La fama o lo mediocre entronizado

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Antes de adentrarnos en la revolución invertida que se está llevando a cabo en el mundo de la fama no estará de más hacer un poco de memoria. Los antiguos veneraban la fama y la vinculaban a la noción de excelente, en una operación donde la excelencia (en las armas, en las letras) era la causa y la fama su efecto. Esa idea de
la fama, relacionada con las virtudes aristocráticas, dura prácticamente hasta la Revolución Francesa, pero tiene un punto de inflexión muy anterior, de naturaleza muy reveladora, en Don Quijote, que está loco y que además de encarnar esa antigua forma de la fama anuncia otra nueva que se hará realidad con el romanticismo, cuando la fama cambie definitivamente de clase social.
     Puede que hasta el siglo XIX la fama estuviera relacionada con la nobleza o con los que asumían sus valores pero, al afianzarse en el poder, la nueva clase dominante, la burguesía, va a rechazar los favores de la fama y los va a proyectar hacia sus afueras. A partir de ese momento, el famoso va a ser el loco. Werther, por ejemplo, el pobre Werther, se hará famoso por su locura de amor, y también se hará muy famoso el pobre diablo de Un héroe de nuestro tiempo. Hablo de personajes literarios, pero que dan información sobrada de hacia dónde iba a ir la fama. Por lo demás, héroes de los nuevos tiempos como pudieron serlo Baudelaire y Rimbaud no dejaron nunca de parecer a los burgueses naturalezas extraviadas y enfermas.
     Ni el poder financiero ni el industrial querían la fama personal, a veces ni siquiera querían la fama para su corporación. Fue la gran originalidad de la burguesía con respecto a la aristocracia. Como depositaria que se sabe del dinero a gran escala, la burguesía va a ser una clase seria, como diría Adorno, y dejará la fama para los que la necesitan más.
     Durante todo el siglo XX la fama seguirá los mismos derroteros que al final del XIX. Asombra repasar las crónicas del siglo pasado y constatar que la fama ha sido un asunto fundamentalmente plebeyo, un asunto, en fin, de los que carecían hasta de sombra. Actores, deportistas, cantantes, bailarines, todos ellos surgidos de la inmensa plebe, todos ellos huyendo de la pobreza y convirtiendo su obstinación (su locura) en materia prima de su fama. Constatación que nos puede conducir a una verdad paradójica: allá donde hay verdadera fama no hay verdadero dinero, salvo en casos excepcionales y de fuerza mayor. Dicho en otras palabras: las caras famosas casi nunca ocultan fortunas inmensas desde que la fama cambió de naturaleza.
     Relegada a los dominios de la no riqueza, o de la falsa riqueza, la fama fue siguiendo una dialéctica descendente en cuyo corpus se fue destronando al loco en beneficio del mediocre.
     Es observable que hasta la llegada de los nazis la mediocridad había tenido muchos problemas para sobresalir o para convertirse en "hecho" de algún modo deseable. Hitler quebró esa línea de navegación, conformando la primera dictadura de mediocres de la historia. De mediocres obsesionados por su popularidad, como lo estaba Hitler, según refieren Odina y Halevi en El factor fama. Luego vinieron otras dictaduras de mediocres, y entre unas y otras ocurrió lo de Auschwitz. Hitler triunfó porque representaba al alemán común, al más normal, al más mediocre, que convertía su mediocridad en vínculo de unión y en icono cohesionador de todos cuantos se reconocían en él.
     Concluye la Segunda Guerra Mundial y empieza el imperio de la televisión, que va a revolucionar hasta el suplicio la dialéctica de la fama. Durante sus primeros diez años de historia, la televisión fue un medio bastante tosco en busca de su propio lenguaje como creador y generador de fama. Apenas conocí esos tiempos prehistóricos, y creo que el cambio con respecto a la idea que nos preocupa ha de situarse en la década de los sesenta, cuando Umberto Eco detectó, en la televisión italiana, la aparición de un presentador que ni era bueno ni malo, aunque se equivocaba bastante: era simplemente muy mediocre. Eco advertía que era un hecho nuevo en la historia de la televisión, ya que ese presentador estaba superando en fama a todos sus colegas. Por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, la mediocridad volvía a seducir. Creo que en España es observable el mismo fenómeno y en la misma década. Si tomamos el ejemplo de los presentadores de televisión, hasta finales de la década de los sesenta el estilo imperante era el de la gran corrección, una corrección casi fúnebre y un tanto mecánica, de carácter inseguro y por lo tanto académico y absolutamente ortodoxo. Pero de pronto empezaron a aparecer presentadores que se equivocaban con cierta frecuencia, y por lo tanto mediocres en su misma profesión, y que hacían las delicias de la gente. ¿Había empezado el gran circo de la clase media y para la clase media?
     Ese proceso ha sufrido de pronto una gran aceleración y nos encontramos en este momento, en el que ya se puede constatar un hecho general de naturaleza inquietante: casi todos los famosos que pueblan el circo nacional son de una mediocridad que restalla y de una pobreza verbal evidente, efectos inevitables de su pobreza mental. Por eso utilizan un lenguaje de una tosquedad tan humillante. En muchos casos, da la impresión de que se expresasen como niños balbucientes, cuando no como auténticos subnormales. Y en todos los actos de su vida y su infravida demuestran una vulgaridad de una transparencia aplastante, que no admite ninguna duda.
     Basta con observar unos segundos a cualquiera de nuestros famosos para asegurar que se trata de un ensalzamiento de la mediocridad de carácter involutivo. Por eso se forman cadenas de famosos donde cada eslabón resulta todavía más vergonzoso que el anterior, y el anterior del anterior. La profundidad en la miseria adquiere entonces su matiz más siniestro, y se llega a representaciones de una vulgaridad sofocante, en el límite del absurdo, y donde sólo se advierte la debilidad crítica y la profunda dejadez mental que ya caracteriza a grandes capas de nuestra sociedad, que consumen toda esa subinformación.
     Da la impresión de que se trata de una corriente de cierto calado, que tiene su efecto sobre el cuerpo social y que se nutre de tres elementos básicos que funcionan entre ellos como vasos comunicantes: los periodistas (y los medios en los que trabajan), los famosos, que les deben todo, y los consumidores.
     La zona de más clara inmoralidad, de más evidente obscenidad (y de más poder), hay que buscarla en las empresas gráficas y televisivas. Al fin y al cabo son ellas las que crean la fama y las que llegado el caso la destruyen, como suelen hacer los periodistas en esa especie de ceremonia extenuante que consiste en masacrar a algún famoso de vez en cuando. La misma estrategia de esos periodistas nos indica que la fama se empieza a administrar ahora con más violencia que antes. En la era de la impaciencia también la fama se convierte en un asunto de ansiedad y viene a ser un latigazo más fugaz que un flash.
     Son, pues, los periodistas los que crean a los famosos siguiendo, desde hace algún tiempo, una gramática precisa, que rara vez se altera. Por más extraño que parezca, no cualquiera puede ser famoso. Ahora mismo, todo famoso ha de ser un sujeto bastante limitado, cuando no explícita y clamorosamente limitado, y ha de albergar una buena dosis de vulgaridad: vulgaridad en el personaje, vulgaridad en la imagen que se proyecta socialmente de él, y vulgaridad en la mirada de quienes lo consumen a diario. De ahí que ser famoso empiece a convertirse en un asunto tenebroso desde que Italia, madre de pueblos, abrió de par en par las puertas a una nueva inmoralidad que tendríamos que calificar de "nuevo populismo", y que tendería a rebajar considerablemente el nivel de la reflexión personal y social, convirtiendo el lenguaje en una máquina rudimentaria y la vida en una representación estúpida de la falta misma de sustancia. Por eso las televisiones y los periódicos conceden desde hace años un espacio tan abusivo, y en realidad tan ilegal, a la feria degenerativa de los famosos y a la exhibición de sus miserias.
     Se engañan los que dan por seguro que la gente es tan necia como los sujetos que salen en los programas televisivos de los últimos tiempos, verdaderos tubos de ensayo de un nuevo concepto de la fama. Las masas se enganchan a ellos porque en realidad están asistiendo al paroxismo de la mediocridad. Con toda seguridad puede decirse que la televisión nunca había llegado tan lejos en la representación insistente, contundente, indiscutible de las más burdas limitaciones humanas. Para el espectador medio, la tentación de sentirse superior a los miserables que está viendo evolucionar en un gallinero de metacrilato debe de ser muy poderosa, y confieso haber caído en ella.
     En lugar de estimular el respeto, tales programas estimulan secretamente el desprecio, y por una sola razón: por más que se enturbien las aguas en este alarmante laberinto de la vulgaridad, la gente se resiste a adorar ciegamente la mediocridad, y en especial cuando resulta muy evidente. Pero esa resistencia puede poco ante la insistencia de los medios de comunicación, que siguen dando espacio a sus fantasmales personajes, en parte para demostrar que sus creaciones no son tan efímeras como pudieran parecer. Pierden el tiempo en esa comedia: las nuevas famas están ya hechas para consumirse como cerillas y desaparecer. El mecanismo salta a la vista.
     Será interesante comprobar dentro de un tiempo a qué lugar nos lleva este proceso notoriamente regresivo, que ha empezado a impregnar todos los ámbitos de nuestras vidas, y que también se observa en el mundo literario.
     A la hora de enjuiciar este momento, es muy difícil evitar el término decadencia. Y supongo que la decadencia implica, entre otras cosas, una falta de exigencia en todo y un regodeo alucinante en las limitaciones propias y ajenas. Desde esa perspectiva, la decadencia no sería (al menos en un segundo momento, y ahora estamos en él) un buen territorio para la razón. Tampoco sería un buen territorio para la conciencia (ni la general ni la situacional), ni un buen territorio para la reflexión. Igual por eso uno de los aspectos que más podemos lamentar del pensamiento actual es su inmovilidad. ¿Nuestra sociedad empieza a estar incapacitada para pensarse a sí misma? ¿A quién puede beneficiar esta mascarada? ¿Estaremos llegado, casi sin darnos cuenta y como quien baja una cuesta, al grado cero del pensamiento? Dicho de otra manera: si en el termómetro de la fama el nivel de exigencia está llegando al grado cero, ¿por qué no iba a ocurrir lo mismo con otros elementos de nuestro sistema de valoración?
     Puestos a reflexionar, quizá queda por aclarar un último misterio que se concreta en una pregunta: ¿La clase media está llegando realmente al poder? De ser así, ¿por qué su "poder" iba a ser mejor que los anteriores? ¿Porque procede de más abajo? La procedencia de un estrato social bajo nunca ha sido ninguna garantía de nada. Y bien, ese poder "sin garantía de nada" se estaría manifestando ya en una nueva idea de la fama: se alza el telón, se encienden los focos grasientos, y empieza la parada de los monstruos.
     Todo un proceso que habría tenido tres protagonistas y tres clases sociales: la nobleza, que hacía famoso al guerrero, la burguesía, que hacía famoso al loco reservándose para ella el humilde anonimato, y la clase media, que estaría haciendo famoso al mediocre ya muy cercano al monstruo.
     Otra interpretación posible, menos simétrica pero quizá más certera: la clase media seguiría desnuda ante la historia y parcialmente desubicada, y el poder continuaría en manos de las corporaciones financieras. La clase media no habría llegado a "ningún lugar", decíamos, y se la tendría además entretenida con espectáculos cada vez más lamentables en los que se ensalzaría lo peor de esa clase: la fatal "medianía" en la que se ha visto obligada a vivir permanentemente, por un extremo rozando los estratos ya cercanos a la clase dirigente y por el extremo opuesto tocando al proletariado más genuino, como bien saben los argentinos. Pero ensalzar la medianía de la clase media no es precisamente ensalzar lo mejor de ese inmenso tejido que ha dado origen a tantos pensadores, políticos, escritores y artistas desde Grecia a nuestros días, y sin la cual no se puede sostener ningún Estado, como sabían Adriano y Marguerite Yourcenar.
     La conclusión a la que me lleva todo lo dicho no es consoladora: la clase media soporta toda esa subinformación porque se ha envilecido o la han envilecido, de no ser así no aguantaría la continua exhibición de algo que en el fondo detesta porque lo conoce demasiado bien, y que siempre ha querido superar de mil maneras: la mediocridad.
     Para terminar, señalaré que la fama ha invertido completamente su dialéctica. Antes la voz misma de la fama le estaba diciendo al aspirante: "No seas mediocre si quieres tenerme", en cambio ahora le está diciendo: "Sé todo lo mediocre que puedas y me tendrás toda entera".
     Como observará el lector, hasta en asuntos tan frívolos como el de la fama todo parece indicar que estamos al final de un ciclo, que tenderá a devorarse a sí mismo por mera inflación, y que es menos caótico de lo que parece, porque lleva una dirección. ¿Cuál es el nombre de esa dirección? Yo creo saberlo y a la vez no. En el crucigrama que acabo de dibujar, el lector tiene la última palabra. –

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