Otro hogar

Un cuento.
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Ce qu’on peut voir au soleil est toujours
moins intéressant que ce qui se passe derrière une vitre.
Dans ce trou noir ou lumineux vit la vie,
rêve la vie, souffre la vie.
Charles Baudelaire, “Les fenêtres”

Qué distinta era la perspectiva de los tejados, desde arriba. Nunca, hasta ahora, le habían llamado particularmente la atención. Antes, la vista le había mostrado un primer plano de fachadas blancas e insulsas, construcciones ni antiguas ni modernas: nada más viviendas viejas que no podrían jactarse nunca de tener un estilo definido ni de nada que las hiciera memorables.

Cierto: había observado entonces a los cuervos, las urracas y, a veces, las palomas hacer un alto en el techo de una casa. ¡Gaviotas incluso! Graznaban de repente antes de echarse a volar de nuevo, pero entonces eran vuelo y cielo, la realidad de pájaro lo que llamaba su atención. Ahora eran, definitivamente, los tejados.

Desde las ventanas altas, sentada en la cocina o ante el escritorio, eran lo único que alcanzaba a ver. No los muros ni la concreta familiaridad de las viviendas, sino un apiñarse de techos inclinados de teja roja mixta, más cercanos entre sí, por una dislocación de perspectiva, de lo que estaban en realidad, dando la curiosa impresión de estar asomándose a un pueblo, lejos de la ciudad. En una montaña, quizá. No sabía por qué los tejados adquirían entonces un aire añoso y noble que desde otra mirada le había pasado desapercibido, y la imposible convicción de estar en un pueblo rústico y desconocido volvía más fascinante la fractura al bajar las escaleras, abrir la puerta principal y encontrarse en el suburbio de siempre.

De un solo edificio alcanzaba a ver al menos una porción de la fachada, y era, entre todos, el más bello, en su equilibrio decoroso de ladrillo –ocre alternando con el pardo, el rojo, el casi negro– bajo el techo de acentuada inclinación que se distinguía de los otros por sus estrechas tejas planas, oscurecidas aquí y allá por años de intemperie, y una apenas perceptible ondulación justo al rozar lo alto de los muros, discreta disputa con el rigor de la línea recta. Entre las dos alas principales sobresalía una tercera sección, pequeña pero de primorosas proporciones, adormilado remanente de arts and crafts que se elevaba con su propia techumbre y cerraba en un ángulo agudo, resguardando las dos ventanas que, desde donde ella estaba, alcanzaban a sugerir un acceso a la vida del interior.

Vida, porque ese aguilón que sobresalía con tal vehemencia era, de hecho, un pequeño hogar. Una mañana vio a dos urracas que, audaces, bajaban a pequeños saltos por las tejas desde la punta del pronunciado declive, exploradoras un tanto torpes pero renuentes a hacer uso del vuelo, como reclamando para sí el techo y todo lo que hubiera dentro. Una de ellas volvía repetidamente la cabeza, negra y reluciente, hacia la ventana, y parecía hacer por asomarse –por ofrendar incluso algo al corazón ahí preso–. Pero quien quiera que estuviera dentro, viviendo su vida tras los cristales, no lo sabía.

Entre las dos pequeñas ventanas, una losa de piedra caliza, coronada por solemne frontón, contaba una historia casi ilegible del edificio, las letras borradas hacía mucho por lluvias, viento, ráfagas y tiempo sin cuenta. Lo único aún descifrable era, en estilizadas cifras, el año de construcción: 1927.

Durante la jornada cotidiana, fuera de día o de noche, esas dos ventanas se ofrecían a su campo de visión como el único indicio de un mundo al menos en potencia habitado, y entonces interrumpía su quehacer para intentar atisbar en su interior, movida por quién sabe qué complicada ternura.

Aunque no podía verla, estaba segura de que tras las dos ventanas vivía una mujer; una mujer que, como ella en otro tiempo, se detenía por momentos a mirar a los cuervos y las urracas, el elegante mecerse de las largas cabelleras de los abedules plateados plantados en ristra. Era una mujer, pero era también una sombra. El despojo o el recuerdo abandonado (que no es lo mismo que olvido) de algo que ya no estaba ahí.

Allá arriba, el tiempo cambiaba. Las ventanas multiplicadas que se abrían a extensiones inmensas de cielo azul, interrumpido por nubes pasajeras, mostraban luego los hilos cristalinos e incesantes de una lluvia que aporreaba los tejados del pueblo dormido, volviéndolos más rojos, más brillantes. A ratos había, simultáneos, lluvia y sol, y una tarde se había quedado contemplando el espectáculo de un doble arcoíris mientras el agua tamborileaba en el cristal con un dulce derramamiento de alegría.

La mayor parte del tiempo la perspectiva era una de alternancia. Nubes, sol, claros de azul entre más nubes blancas, grises, luego casi negras cargadas de plomo, a la vez ominosas y dulces, acompañadas del barrunto del trueno, y luego caía la lluvia, de nuevo la lluvia, la música gentil que hacía de su casa un castillo aislado del mundo todo. El castillo que dominaba el paisaje del pueblo dormido, las techumbres, triángulos de ocre vivo.

Era agosto, y la majestuosa lucha de los elementos y los astros era quizás el signo de un fin de los tiempos (en otras regiones la tierra ardía, el fuego se levantaba de los bosques con la imponente majestad de su ralea, un espectáculo de atroz belleza que atenazaba con una mezcla de arrobo y terror), pero esas consideraciones no eran motivo para cerrar los ojos ni sustraerse de la conmoción de alma y sentidos provocada por la opulenta belleza de esos cielos inestables.

Un hogar, un reino. Pensaba poblarlo de palabras. Sería excitante verlas volar por las ventanas pródigas que la rodeaban, unirse a la población pasajera de las aves. Que se las tragara el cuervo y las profiriera después la urraca; que las murmurara, bajo, la paloma. La gaviota se las llevaría al mar, agotando la lejanía del horizonte.

Ese era su ensueño, y sonreía. La brisa batía las persianas blancas por toda la casa. Su aérea percusión era la presencia misma, el espíritu lacónico pero despierto del aire. Aire, palabras y esperanza. Entonces su mirada era atraída de nuevo por las dos ventanas pequeñitas, veladas solo a medias por las rejillas de color marrón, singularmente quietas, y se encontraba preguntando: ¿Quién es? ¿Cómo es? Y luego, ¿dónde estás?

Y aunque nunca llegaba una respuesta, ni había movimiento alguno interrumpiendo la hundida sombra tras los cristales, ni sonido, ni la más nimia señal de actividad, a veces, mirando las ventanas, pero también dentro de sí podía ver a la mujer que día con día dejaba la calidez de su cama, saludaba la luz, volvía una y otra vez sobre las rutinas que construían la vida en su pequeña morada, un mundo que sostenía con afecto y gratitud, y la veía aceptar la medida de su espacio en los pocos pasos que hacían falta para ir de una habitación a otra, tomar sus alimentos con una paciencia disciplinada en la mesita cubierta de libros y asomarse al mundo de las viviendas vecinas, de los pájaros en los tejados y en el cielo, de los abedules. A veces, de noche, vería la luna, siempre trastornada por el doble cristal intermediario que desdoblaba su contorno.

Si antes había mirado los abedules hasta arrancarles la dádiva del habla –el habla silenciosa de los árboles, su apego–, ahora miraba elevarse por encima de las techumbres del pueblo una multitud de copas frondosísimas, imitando las suaves formas de las nubes. Había un bosque allá, detrás. Un reino nuevo que quizás algún día se atreviera a descubrir.

Y la vastedad del cielo. Destellos de luz rebotando de un cristal a otro. La alegría. (Una mañana, caminando por calles nuevas, las flores púrpuras y blancas meciéndose en lo alto de las varas de malvarrosa la habían hecho sonreír, pero mientras se alejaba la alegría se había filtrado hasta lo más hondo de sí, un gozo irrefrenable que la hizo reír, brillar, y se volvió para mirar de nuevo las flores salvajes en medio del jardín domesticado y devolverles su canto.) Sí, eso era la alegría, gestada en los techos altos de su hogar. Los cielos altos. La flor abriéndose ahí, en el sueño, el silencio, el centro del pecho, para que pudiera llevarla después a todos lados.

Y luego, de nuevo, las dos ventanas llamándola desde el flanco derecho, desde el simétrico aguilón de exactamente un siglo atrás donde tantos alientos se habrían excitado y apagado. La llamaban. La seguían, la asediaban, aunque la habitante de aquel otro, pequeño hogar no lo supiera, ni se asomara, ni fuera visible en forma alguna.

A veces, al despertar en plena noche, o en el glorioso tránsito azul y rosa de la madrugada, el llamado se volvía más insistente, y no siempre podía resistir la tentación de ser ella quien se asomaba, buscando –y ahí estaban, tan quietas y oscuras–. Nadie la llamaba.

La ternura al mirar ese silencio interrogante no menguaba. Los buenos deseos. Pero había también otras notas de sentimiento menos claras, menos dulces, desprovistas por completo de luminosidad. A ese acogimiento, el del pequeño hogar y la mujer sola que construía sus días y sus noches con la disciplina del cautivo, no quería ir. No quería verla, no quería oír sus pasos afelpados en la alfombra, cortos, como si hubiera algo en esa vida que quizá debiera recordar –y no quería.

Pero tampoco quería abandonarla, y la imagen del techo empinado con sus tejas marrones y manchadas de años inmaculadamente dispuestas, los ladrillos vibrantes al sol en la pulcra estructura del modesto edificio, como la casa de un cuento, la inscripción borrada en la losa blanca y, entonces, las ventanas –aún vacías, siempre vacías– era, tenía que admitirlo, deliciosa, y si la atraía había de ser por el puro deleite de mirar. No era pintoresca, sino la vívida imagen de otro mundo, de otro tiempo con su entereza superpuesta al plano del tiempo actual que tendría que haber visto al asomarse por la ventana. Era, ya lo hemos dicho, la construcción más hermosa del pueblo dormido, y había algo noble encerrado ahí, algo que dormía también, o latía dormido, como un corazón de oro tras las ventanas. Entonces quería ir.

Lo que más le asustaba era la imagen eternizada del invierno. El invierno largo y brutal. El invierno sin fin. El alma amarrada allí y, afuera, todos muertos. El invierno sin primavera por venir, sin amor, sin esperanza. No quería ver ni oír el llanto de la mujer, pero menos aún quería escuchar su silencio, verla levantarse y andar de una habitación a otra aletargada, todo el dolor, el terror, la ira dentro, y luego irse a dormir, muy quieta toda la noche con la angustia en el rostro enajenado, para despertar a poco a un día igual. El invierno que era, a falta de cielo, un inframundo.

¿Y por qué las ventanas cerradas? ¿No había existido acaso un tiempo en que la mujer las abría al despertar, y las dejaba abiertas (sus ojos al mundo) todo el día? Para que entraran el aire y la luz. A veces, las abejas. Qué había sido de ella, entonces. Qué significaba el rotundo silencio, la inalterada, gris oscuridad de ese interior invisible. Ventanas cerradas. ¿Qué vida se habría apagado así, de golpe? Y ella sin saberlo.

No como sucedía con el vecino de enfrente. A él, sabía, era el cáncer el que se lo llevaba. Había visto a una enfermera salir de la casa alguna vez, el cubrebocas ocultando la mitad de su rostro; la había visto abrir la puerta de su auto con cansancio, o quizá pena, una pregunta sobre el común destino de lo humano. Otras veces dos jovencitos (hermano y hermana, suponía, los hijos del enfermo) charlaban y fumaban en la puerta. O quizá no fumaban. Quizás eso ella lo había imaginado, porque era una forma imparcial de hacer pasar el tiempo esperando la muerte.

Luego vino aquel domingo: lluvia todo el día, toda la noche, interrumpida por breves intervalos, espacios entre las nubes en los que brillaba el sol, y entonces se reunía más y más gente afuera de la casa. Todos vestían de negro. Un par de hombres llegaron durante el día; se ponían el saco o la chaqueta de luto al salir del auto, con una expresión indefinida pero seria en el rostro. Los jóvenes ya estaban ahí. Así pasaron las horas, el día; todos salían cuando paraba de llover, porque buscaban, como cualquiera, la luz del sol, la poca o mucha que les fuera dada, o porque era duro volver al interior y contemplar el silencio del familiar muerto, al que ya no tenían nada más que decirle, o sí, pero había que callarlo, porque no podían.

Cosa curiosa, no vio lágrimas nunca, ni pesar, cada vez que pasaba por uno de los ventanales que rodeaban su casa allá en lo alto, volviéndola incluso en el día gris una vasija de luz. Nadie lloraba. En la tarde llegaron un par de niños rubios. Corrían, reían, jugaban, entretenidos más o menos por los jovencitos huérfanos, y le intrigó esa ostentación de serenidad. No que creyera que fueran insensibles, o que no amaran al hombre que había muerto. No que estuvieran, tampoco, “tristemente resignados”. Era más como si esa familia, amigos, quienes fueran, se replegaran en la cadencia del día con la más estoica e inconsciente mansedumbre, un mero no interrogar asentado en su cuerpo humano, un inocente dejarse guiar hacia adentro por la lluvia, salir luego o dejarse calentar por el sol que ya secaba el suelo reluciente de agua. Un estar ahí porque sí, porque eran juntos y alguien suyo moría adentro. Así, hasta la caída de la noche.

Pero no llegó nunca la carroza fúnebre para llevárselo. O una ambulancia. Nada. De pronto todas esas personas se habían quedado calladas; habían entrado a pasar la noche velando a su muerto, o se habían ido, quizá, dejándolo solo en la casa muy quieta, las ventanas cerradas también, sin una sola luz que alumbrara los cristales.

La casa con el umbral delimitado por un arco pesado de rosas donde el hombre, un año atrás, sano o ignorante de la enfermedad, tomaba el sol, el pecho desnudo, con su mujer, en tumbonas los dos, y alegres. Un año que había sido de sol, aunque también de muerte.

Y se preguntaba entonces si eso habría sucedido con la mujer que imaginaba, la del pequeño hogar, la que abría las estrechas ventanas para que la vida entrara y, si fuera de algún modo posible, la invitara a su comunión, que tenía todo que ver con los cuervos, las gaviotas y palomas, todo que ver con el graznido constante de la urraca que perturbaba el día con su ríspido cascabel; con las ardillas y la zorra que se aparecían cruzando el zacate de repente. Con el gato que llegaba de alguna casa vecina y que le hubiera gustado acariciar, si estuviera fuera, si hubiera un afuera, si aquel espacio pequeñito y digno no ciñera su vida como un triste lazo de esponsales.

¿Habría cruzado ella también ese otro umbral, ese tras el cual ya no se abren nunca las ventanas? Y si así era, ¿por qué no había habido ninguna congregación de gente de negro ante su puerta? ¿Era que nadie había venido a velar la noche con ella, sostenerla junto al sosiego de sus párpados cerrados?

O quizá simplemente había sucedido un día en que ella no estaba ahí, dominando la visión del pueblo desde arriba. O quizá no había sucedido. El silencio se había impuesto de golpe nada más y porque sí. No se había apagado luz alguna donde una vez, lo sabía, había habido luz. La mujer había desaparecido sin dejar huella, ni recuerdo ni signo entre los muros blancos de haber habitado nunca ese lugar. Como el María Celeste, pero más hondo el misterio, porque aquí ni una sola huella había quedado.

Y qué bella estampa sería, pese a todo, se dijo una mañana al contemplar la perfecta simetría del edificio centenario, las nítidas líneas del saliente de ladrillo, la techumbre en punta; qué hermoso, de verdad, sería verlo una mañana, al despertar, cubierto de nieve.

Pero si nevara, entonces sería invierno. Querría decir la oscuridad y no, ni siquiera el resplandor de la nieve sería capaz de disiparla, porque la nieve habría caído de las nubes cargadas de augurios, de nunca, nunca más; nunca más la embriaguez de la vida, ni el mañana. El invierno sería el fin. ¿Y dónde está, entonces, la mujer?, se preguntaba. ¿Se la habría tragado el túnel de la desesperanza, el no ver, no oír, no tocar, no ver ni oír más que la danza de la muerte, rondando? La muerte nada más quien bailara en la blancura, levantando copos como espuma, pero dejando las huellas pardas y lodosas de la nieve pisoteada con sus pies de hueso, sus pies de aire, y quizá fue entonces que la mujer cerró las ventanas, quizás entonces cuando asumió, en silencio, que no quedaba nada más que decir. Que el mundo se había quedado sin ecos, que todo el fragor, el empeño, la locura, se habían acallado con el mismo paso subrepticio de la nieve al caer, de noche, para que al despertar… nada. El pueblo dormido, enmudecido. Fantasma.

Eso pensó, con pesadumbre, y casi quería ignorar la visión de la morada dulce, sí, pero callada. Pero estaba ahí, día con día, el edificio primoroso aún de pie, como diciendo: “Esto no es, no puede ser el fin.” Aunque supiera que las ventanas debajo que no alcanzaba a ver estarían también cerradas, asomándose a otra nada, a otra casa vacía, porque ahí un hombre viejo y amargado había muerto en sueños. Sí, sin duda; se había ido dormido en el invierno y justo antes de la nieve, y la mujer sentada muy quieta en su pequeño hogar habría oído una mañana golpes incomprensibles cimbrando el edificio, preguntándose qué podía ser, quién, qué, sin saber entonces que sacaban el cadáver por el pasillo estrecho –arduo habría sido volver la camilla entre la puerta y la escalera–, que había dormido toda la noche un sueño acompasado con el sueño de un muerto.

Entretanto volvía la noche, puntual; el bajar renuente las persianas porque no quería dejar de ver el cielo –amplio, alto, infinito, lo alto que los pájaros se alzaban en su vuelo–, arrebujarse en el edredón limpio, las almohadas mullidas y nuevas, saberse envuelta por la benevolencia del sueño y de la vida.

O dejarlas abiertas. Dormir así, la entrega al cielo más rotunda, más confiada. Y la luna por la ventana. La luna que la otra mujer solía ver no de frente como ella, sino alzándose a su costado tras el estrecho cristal, agradeciendo siempre el milagro; el contorno que el vidrio duplicaba, nunca el círculo exacto de la luna, pero la luna al fin, mientras que ella la veía ahora alzándose incluso en el cielo pálido del fin de la tarde, una luna partida a la mitad, más y más brillante a medida que el azul del cielo se volvía más intenso, más oscuro. La luna un resplandor rosado y tenue, y justo antes de la caída de la noche el más sutil fulgor dorado en su contorno, visible apenas.

Llegó una nueva noche y, con ella, más nubes, velando la luna con mayor comedimiento, volviendo difusos sus contornos, un manchón de blancura entre charcas de tinta con una luminosidad reconcentrada, como si tuviera luz propia, una voluntad de vencer el velaje celoso, y entonces asomaba de nuevo, blanca, blanca y radiante, su forma desvaída pero aún con un barrunto de redondez, solo para ser de nuevo encubierta, casi por completo, casi –pero allá, detrás, el resplandor.

La joya inescrutable del cielo. El don que perseguía era ahora, ante el ventanal, un nacimiento, un elevarse, su intermitente ocultamiento un juego de velos y apariciones nada más; un borrón de luz que pulsa, abierta toda para ella, que así sería testigo.

De pronto advirtió que esa mancha de luz se alzaba más y más, trazando una línea perpendicular a la pendiente inclinada del techo del otro hogar. Vio las estrechas ventanas oscuras, totalmente oscuras, las persianas aún a medio alzar, suspendidas en ese gesto que no era ni vida ni no vida. La mujer que antes siempre se sentaba a ver la distorsión de la luna ya no estaba. ¿Adónde había emprendido camino? ¿A qué muerte? ¿A qué refugio?

Entonces cobró conciencia de su propio corazón desbocado. De cómo, con qué rapidez bajaba la temperatura de su cuerpo, helado por el horror: horror de imaginar, o peor aún, saber vacías las habitaciones de la mujer. Horror de la fuerza irrevocable de ese vacío, de esa oscuridad gris como la asfixia. La insoportable ausencia, la vida borrada, anulada, habitaciones abrigando no otra cosa que el no ser.

La cuerda del horror supo desde entonces enlazar el día a la noche, transformarse por ejemplo una mañana en una fascinación devastadora al mirar a la urraca ansiosa que daba saltos en el blanco antepecho de una de esas ventanas vacías, agitaba luego las alas en un exasperado remedo de vuelo que no quería ir a ningún lado, se posaba en el límite de la curva inferior del techo, mirando hacia el interior, y luego otra vez el batir de alas, las patas agitándose desmañadas en el aire, el regreso al antepecho, picoteando el cristal que ya no protegía nada ni a nadie. Toda la mañana.

Así el transcurrir alucinado de los días, cada vez más nutrida la población de pájaros en los tejados, y qué maravillosa imagen de soberanía y libertad era, por contraste, ver a un cuervo o una paloma posarse en precario equilibrio en el vértice agudo de un techo, estarse ahí un momento largo en una quietud estremecida apenas por un reacomodo de sus plumas, una contemplación de pájaro, diálogo con el cielo, y luego echarse a volar, o verlos agruparse y bajar la pendiente a saltos, pequeños e inquietos como niños, curiosos como comadres.

Y luego al inicio de la tarde, la luz de pronto ensombrecida, un suave rumor y, al alzar la vista, encontrarse con los tejados relucientes bajo la lluvia que dejaba delgados rosarios de diamantes diminutos en el cristal.

Después, el regreso de las noches, cada una en su lugar. Cenar con las persianas descorridas para no perderse ni la última y más nimia transformación de la luz, leyendo a medias, a medias abstraída en el paisaje, la masa de frondas de los árboles allá en el bosque aún desconocido cada vez más indistintas al acentuarse las sombras y, de pronto, ese rostro en la ventana, quieto y observante sin un cuerpo, el cuello imposiblemente largo, una serpiente, como el cuello de Alicia; una cierta elegancia en la pose de esa cabeza flotante, el rostro pálido, los aretes de cuentas larguísimas también, como cascadas, y una voz que venía, cómo saber de dónde, sonora y murmullo a la vez: “Sí, muerta estoy.” Saber que buscara cuanto buscara nunca podría encontrarla, a la dueña de la voz y de ese rostro, portadora de inesperadas noticias, y pensar que era extraño que el rostro se hubiera aparecido sin provocar sobresalto ni extrañeza, sin traer consigo indicios de compañía, de amenaza o soledad.

Esto antes de caer de nuevo en el sueño dulce, cada noche más y más profunda y silenciosa; el confiado abandono al reino del no saber, no ser, o ser mejor dicho de otra forma, un cuerpo regenerándose, conciencia entretenida en la materia de los sueños.

Y si el sueño era así de dulce, ¿por qué de pronto ese sentirse arrancada de su eje, transportada así, inerme, a otro lugar que nada tenía que ver con el reino del dormido? Un lugar fracturado que era sin embargo cercano como un aquí. Entonces qué manto envolvente de tristeza, qué dormir sometida por la convulsión de un llanto soterrado que era un desgarrarse dentro, silencioso y tibio, como el sueño, sí, como el sueño que no tiene despertar porque se desconoce la esperanza, o del que no se quiere despertar. ¿Por qué? ¿Por qué era sacudida así por el terror de estar presa en otra existencia, presa de aquella soledad irremediable, cuando no quedaba nadie, nadie más, y el viento invernal azotaba puertas que nadie ya cruzaba?

¿Quién era, qué, el fantasma sentado ahora sobre su pecho diciéndole, obligándola, duerme, duerme, duerme sin fin? ¡Ah, pero entonces la luz, el rosado encantamiento del alba! Porque se había dejado la persiana abierta finalmente, para dormir al cobijo de la noche, el arrullo en sordina de los astros, la presencia oculta de la luna nueva, y ahora el sol atravesaba un velaje de nubes como lana blanda, y al abrir los ojos para encontrarse con esa alegría humilde y suficiente y vislumbrar apenas el trazo lejano de alas que ascendían lo único que escuchaba era ¡Despierta! Despierta, sí, y también ¡Soy yo! ¡Soy yo!, la mujer que a solas desenredaba su cabello, la que iniciaba el día, siempre el nuevo día, y siempre en el caudal de la luz; la que se sabía muerta y en el tiempo detenida como la rosa hecha de puras gradaciones del gris en una fotografía en blanco y negro, recuerdo de alguna elusiva presencia sostenida y a la vez disuelta en el aire quieto de un par de habitaciones vacías, deseando y no deseando ser, reacia por igual al recuerdo y al olvido. Eso le decía, forzándola gentilmente, con insustanciales dedos, a despertar, y si obedecía y abandonaba el lecho, si se asomaba a las grandes ventanas veía solo los tejados de las casas del pueblo somnoliento, pero podía oír abajo las voces, las risas y el humano fragor del día confundidos con la algarabía de los cada vez más numerosos pájaros, pájaros como palabras, y las palabras volaban de boca en boca para suscitar asombro, llanto, éxtasis, sonrisas, como las palabras –pocas, suficientes– que el vecino y su mujer intercambiaban bajo el sol en las tumbonas ante el portal, bajo el arco indulgente de las rosas.

Un ejercicio de fe. Un ejercicio de esperanza.

Afuera del pueblo, todas las casas son blancas, relumbrando bajo el sol. ~

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