La policía anti-risa

La incapacidad para apreciar una ironía, mezclada con las rigideces programáticas, son una combinación terrible, como quedó claro con la experiencia del ilustrador Magú y un par de cartones suyos. 
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Me encanta el trabajo del cartonista Bulmaro Castellanos, “Magú”, que publica en el diario La Jornada. No siempre, desde luego, estoy de acuerdo con su mensaje, y por lo mismo disfruto más sus trazos a cuchilladas, entre pueriles y esquizoides, su caligrafía estrepitosa y, desde luego, su despiadado ingenio. Es parte Magú de una vieja tradición mexicana especialmente talentosa que sale de Posada y Orozco, pasa por Audifredd y Bolaños Cacho, llega a Quezada, Naranjo, Paco Calderón, Helio Flores, Jis y Trino… Una tribu disparatada que critica a contrapelo y aporrea sin misericordia, con higiene necesaria, los desfiguros de un país tan proclive a tomarse en serio.   

Magú fue durante una semana el blanco de cualquier cantidad de rapapolvos por parte de los lectores (o funcionarios) de su periódico, que se sintieron ofendidos por este par de cartones y le recetaron sus previsibles “cartas a la redacción” llenas de corrección política y airados coscorrones.

Ha sido interesante la incapacidad para entender una ironía o, más bien, la capacidad para la estrechez crítica y el rígido código de presuposiciones que no toleran el poder de la sátira y el ácido disparate. Y si ha sido chistoso que se haya sentido obligado a explicar a esos necios el sentido de sus cartones (obvio para cualquier inteligencia mediana y con básicos conocimientos de la lengua castellana), ha sido penoso que Magú se haya sentido obligado a pedir perdón. El asunto ha llevado el poderío de los abajofirmantes, esos talibanes que vigilan la ortodoxia y el santoral del día, a una zona que existe para burlarse de una y otro: es ironía, estúpidos.

Esta incapacidad para experimentar el sentido del humor me recordó un brillante artículo de Alejandro Rossi en el que deplora ese tonto y tácito pacto entre escritores y lectores que consiste en siempre estar de acuerdo: el deleite de predicar para convencidos con un lenguaje previamente pactado, neutralizado por las mutuas espectativas y recompensas, sin ninguna clase de osadía y, desde luego, sin sentido del humor alguno. Se titula “La lectura bárbara” y está recogido en su clásico Manuel del distraído (1978). Es necesario citarlo in extenso:

El tono admitido para las cuestiones políticas es la página violenta, pero siempre que se sujete a los adjetivos y a las figuras retóricas establecidas. La sátira y la ironía, esas armas tradicionales, suelen estar excluidas del arsenal local porque (los lectores) las confunden con la ambigüedad y con la indefinición. Para esos despistados habría que escribir como en un pentagrama, indicando con un garabato los momentos paródicos o los pasajes donde se intenta la burla; y quizás habría que emplear dos garabatos para hacerles entrar en la cabeza que la ‘posición’ del autor puede expresarse a través de la elección de un verbo, mediante recursos lingüísticos cuyo fin es ridiculizar o desnudar la tesis contraria.

El lector ha sido adiestrado en el reconocimiento de unas cuantas fórmulas pobretonas y monótonas. Le han enseñado una retórica escuálida que lo separa a la vez de la estética y de la crítica. Un lector que cae en un mar de perplejidades si el ensayo o el libro se apartan un milímetro del sonsonete habitual; un lector, por consiguiente, que se escandaliza con demasiada facilidad…

¿No estamos en problemas cuando incluso ante los cartones –la forma más evidente del humor periodístico— hay quien se resiste a entender y pensar? ¿Cuando aun a los satiristas, los talibanes les exigen autocensurarse y encajonarse en los dudosos deleites de la propaganda que ellos desean?

(Publicado previamente en El Universal)

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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