Quizás haya que empezar por decir que la maleta mexicana de la que tanto se ha hablado en los últimos años no es mexicana y, bien vista, tampoco es propiamente una maleta. De hecho, son tres cajitas de cartón especialmente preparadas en París para guardar negativos fotográficos. Este material, que por setenta años se dio por perdido, constituye (con sus 4.500 tomas) la práctica totalidad de las fotografías que Robert Capa, Gerda Taro y David Seymour, mejor conocido como “Chim”, tomaron durante la Guerra Civil española. Se trata, pues, del núcleo duro de uno de los más valiosos ejercicios fotográficos que jamás se hayan hecho. Para decirlo pronto: lo que esas cajas contienen no es otra cosa que la mismísima invención de la fotografía de guerra moderna. Es cierto que en su momento muchas de esas imágenes aparecieron publicadas aquí y allá (sobre todo las de Capa). No obstante, estos negativos nos ofrecen una insólita visión de conjunto que revela no solo el verdadero tamaño de la labor de estos fotógrafos, sino también su extrema originalidad. Para ellos, el reportaje fotográfico, hasta entonces inédito, tenía un significado triple: para empezar, las imágenes debían captar el drama de la guerra en toda su amplitud; el fotógrafo debía por tanto abandonar la posición de testigo y adentrarse lo más posible en el conflicto (de ahí la célebre frase de Capa: “Si tus fotos no son lo bastante buenas, es que no estás lo bastante cerca”); el fotógrafo no podía, pues, quedarse al margen: era su deber tomar partido. La objetividad no era, para ellos, el propósito del fotorreportero, lo importante era su particular perspectiva, su cercanía. (En una de sus notas como corresponsal de la Alianza Norteamericana del Periódico, Hemingway cuenta cómo él y otros periodistas seguían la Batalla de Teruel a unos ochocientos metros de distancia, mientras los jóvenes dinamiteros –“la crema de la milicia”, como los llamaban– lanzaban sus granadas sobre los muros de la ciudad. Por sus fotos se sabe que Capa en cambio estaba exactamente ahí, junto a los dinamiteros.)
No es que anteriores episodios bélicos no hubieran contado con un correlato fotográfico; la diferencia esencial aquí es una novedosa noción de inmediatez solo concebible a raíz de la aparición de cámaras fotográficas mucho más manejables y eficientes (como la pequeña Leica de Capa, que fue la primera que utilizó rollo de película, con lo cual era posible hacer 36 disparos al hilo). Por primera vez, los fotógrafos podían seguir el conflicto ahí donde tuviera lugar. Las fotografías de Capa y de Taro (Chim rara vez cubría directamente la lucha armada; lo suyo eran las escenas cotidianas) sorprenden sobre todo por eso: porque nos ponen –y desde luego se ponen ellos mismos– en el sitio exacto de la acción (y tanto que tristemente Gerda Taro habría de morir en una confusa retirada de las tropas republicanas el 26 de julio de 1937 durante la Batalla de Brunete). La inmediatez de la imagen –esa certeza de conformidad con la realidad– trajo consigo una transformación de los medios impresos, que comenzaron a medirse en términos de credibilidad. Sirvan estas palabras de Louis Delaprée, el corresponsal del diario Paris-Soir, para ilustrar la caída en desgracia de la prensa escrita: “Todas las imágenes del martirio de Madrid que trataré de poner ante sus ojos –aunque muchas desafían toda posible descripción– las he visto. Pueden creerme. Les suplico que lo hagan.” De pronto, se hizo evidente que nada podía competir con una fotografía en términos de veracidad (ella era “lo creíble” por definición); se volvió entonces imperativo acompañar toda nota periodística con al menos una imagen fotográfica. “El ritmo de la vida moderna”, afirmaba la revista francesa Vuen su primer editorial, solo podía “ser captado por tecnologías modernas”. De golpe, los periódicos dejaron atrás los grabados, las caricaturas y en algunos casos incluso los textos y abrieron sus puertas al mejor fotoperiodismo. Y es ahí donde Capa, Taro y Chim entran en la historia.
La creciente demanda de imágenes permitió a cada uno de estos fotógrafos desarrollar su propio estilo fotográfico, y los llevó a crear, en conjunto, la que sin duda es su gran aportación a la historia de la fotografía: el ensayo fotográfico. Desde luego existen algunas imágenes individuales que por sí solas consiguen transmitir la dimensión del conflicto (como la famosísima toma de Capa de la Muerte de un miliciano), sin embargo, la intención de los fotógrafos no era esa: lo que les interesaba era construir una narrativa coherente, parecida a la que ofrecían los noticieros cinematográficos (entonces muy populares). Por eso el material de la maleta mexicana es tan revelador: porque sobre todo hay secuencias, algunas particularmente complejas y largas (como la del seguimiento de Capa de la Batalla del Segre, que llevó al semanario inglés Picture Posta anunciar en la portada: “¡Esto es la guerra!”). También es interesante observar que bajo esta concepción del reportaje fotográfico no solo tienen lugar las imágenes más climáticas; al contrario, son mayoría las fotografías de la gente intentando, a pesar de todo, mantener intacta su cotidianidad. Para estos fotógrafos estaba claro que la mejor manera de apoyar la causa republicana era enviando el mensaje correcto: los españoles de a pie eran los verdaderos protagonistas de la guerra: en ellos recaían las acciones más heroicas, pero también el dolor más profundo. “No es fácil”, escribió Capa, “estar en ese lugar y no poder hacer nada excepto retratar el sufrimiento que otros deben soportar”.
Cómo llegaron los negativos a la ciudad de México es realmente un misterio. Se cree que en octubre de 1939, al huir precipitadamente de París ante la inminente llegada de las tropas alemanas, Capa los dejó abandonados en su estudio de la Rue Froidevaux. Es posible que el propio Chim hubiera sumado los suyos al conjunto, un poco antes de embarcarse, en mayo del mismo año, en el mítico buque Sinaia,* con el doble propósito de realizar un reportaje sobre el exilio español para la revista Life y de escapar él mismo de la Francia de Vichy. La única noticia que se tuvo desde entonces del paradero de los negativos fue la carta de 1975 en donde Emérico “Chiki” Weisz, el impresor de Capa, relata lo siguiente: “cuando los alemanes estaban a punto de entrar a París, puse todos los negativos de Bob en una mochila y me trasladé en bicicleta hasta Burdeos, tratando de subirlos a un barco que fuera hacia México. En el camino conocí a un chileno al que le pedí que llevara los negativos a su embajada para mantenerlos a salvo. Y aceptó”. Algo así tuvo que haber pasado, solo que, en lugar de llegar a Chile, los negativos viajaron, extrañamente, en alguna de las maletas del general Francisco Aguilar González, el entonces embajador de México en Vichy. Solo es posible especular sobre las circunstancias en que este material llegó a sus manos. Todo puede ser: tal vez el general era consciente de la importancia del contenido de las cajas y por eso decidió conservarlas o, por el contrario, quizá ni siquiera se enteró de que estas lo acompañaron, junto a su voluminoso equipaje, en su regreso a México. Lo único cierto es que los herederos del general encontraron tras su muerte las tres cajas entre sus efectos personales, y uno de ellos las cedió al cineasta mexicano Benjamín Tarver. Y a su vez Tarver terminó por entregarlas, en diciembre de 2007, al Centro Internacional de Fotografía (ICP, por sus siglas en inglés), entonces todavía dirigido por Cornell Capa, el hermano del fotógrafo. Y fue así que la, a partir de ese momento, llamada maleta mexicana salió a la luz. Por eso es mexicana. Y es maleta solo por seguir con la historia de un elegante maletín Vuitton que apareció en Suecia en 1979 con una serie de impresiones de Capa, Taro y Chim, que en principio hizo pensar que se trataba de la maleta de los famosos negativos perdidos que espero vuelvan pronto a México, aunque sea de visita. ~
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*Aquel que habría de llevar a los primeros 1.600 refugiados españoles a su exilio en México.
literatura
(ciudad de México, 1973) es crítica de arte.