La lámpara Fryebo y el cine que nos hará mejores

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Es innegable que los españoles nos hemos ido sofisticando. De los hogares con reposabrazos de ganchillo y figuritas de Lladró hemos pasado a muebles de nombre sueco y difícil pronunciación. Hemos sustituido el turismo de paradores por viajar a Nueva York o disfrutar una semana en el Caribe. Obviamente esta sofisticación también se ha llevado a algunos campos culturales como es el caso del cine. También en el cine necesitamos el equivalente a muebles que indiquen que nos hemos quitado de encima esa caspa atávica y que por fin somos modernos, ma non troppo. Hay películas sintomáticas de ese fenómeno, que hacen patente nuestra evolución pero, eso sí, sin riesgos ni estridencias. Una de ellas es The Artist, que cautivó al público hace unos pocos años. Los espectadores salían de la sala con los ojos enrojecidos pero no con la sensación de haber visto una pequeña y edulcorada historia de amor de inocente humor blanco, y que podría haber firmado Disney, sino con el convencimiento de haber visto gran cine y de haber aguantado sin esfuerzo una película en blanco y negro que además era ¡muda! El cine mudo renacía así, con artista pero sin aristas, con ñoñería amable. Un pretendido homenaje al cine silente que refuerza la idea de que el cine era entonces blando y vacío, y destierra de un plumazo la complejidad humana de F. W. Murnau, la carga social de Chaplin o el absurdo ingenio de las cintas de Buster Keaton.

Otro ejemplo magnífico de cine que acaricia el ego del espectador con veleidades culturales es La gran belleza. Paolo Sorrentino, con la ayuda de la impecable actuación de Toni Servillo, creó una hipnótica película esteticista, con una Roma de anuncio como decorado y con indisimulados homenajes a La dolce vita, de la que no deja de ser una versión masticada y sin las sombras ni los interrogantes que planteaba Fellini. En La gran belleza el subtexto felliniano pasa a ser una voz en off explicativa y las metáforas se resuelven de inmediato con el fin de evitar la pérdida del espectador. En una escena, Jep Gambardella (Toni Servillo) le pregunta a la monja (un trasunto de Teresa de Calcuta): “¿Sabe por qué come raíces?”, y ella responde: “Porque las raíces son importantes.” En la escena siguiente, el protagonista vuelve a su pueblo de origen, al lugar de su primer amor. Sí, lo han adivinado: a las raíces. Sin negar los riesgos asumidos y los aciertos de Sorrentino, el efecto en el público es muy similar al del ejemplo anterior. Por fin ha visto gran cine, nada de linealidad argumental ni tramas simplonas. Una película compleja de esas que alimentan las conversaciones de sobremesa.

Pero no es posible abordar este cine que nos hace parecer más cinéfilos en una sola sesión sin mencionar el último éxito de González Iñárritu. Es este caso más interesante porque no hay homenaje explícito. Birdman pretende ser, por sí misma, una obra de arte. Vaya por delante que, como en el caso de Sorrentino, la factura es impresionante. Iñárritu hace gala de un virtuosismo que lo deja a uno boquiabierto en la butaca. Planos secuencia larguísimos que se engarzan con otros con una pasmosa habilidad. También la batería de Antonio Sánchez (baterista de Pat Metheny) le otorga un nervio innegable y todos los planos están cuidados al extremo. Pero no deja de ser una propuesta engañosa y una exhibición de recursos que no cumple lo que promete. Con papeles que responden a estereotipos desquiciados, todos los actores parecen estar a más vueltas de las necesarias. Los personajes que no están desmedidamente atribulados por su fama (recuperar, mantener u ostentar el lugar que les corresponde) tienen preocupaciones superficiales y reacciones altisonantes que no consiguen despertar emoción alguna. Lo que podría ser una buena comedia sobre las bambalinas y los egos en un estreno de Broadway no es más que una opereta melodramática, con crítico que airea su veredicto antes de ver la obra, burda caricatura de productor que sufre por el éxito del estreno y actor que boicotea deliberadamente la función. Mención aparte merece la comicidad involuntaria del desorden psicológico del protagonista al que Birdman, el superhéroe que interpretó en el pasado, se le aparece y le afea su carácter pusilánime. De todos modos, y por ser justos, debo reconocer (dejando a un lado muchas líneas ligeramente graciosas) que hay una escena memorable: el fatuo actor al que interpreta Edward Norton le pregunta a la hija del protagonista el motivo de su depresión y de la mala relación con su padre. Ella responde que él estaba siempre de rodaje y que, encima, le decía que era una persona especial. Él responde: “¿Eso es todo?” Y eso es precisamente lo que uno se pregunta al aparecer los créditos: “¿Eso es todo?” Tanto esfuerzo visual, tanta batería, tanta frase escogida (del tipo: “la popularidad es la prima puta del prestigio”) para qué. Fuegos de artificio de gran cine que halagan al espectador que se ha distraído con una versión deslavazada del arte cinematográfico. No le ha hecho sentir mucho, pero ha soportado, e incluso disfrutado de arte y eso, claro, es mucho.

Muchos pensarán que también este artículo se desmiente a sí mismo desde el inicio porque la comparación con Ikea es exagerada en tanto que es un fenómeno mucho más popular y universal que el cine con ínfulas del que hablamos hoy. Posiblemente sea cierto. Acotemos la comparación y no hablemos de las estanterías Billy y tomemos, por ejemplo, la lámpara Fryebo.

En el fondo no son más que tres películas que incumplen su propia proposición pero que ofrecen la satisfacción del que distingue, al fin, un vino caro de uno peleón. Cine que nos recuerda nuestra propia evolución, nuestra prosperidad cultural y que, a diferencia de nuestros padres, comemos sushi con palillos. ~

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(Barcelona, 1973) es editor at large en el grupo Enciclopedia.


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