Tristán e Isolda, de Wagner

La ópera en apuros / y 3

En sus óperas, a las que prefería llamar dramas líricos, Richard Wagner celebraba una solemne cosmología de dioses, semidioses y héroes.
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En sus óperas, a las que prefería llamar dramas líricos, Richard Wagner celebraba una solemne cosmología de dioses, semidioses y héroes, todos alemanes (Deutschland, Deutschland über alles!),a cuyas representaciones han aportado gozables y/o inquietantes momentos los manes del azar, los accidentes y los errores y las ocurrencias de los cantantes.

Vayan, con todo el respeto para el gran profeta de la alemanidad cantada, algunos de  los casos en que la solemnidad wagneriana fue interrumpida o enriquecida por el ridículo y la gracia.

Hacia el final de La Valquiria representada en 1961 en el Covent Garden, cuando, en el momento en que Wotan, embebido en su canto y enceguecido por las falsas llamas obtenidas con potentes luces eléctricas, intentó bajar de un peñasco para salir glorioso de la escena, pisó en falso y cayó en medio del formidable estruendo de chatarra de su armadura de guerrero. El golpe fue fuerte; por un momento, Wotan yació quieto sobre el tablado, y los espectadores, que lo supusieron suicidado, inmediatamente lo ovacionaron al verlo levantarse “resucitado” y trepar nuevamente al peñasco a entonar un aria briosa.

Quince años después, en 1976, el Covent Garden volvía a ofrecer otra titánica y alemanísima ópera wagneriana: El oro del Rhin. El libreto técnico indicaba que la primera escena se situaba en el fondo ¿vinoso? del río, y el director escénico hizo que tres cantarinas náyades “nadaran” a la vista del público, flotando mediante sutiles alambres entre verdes y azules gasas imitadoras del agua. El espectáculo era encantador, hasta que una noche, en el final del acto, el telón empezó a descender con inoportuna rapidez, ocultando a las Hijas del Rhin en su descenso al tablado. Para corregir el error, la gran tela fue inmovilizada y sólo se vieron los pies de las muchachas corriendo desconcertadas de un lado a otro del tablado. Esto parece haber causado tal ataque de nervios a la orquesta que, cuando el telón tocó el suelo, la música expiró en rachas de falsas notas que expresaban el desconcierto de los músicos de atril o quizá el irónico comentario de éstos a la fallida magia de la puesta en escena.

Lohengrin según Lauritz

Que el gran tenor Lauritz Melchior fuese uno de los más grandes y leales intérpretes de las óperas de Wagner no le impedía, si trataba de salir de un aprieto escénico, recurrir a algún gag improvisado que hubieran aplaudido Groucho Marx y William C. Fields, los dos grandes cómicos hollywoodenses que solían pregonar su abominación del género operístico.

En 1937 y en una celebradísima representación de Lohengrin en el Metropolitan Opera Teather, el consagrado y consagrador palacio neoyorquino del Bel Canto, se introdujo el boxeo moderno con un golpe maestro aunque improvisado que quién sabe si lo habría aprobado el marqués de Queensberry, el perseguidor de Oscar Wilde pero el legislador del deporte de los puños. En uno de los clímax, cuando Melchior se disponía a enfrentarse a espadazos con el bajo que hacía de Telramund, Melchior buscó con la vista la espada que supuestamente lo esperaba en la cámara  nupcial y, al no hallarla (quizá porque los utileros se habían olvidado de ponerla allí), se disculpó previamente con el malvado y le asestó un puñetazo a la barbilla que casi lo “descontó”.

Y el broche de oro: en otro momento de la misma función, el del acto final, se produjo uno de los más logrados gags de todos los que la caprichosa fortuna ha introducido en el sublime repertorio wagneriano. Cuando Melchior, es decir Lohengrin, antes de montar en el gran cisne que debía sacarlo de allí, se  demoraba cantando su majestuosa aria de “¡O Konig hör…”, un tramoyista se apresuró en su tarea de arrastre por el escenario del ave-barquilla, la cual con silenciosas y ocultas ruedas fingía bogar en un tramo de río. El cisne recorrió así toda la extensión del tablado sin que el personaje lo advirtiera y sin que, en consecuencia, pudiese abordar al cisne transportador, y entonces Melchior, al volverse y encarar la situación, tuvo, como Buster Keaton, tres parpadeos de asombro, recobró el aplomo y preguntó en un susurro… que se oyó en todo el teatro:

—¿A qué horas pasa el siguiente cisne?

 

 

 

 

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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