Lecciones desde el Sur del continente
Suspendamos por un momento el escepticismo y tratemos de imaginar que de las elecciones de julio próximo surge un gobierno de izquierda…encabezado por Enrique Peña Nieto y apoyado por una mayoría del PRI en el Congreso. Aunque la idea pudiera parecer pura especulación a la mexicana, en mi opinión, este panorama está a la vuelta de la esquina. Algo similar ha ocurrido en Argentina desde 2003 y varios de los factores que lo hicieron posible están presentes en nuestro país.
Cuando la presidente de Argentina, Cristina Fernández, anunció la expropiación del 51% de los acciones de la petrolera YPF, hasta entonces en poder de la española Repsol, la reacción de los simpatizantes izquierdistas en los medios y las redes sociales fue una casi unánime celebración de la medida y su reivindicación como parte del ideario histórico de las izquierdas latinoamericanas. A nueve años del inicio de la gestión presidencial de Néstor Kirchner, pocos argentinos y menos latinoamericanos se acuerdan de que en 2003 nadie esperaba que el nuevo presidente diera un giro tan radical a la izquierda en su retórica y programa de gobierno. Sin embargo, habría que recordar, como señala Martín Caparrós (Argentinismos, Ed. Planeta, 2011), que Néstor Kirchner, un oscuro gobernador de la patagónica provincia de Santa Cruz, navegó con banderas desplegadas en la corriente menemista, a cuyo líder recibió con bombos y banderas cuando se asomó por la capital provincial, y que el matrimonio Kirchner-Fernández se distinguió por su coexistencia pacífica con los militares, sus millonarios negocios inmobiliarios y su falta de apoyo a grupos de la izquierda social que se les acercaron por aquel entonces.
En 2003, el desconocido Néstor Kirchner aparecía como el instrumento ideal del presidente saliente, Eduardo Duhalde, para mantener cierto control sobre los hilos del poder. Sin mucha legitimidad electoral, una base de apoyo propia ni un programa definido, el santacruceño parecía destinado a ser la fachada de un poder firmemente enraizado en las redes clientelares peronistas. Sin embargo, unos meses después de haber asumido la presidencia, Kirchner ya era libre de toda tutela política y su lista de logros era larga; había forzado al FMI a aceptar la renegociación de la deuda argentina en términos favorables para el país, lanzado la espectacular campaña de enjuiciamiento a los represores militares, y atraído a sectores importantes de la izquierda social, como las Madres de Plaza de Mayo y organizaciones de piqueteros. Al mismo tiempo, la economía argentina se hallaba en pleno repunte, con tasas de crecimiento anual superiores al 9% anual entre 2003 y 2007, lo cual trajo consigo una recuperación de los salarios reales y una disminución considerable en las tasas de pobreza y desigualdad social. Con altas y bajas, Cristina Fernández ha mantenido el rumbo fijado por su difundo esposo, hasta la expropiación de YPF que tantas alabanzas le acarreara desde todos los confines de la izquierda latinoamericana.
Las hipótesis más comunes sobre el súbito izquierdismo del matrimonio Kirchner-Fernández enfatizan la urgente necesidad de legitimar un gobierno que recibió menos de una cuarta parte de los votos emitidos en las urnas, en un contexto de descontento social generalizado por los devastadores efectos de la crisis económica y política de 2001-2002. A ello habría que sumar el colapso de la izquierda partidista, que se había agrupado en los años 90 en el Frente por un País Solidario (FREPASO), tras la desastrosa experiencia del gobierno de coalición encabezado por Fernando de la Rúa. Esta situación dejó un vacío ideológico que pronto llenaron la retórica y las políticas de Néstor Kirchner, Cristina Fernández y sus aliados del Frente para la Victoria. A nivel del discurso, el kirchnerismo es básicamente el regreso del peronismo de izquierda de los años 70, con un fuerte acento en la justicia social, la redistribución de la riqueza y el nacionalismo económico. A pesar de que una parte de la izquierda social continuó con su tozuda oposición callejera al gobierno y de los intentos de partidos menores por disputarle al matrimonio Kirchner-Fernández el mensaje político progresista, el Frente para la Victoria tiene copado el lado izquierdo de la cancha de tal modo que la única oposición significativa es la del conservador Mauricio Macri, actual intendente de Buenos Aires, cuyas posibilidades de éxito parecen depender de un bandazo del electorado hacia la derecha. Aquí es donde cabe plantearse la pregunta: ¿es posible que algo similar ocurra en México? Opino que sí.
Desde hace poco más de veinte años el sistema de partidos en México se estabilizó en tres fuerzas principales. A pesar de sus malabares ideológicos, el PRD representa a la izquierda partidista en la arena electoral mexicana. Los intelectuales y activistas de izquierda podrán desmenuzar las posiciones políticas del partido y señalar las múltiples inconsistencias, pero la percepción común es que el PRD es el partido de izquierda en México. De igual forma, nadie cuestionaría la afirmación de que el PAN ha sido históricamente el franquiciatario de la derecha. Flanqueado por las posiciones más definidas de sus adversarios, el PRI parecería destinado a ocupar el centro. El centro político es por naturaleza ambiguo; no es un sitio definido, sino acaso un punto equidistante de las cambiantes posiciones a sus costados. En muchos casos, el centro no se reivindica como posición propia, sino que se llega a él a través de negociaciones y plataformas de coalición. En este caso, el centro es, como dijo Claude Leffort del poder en la democracia, un sitio vacío que se llena con el contenido de la plataforma concertada. El punto a destacar aquí es que, aún en este modelo de un centro conformado a posteriori, éste no carece de sustancia.
El PRI ha logrado ir más allá en el camino hacia la abstracción política. No busca diferenciarse de sus adversarios de izquierda y derecha reclamando el centro del espectro político, lo cual implicaría proponer una plataforma alternativa, sino que ha logrado en los hechos vaciarse de todo contenido político concreto. Desde que perdió la presidencia en 2000, el PRI se encuentra suspendido por encima del eje derecha-izquierda; flota libremente en una especie de limbo ideológico. No reivindica ningún proyecto ni presenta una visión de país. Cuando las circunstancias lo obligan a proponer algo, como en las campañas electorales, produce una lista de obras públicas, las cuales se entendería que son de inclusión obligatoria en cualquier programa de gobierno, y se compromete “ante notario” a llevarlas a cabo. El PRI, al igual que el Partido Justicialista de Argentina durante lo peor de la crisis en aquel país, ha quedado reducido a su mínima expresión: es una formidable maquinaria de control político; un efectivo aparato de administración de la pobreza, de la cual se beneficia sin dejarla convertirse en un elemento desestabilizante.
Desde que el PRI abandonó todo principio guía, el partido no tiene un referente ideológico que le permita evaluar normativamente su desempeño en el gobierno y en la oposición. Sus legisladores han votado a favor y en contra de la reforma de derechos y cultura indígenas, negocian y repudian la reforma laboral, un día hacen posible la toma de protesta de Calderón y al día siguiente lo maniatan por el resto del sexenio. Ahora que el PRI está en la antesala de la presidencia, con un sólido impulso que podría darle mayoría en el Congreso federal, me parece posible adelantar la siguiente premisa: si los dirigentes priístas, Enrique Peña Nieto en particular, están pensando en la implementación de un proyecto transexenal para asegurar su predominio en la política mexicana en los años por venir, no les bastará con su maquinaria de control y movilización políticos, sino que necesitarán convertirse en un nuevo referente ideológico, un movilizador de conciencias, por medio de una gran reforma nacional. Tendrán que “re-materializarse” en pocas palabras. Para ello, el giro a la izquierda ofrece la mejor posibilidad de éxito. Yo creo que efectivamente veremos un proceso de este tipo y que éste podría llevarse a cabo a expensas de la izquierda organizada en el PRD. ¿Por qué?
Existe una enorme reserva de legitimidad para quien pueda plantear la ruptura abierta con el modelo económico de las últimas tres décadas. Esta ruptura, siguiendo la lógica del análisis costo-beneficio común la ciencia política contemporánea, sería relativamente poco costosa. El Consenso de Washington no existe más; en el marco de la recesión mundial, nadie se molesta ya en pregonar las virtudes de la desregulación y la liberalización irrestrictas de los mercados; México no está postrado económicamente como para mendigar paquetes de rescate que condicionen cómo se gasta cada peso del presupuesto público. Es fácil ser de centro-izquierda en el mundo actual, los predicadores del neoliberalismo llevan algunos años en franca retirada.
Por otro lado, si el nuevo gobierno que surja de las urnas el 1 de julio puede anotarse algunas victorias en el combate al crimen –capturas espectaculares, cabezas de la administración actual en la picota- y tiene la capacidad de mejorar significativamente la percepción nacional e internacional sobre los niveles de seguridad pública, manteniendo bajo control a las organizaciones criminales, el país estará en una inmejorable posición para capitalizar las oportunidades de crecimiento acumuladas (y congeladas por la inseguridad) y las que se presenten con la recuperación económica en EEUU y el resto del mundo. El descontento social es generalizado debido a los largos años de magros resultados económicos y sería fácilmente capitalizable a favor con un cambio de rumbo económico que no tocara en lo fundamental los patrones de acumulación de capital, pero insistiera en la redistribución de la riqueza a través de la reconstrucción de la red de seguridad social, por citar el mecanismo más común.
En Argentina, Kirchner tuvo que dar el giro porque el modelo neoliberal había puesto al país al borde de la extinción, pero sólo pudo llegar tan lejos a la izquierda porque tenía el camino libre. En México, el próximo presidente tendrá un rango mayor de opciones, pero parece de sentido común apartarse claramente del modelo en curso. El ambiente interno y externo es propicio para ello. Si el PRD sufre un colapso en las elecciones de julio y se enfrasca, como suele hacerlo, en una disputa post-electoral suicida, es probable que el PRI se apreste a ocupar ese espacio vacío, radicalizando el discurso y cosechando el apoyo social a las reformas. La pregunta obvia es entonces: si el cambio hacia una política económica y de seguridad más “progresista” es el camino más probable, ¿cuál es la diferencia entre que lo implemente el PRI o el PRD, o el PRI sin el PRD para hacerle sombra? La respuesta puede venir también de Argentina. Cristina Fernández y los demás herederos del kirchnerismo han amasado tal poder que ahora ellos son La Izquierda y no deben consensar con nadie su programa de gobierno; el espacio para la organización independiente de izquierda se ha reducido ya que el Estado ha vuelto a ocupar grandes espacios de la sociedad civil. Los grupos que se suman al proyecto son “incorporados” en la maquinaria política kirchnerista. Como resultado, el gobierno de Cristina Fernández se encierra cada vez más en sí mismo y ha pedido la sana perspectiva que le otorga la crítica independiente. Cuando los años de vacas gordas lleguen a su fin, será la izquierda, como referente ideológico, la que pague los platos rotos.
En México, es imprescindible que el PRD marque bien los contornos de la crítica de izquierda a la probable cooptación de su propio programa histórico. En cierto modo, el PRD tiene que negociar los términos de su cesión de propuestas para ser incluidas en el programa de gobierno, posibilitando un espacio de evaluación independiente y rendición de cuentas. Para ello serán imprescindibles un liderazgo sólido y abierto y una fracción parlamentaria activa. El PRD ha sido incapaz de traducir las condiciones favorables para el giro a la izquierda en una campaña presidencial exitosa; ahora debe asegurarse de que el cambio por el que luchó no implique, paradójicamente, su propia extinción.
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.