En dos horas nos vamos a imprenta y hay nerviosismo. Ramón está imprimiendo los PDFs en busca de erratas, o mejor: deseando no encontrarlas, porque un PDF es un archivo casi imposible de manipular, y en dos horas nos vamos a imprenta y ya lo revisamos todo cuatro veces y y y. Falta un anuncio: Yanet está pegada al teléfono pero no hay respuesta. Yo estoy viendo, como todos los meses, la portada con obsesión (ejercicio peligroso: de tanto verla ya no la veo). El mensajero ya fue convocado, y cuando toque el timbre ya no habrá marcha atrás. Son las once de la mañana. Alzo la vista y veo entrar a la oficina, inesperadamente y a paso lento, a Hugo Hiriart, que está en Madrid para presentar un libro. No se da cuenta del ajetreo reinante porque está leyendo un libro sobre la muerte de Heine. Su entrada morosa y su cabeza perdida en las páginas del libro inauguran una pausa, un pasmo, un tiempo fuera del tiempo. Su fruición es contagiosa y me sereno, lo observo, me dejo envolver por su tiempo. Sin alzar la vista, Hugo lee en voz alta unas líneas de un Heine agonizante en París: “Sólo con un gran esfuerzo pude arrastrarme hasta al Louvre, y me colapsé en cuanto entré al majestuoso vestíbulo, donde nuestra bendita diosa de la belleza, nuestra amada Señora de Milo, se yergue sobre su pedestal. Durante un tiempo largo estuve tendido a sus pies y lloré con tal vehemencia que incluso la piedra me hubiera compadecido. Y de hecho la diosa me miró, llena de compasión y al mismo tiempo desconsolada, como queriendo decirme: ¿no ves que no tengo brazos y no puedo ayudarte?”
– Julio Trujillo
(Heinrich Heine)