La ortografía del crimen

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ESTE ES UN EJEMPLO PARA QUE APRENDAN A RESPETAR QUE AQUI ANDAMOS Y NO NOS VAMOS Y AHORA SIGUES TU CHURI EVENCIO Y PEDRO CELESTINO INECTOS BIXECSUALES NOS AGARRARON UN MILLON DE DOLARES Y NOS TRAICCIONASTE Y LA TRAICCION SE PAGA CON LA MUERTE.

Cártel del Golfo

Noche a noche aparecen colgando de un puente peatonal, atadas a los barrotes de un balcón o en el atrio de una iglesia. Pedazos de lona rotulada, las narcomantas nos recuerdan a las antiguas demandas populares que, frente a la marcha, enarbolaba un proletariado exigente; recurren a la misma estrategia del mitin priista cuando, henchidas de orgullo, las bases manifestaban su apoyo al candidato. Tienen ese mismo halo subalterno y marginal –de anónima solicitud obrera, de graffiti subversivo en su prisa–, probablemente porque han sido diseñadas por la misma mano: un proletariado que, inevitablemente, ha devenido lumpen. Aún así, creo que la terminología marxista no logra capturar del todo tan curioso fenómeno o, al menos, no ilustra el aspecto que me intriga de esos balbuceos letrados.

Toda letra es una herida. La proverbial comparación entre la pluma y la espada es algo más que un lugar común. Por ello, uno de los grandes logros de la tradición letrada fue convencernos, a través de la letra misma, de su eficacia civilizatoria, de que ella conllevaba razón, incluso justicia. Esto en realidad nunca ha sido del todo cierto, tuvimos que padecer los totalitarismos del siglo XX para descubrir, gracias a la escuela de Frankfurt, que todo documento de cultura era, también, un documento de barbarie. La escritura no sólo es violenta, además ejerce una violencia embebida de poder.

Pero el delito tiende a ser ágrafo. De haber registros alfabéticos que testifiquen la ilegalidad, éstos deben ser destruidos. Hay máquinas exterminadoras de papel cuya sola existencia ejemplifica el delito de cuello blanco. Documentar la fechoría a posta es un fenómeno reciente. Al menos en México, la estrategia de la narcomanta se inauguró apenas en el 2002 y devela algo inédito en nuestros anales criminales. Muestra que, además de la guerra que se libra en las trincheras del crimen organizado, hay otro frente, simbólico, que comienza a ser invadido. La tinta resulta más efectiva que los disparos porque ha hecho evidente una cosa que ya sospechábamos: el Estado no sólo es incapaz de hacer valer la ley, también ha perdido la exclusividad de la letra, ese poder abstracto que anteriormente lo legitimaba.

México, como otros Estados hispanoamericanos, se fundó con la letra como fetiche de poder y autoridad. Ángel Rama, en La ciudad letrada, recurre al pasaje de Bernal Díaz del Castillo donde narra la contienda que se suscitó en los muros de la casa de Hernán Cortés. Según el cronista las paredes de la mansión del conquistador eran mancilladas diariamente por leyendas inconformistas; anónimos escritos en carbón le recriminaban su poca justicia ante el reparto de encomiendas. Un día, harto del ultraje, Cortés escribió: “Pared blanca, papel de necios”, inaugurando con ese gesto esa autoridad hoy perdida: la del documento.

Pero esa época ha terminado, la narcomanta nos indica que ha comenzado otra. Y es que no se trata de una estrategia guerrillera; aunque similares, no tienen el mismo propósito que las leyendas que acompañaban a los perros que Sendero Luminoso colgó en el centro de Lima –¡Viva la Revolución Cultural!–; eso era propaganda. Tampoco es el típico video de Al Qaeda en el que se adjudican la efectividad de un acto terrorista; eso es alarde. Si bien rudimentario, la narcomanta es un incipiente recurso de oficialidad. Aspira a convertirse en un medio de comunicación; son mensajes, agendas, memorandos de una compañía que rompe esquemas. No por nada el narcotráfico es la empresa más rentable del mundo. Su forma de utilizar el alfabeto implica, necesariamente, un sacrilegio. Ese código era sagrado y, al menos en este país, estaba al servicio de una elite casi sacerdotal que lo detentaba y explotaba de forma exclusiva. El narco se ha hecho del arma secreta de su enemigo.

Más allá de lo que digan las leyendas redactadas en las lonas, lo elocuente del fenómeno son las lonas en sí. El ejército ha querido acotar su poder subversivo instalándolas en un espacio que tradicionalmente se asocia a la civilización y la cultura: un museo, el llamado “Museo del enervante” que está localizado en la SEDENA, donde sólo pueden ingresar elementos de las fuerzas armadas. Pero el gesto es baladí: las narcomantas están aquí, ahora, en todas partes y son heraldos que anuncian un tiempo diferente, el de la letra sin afeites, uno donde aparece desnuda en su barbaridad.

– Guillermo Espinosa Estrada

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es profesor de literatura medieval y autor del libro La sonrisa de la desilusión. Administra la bibliothecascriptorumcomicorum.org, un archivo de textos sobre el humor.


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