados emigrarán. Los iconos de papel levantarán sus templos en otras latitudes. Porque la escisión ocurrirá en los sectores de la población con riqueza suficiente para adquirir y mantener los adminículos electrónicos. El resto del mundo seguirá siendo un reducto de fieles adoradores del códice, siempre que sepan leer y tengan tiempo para algo más que sobrevivir. ~
(Lima, 1970) es escritor y periodista. Su último libro es la novela Tiempo de encierro (Lengua de Trapo, 2013).