La gran novela latinoamericana de Carlos Fuentes

Reseña del ensayo La gran novela latinoamericana de Carlos Fuentes (Alfaguara, 2011)
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En portada. Un libro de tapa gris y una escalera engalanada con alfombra roja. La literatura es lujo, elegancia y buen gusto.

En la primera solapa. Por poco y no caben los premios que le han dado a Carlos Fuentes. Es un escritor prestigioso.

En la segunda solapa. El ojo de una cerradura que, interpreto, podemos abrir luego de la lectura del libro. ¿Qué hay al final de la escalera? Una puerta. ¿Qué hay detrás de la puerta? El canon.

Pretextos. Para el lector americano, el ensayo de Fuentes tiene tres prólogos: ninguno oficial, todos necesarios para explicar alguna parte del libro.

El primero apareció tres días después de la publicación del libro en España, el 27 de agosto, en el diario El País con el título “Estirpe de novelistas”. El artículo es una apretada síntesis del canon que Fuentes propone. Como sucede a veces, los latinoamericanos nos enteramos de quiénes somos gracias a la Península.

El segundo, “La nueva narrativa hispánica de América (en más de 100 aforismos, casi tuits)”, es un artículo que Jorge Volpi publicó en Nexos el 1º  de septiembre. Allí, Volpi declara ingeniosamente la desaparición del concepto “América Latina” y propone la “narrativa hispánica de América” como una nueva categoría que cobija la ficción escrita en el continente. El texto es una relectura del Boom encaminada a señalar cómo los escritores del Crack y del grupo McOndo demostraron que era posible narrar América Latina desde una nueva perspectiva. También, el artículo demuestra interés en situar la obra de Roberto Bolaño como una respuesta a las grandes obras del Boom; una respuesta, sin embargo –y aquí está, según Volpi, la diferencia entre Bolaño y el Crack y McOndo– que no lleva a ningún camino salvo el del límite: su continuación, su negación y su destrucción. La génesis de esta idea no es nueva; Volpi la publicó en 2008 en diferentes revistas bajo el título “Bolaño, epidemia”. ¿Por qué Bolaño? La respuesta está en el tono ambiguo con que igual lo encumbra y lo denuesta en ambos textos. Es decir, no hay respuesta.

El último prólogo corresponde a las “Palabras finales” del ensayo de Fuentes, que inicia con una captatio benevolentiae en la cual se asegura que el libro que tenemos en la mano es “un libro personal”, escrito bajo una “disciplina irregular” cuyo resultado es la ausencia y/o el exceso de nombres y obras.

 

Los que están. El ensayo de Fuentes parte de una tesis ya presente en su artículo de El País: la identificación de tres textos como ejes de lectura de la narrativa latinoamericana: la Utopía de Tomás Moro, el Elogio a la locura de Erasmo y El príncipe de Maquiavelo. De ellos deriva tres impulsos narrativos: 1) el deseo de lo que debería ser, 2) el deseo de lo que puede ser y 3) el deseo de lo que es. Esta metodología funciona desde su lectura de Bernal Díaz como primer gran narrador del Nuevo Mundo hasta el capítulo dedicado a Pedro Páramo. A partir de allí, la base conceptual adelgaza y el libro se convierte más en un diario de lecturas –de Borges al Boom– y luego en un listado de autores y obras acompañados de pequeños comentarios –autores del “Búmerang”, el Crack, el post-Boom, Nélida Piñón, Juan Goytisolo y una selección de cinco escritoras y tres escritores mexicanos.           

En general, la primera parte no tiene problemas. Es usual decir que Cervantes es el gran iniciador de la novela en español, que Bernal Díaz del Castillo es el gran iniciador de la prosa en América Latina, que Rómulo Gallegos, que la novela de la Revolución, que Rulfo. Sorprende la inclusión de dos capítulos dedicados a la Colonia, por la insistencia de Fuentes sobre la ausencia de narrativa de ficción en la época. Prefiere olvidar el autor textos como Los infortunios de Alonso Ramírez y en general toda la tradición picaresca al declarar que entre Cervantes y Galdós y Clarín no hay nada. La cultura colonial le sirve a Fuentes para otra hipótesis: en el discurso poético latinoamericano sí encontramos hilos conductores sin pausa, y gracias a éstos los novelistas han podido trabajar y revolucionar el lenguaje.

Con los autores del siglo xx tampoco hay sorpresas: conocemos la genealogía de Fuentes desde La nueva novela hispanoamericana (1969),Valiente mundo nuevo (1990), Geografía de la novela (1993) y finalmente en su artículo ya citado. Algunas rarezas: 1) el estudio del Boom corresponde al capítulo que se dedica a la obra de Donoso, cuando usualmente su nombre está en quinto lugar de la lista del grupo y no en primero, lo que produce un efecto de dislocación: quedan aparte García Márquez y Vargas Llosa 2) de cuyos premios Nobel no hay constancia en el libro y 3) cuya importancia casi queda opacada por el papel sobresaliente que se le otorga a la obra de Cortázar, para terminar con el Boom, y a Lezama Lima por encima de los demás: Borges, Carpentier, Onetti.

La tercera parte del libro (capítulos 15-22) se concentra en apretadas nóminas de lectura de obras posteriores al Boom. Contra lo que podríamos haber esperado luego del artículo en El País, Fuentes sí dedica notas a escritoras: Luisa Valenzuela, Matilde Sánchez, Ángeles Mastretta, Carmen Boullosa, Bárbara Jacobs, Margo Glantz, Elena Poniatowska. De la generación Crack se habla tan poco que parece que la más importante de sus aportaciones ha sido la de autonombrarse grupo, actitud que queda relativizada con la inclusión de dos escritores que no figuran en el grupo original: Cristina Rivera Garza y Xavier Velasco. Obras van y vienen pero en muy pocos casos hay algo más que mínimas reflexiones que se le dedican al nombre del autor y título. La lista de los elegidos, sin embargo, no varía de los incluidos en la lista del artículo.

 

Los que no están. Imagino que muchas de las ausencias serán cuestionadas conforme el público vaya leyendo el ensayo. En este caso, yo sólo quiero mencionar dos de las más importantes.

La primera es la ausencia de Carlos Fuentes o, mejor, su presencia apenas desdibujada, anecdótica, durante todo el libro. Nos guste o no su obra, no se puede pensar la narrativa latinoamericana sin libros como La región más transparente o La muerte de Artemio Cruz. Este libro “personal” ha resultado ser poco menos que lo contrario, pues la presencia del autor se restringe a intervenciones biográficas mínimas sobre algún documental que vio en la televisión, su amistad con Donoso, un encuentro con Alfonso Reyes o un par de ideas sobre Borges, la ciudad de México y la novela de la dictadura latinoamericana. Esta ausencia queda resarcida en el artículo de Volpi, donde el Boom –la obra de Carlos Fuentes, los premios Nobel de Vargas Llosa y García Márquez– recupera el origen, el centro y el final de una idea que ya está presente durante todo el ensayo: “la novela [en este caso, la novela del Boom] no refleja realidad: crea realidad” (p. 292). Desde esta perspectiva, el artículo de Volpi es el contrapeso –Cortázar, por ejemplo, aparece una sola vez; Lezama, ninguna– de las ausencias más importantes del libro de Fuentes.

La segunda es la ausencia de Roberto Bolaño. ¿Por qué Bolaño? Porque cuesta trabajo creer que un libro titulado La gran novela latinoamericana deje de lado, olvide, omita, ignore Los detectives salvajes y2666. Aquí, al parecer, el libro de Fuentes es tan personal que termina por parecer ridículo que en cada enumeración de escritores chilenos el gran fantasma sea el de Bolaño (Isabel Allende aparece una o dos veces). En este punto la intervención de Volpi es menos clara, y en su ambigüedad extiende, pero también reduce, la importancia de la obra del chileno a su relación con los autores del Boom. En todo caso, el hoyo negro en el ensayo de Fuentes ha sido cubierto.

Final. La palabra es canon, el muy personal canon de un escritor que hacia el final de su carrera trata de ordenar y de legar sus preferencias. Frente a eso queda poco que hacer: el libro no es una propuesta (hacia dónde vamos), ni una historia (de dónde venimos), ni un estado de la cuestión (cómo estamos). Eso sí falta, sobre todo eso: una motivación o un pretexto para leerlo y comentarlo.

 

Los buenos malos momentos del libro.

  • p. 9: el autor hace una sobreinterpretación de la frase de Cantinflas “¡qué falta de ignorancia!”
  • pp. 9-13: el autor busca reconocer el valor de la oralidad y la cultura indígena en la literatura, pero lo que realmente hace es una reconvención paternalista que se sintetiza en la frase: “aun cuando son iletrados, los indígenas no son ignorantes y aun cuando son pobres, no están desposeídos de una cultura”
  • p. 24: chiste sexual sobre tiburones
  • pp. 67, 294, 295, 377: incómoda ausencia de Roberto Bolaño en listas donde su nombre debería figurar por país, por tema o por género literario
  • p. 417: el autor llama “buena gatita” a Elena Poniatowska; después habla de sus bigotes
  • p. 418: el autor exalta a Poniatowska como una figura central de la posición actual de las mujeres mexicanas en la sociedad y concluye: “lo importante de Elena es que sus posiciones en la calle no disminuyen ni suplantan sus devociones en la casa: el amor a sus hijos, la fidelidad a sus amigos, la entrega a sus letras”
  • p. 428: el autor relativiza la existencia del macho mexicano y argumenta con una de las principales características del macho mexicano: la concepción y veneración de la mujer como madre
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Es profesor de literatura en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia.


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