La decadencia del libro

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Que el sector editorial vive uno de los peores momentos de las últimas décadas es una obviedad, pero lo curioso es que este descenso vertiginoso no se ha producido, como auguraban los profetas de las tecnologías, por una masiva migración de los lectores hacia los soportes digitales sino, más bien, por un asunto meramente económico y relacionado con la crisis como es la caída del consumo, que se ha dado de manera general pero más, si cabe, en los productos de índole cultural que el público parece considerar claramente accesorios. Pero justificar la decadencia del sector solamente con factores exógenos resulta un tanto simplista y no parece corresponderse del todo con la realidad.

Para empezar, desde hace algún tiempo, se produce una extrema concentración de los títulos vendedores. Esto es, nunca se habían vendido tantos ejemplares de tan pocos libros. Con los fenómenos de Dan Brown, Stieg Larsson, Carlos Ruiz Zafón, Ildefonso Falcones o María Dueñas se han conseguido cifras muy pocas veces alcanzadas en las supuestas épocas doradas del sector editorial. En principio, acercar el libro, o al menos algunos títulos, a un fenómeno de masas debería ser positivo. Lleva gente a las librerías y facilita su supervivencia. Pero la falta de musculatura editorial nos trae también el reverso de este milagro: intentar replicar el éxito con elementos superficiales. Las abultadísimas ventas de la trilogía de Millennium hicieron que editores de diferente pelaje se tiraran a pecho descubierto a por autores escandinavos como si la raíz del éxito fuera que sus autores sean de origen nórdico. Ahora que lo más vendido es una trilogía que, según cuentan, tiene efectos lúbricos en las lectoras de mediana edad, muchos editores ponen todas sus energías en literatura de tintes eróticos para intentar situarse en la estela del éxito de Cincuenta sombras de Grey. Casi nunca funciona, como no funcionaron los remedos de Harry Potter o los cientos de variantes de complots vaticanos que pretendían repetir las cotas alcanzadas porEl código Da Vinci. Son recursos perdidos, lanzamientos fallidos y un desgaste considerable del engranaje de esta madura industria del libro. Editores manejados por directivos que extraen peregrinas teorías de comportamiento del lector hasta llegar al paroxismo. Como ejemplo, un alto ejecutivo de un gran grupo editorial dijo en una reunión frente a muchos editores “todavía queda recorrido para más templarios”. Es decir, póngame cuarto y mitad de templarios sazonados con intriga y, si es posible y para seguir los tiempos, con moderada carga de lascivia.

Pero no es solamente una cuestión editorial, también lo es periodística. El empequeñecimiento de la labor crítica ha llegado al extremo de que hasta los suplementos prefieren una reseña descriptiva y, por definición poco conflictiva, a una crítica severa y rigurosa. En consecuencia, el peso mismo de la crítica se ha reducido hasta perder no solo la posibilidad de incidir en el debate literario sino hasta la más mínima capacidad prescriptiva. La prima menor de la crítica literaria, la prensa cultural, tiene también su cuota de responsabilidad; ha sido connivente con los más vergonzosos amaños del sector y ha hecho gala de un nepotismo sin fisuras, además de una flagrante dejación de los más básicos principios periodísticos. V. S. Naipaul, literato de célebre mal carácter, exige a sus entrevistadores que hayan leído su obra antes de entrevistarlo. Sinceramente, lo que el desabrido premio Nobel requiere a los periodistas debiera ser siempre de obligado cumplimiento pero, interroguen a cualquier autor, es muy excepcional y raramente las preguntas van más allá de lo que reza el texto de solapa, que, por lo demás, suele contener un alto porcentaje de ditirambo y escasa profundidad. No digamos ya las ruedas de prensa con escritores, en las que –esto no ha dejado de sorprenderme a lo largo de los años– los reporteros tienden a mostrar una sobrevenida timidez y no suelen preguntar. Más de una vez, al contrario que en las ruedas políticas, he visto al editor decir “se admiten preguntas”.

Aunque no debemos engañarnos, la última palabra la tiene el lector. Y, si nos fijamos en la lista Nielsen, la más fiable en cuanto al comportamiento comercial de los libros, observamos en la lista de ficción muy pocos autores patrios propiamente literarios, y ningún autor, literario reitero, de menos de 45 años entre los cien primeros. Se me dirá con razón que las ventas no han sido nunca un asunto literario. Y obviamente no pretendo que lo sean, pero no deja de ser sintomático que ninguna de las apuestas literarias –algunas muy audaces– de los escritores que están llamados a explicar las inquietudes de una generación (como lo hicieron en su momento Javier Marías, Antonio Muñoz Molina, Ignacio Martínez de Pisón y más adelante Ray Loriga o José Ángel Mañas) haya conseguido conectar con los lectores como sí lo hicieron en mayor o menor medida sus predecesores. ¿Dónde están hoy esos treintañeros talentosos que han de cautivar a sus contemporáneos? Puede que los esfuerzos por tener miles de seguidores en las redes sociales no den los frutos esperados en cuanto a atraer lectores, quizás sea también que los lectores tiene un detector infalible para el autobombo y eso crea rechazo, acaso resulta que tener un blog atractivo no es credencial suficiente para los lectores o es posible que las propuestas no fueran tan audaces como se creía y el abuso de lo fragmentario, el yoísmo exacerbado y el recurso de las múltiples referencias pop fue flor –o florecilla– de un día y sea esta una generación con vacío literario en España y, por extensión, un vacío del sector del libro. ~

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(Barcelona, 1973) es editor at large en el grupo Enciclopedia.


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