El juego del apocalipsis. Un viaje a patmos.

AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

Para Sergio Pitol,
Apud iniquos nemquam quotidieres Antichristi agitur.
— San Gregorio Magno
Cuando recibí la llamada, me pareció una más de las inevitables trampas a que estamos expuestos los consumidores en el alba del tercer milenio. La voz del teléfono, monocorde y tensa —al principio la imaginé electrónica y sólo después de unos segundos pude asociarla con un acento femenino más o menos norteño—, se limitó a explicarme que yo era el "afortunado ganador" de la promoción que una importante fábrica de embutidos había llevado a cabo entre sus fieles compradores.
Mi interlocutora debía estar acostumbrada a generar silenciosas reacciones de estupor, porque de inmediato aclaró: "El premio consiste en un viaje, con todos los gastos pagados, a la hermosa isla de Patmos, en Grecia, para usted y para su esposa".
     —¿Patmos?
     —Sí —el tedio de la anónima voz no menguaba—, la famosa isla en la que San Juan escribió el Apocalipsis…
     Aunque era evidente que se limitaba a cumplir con sus deberes, leyendo algún sucinto folleto provisto por la agencia de viajes, no fui capaz de moderar mi irritación:
     —¡Sé dónde está Patmos! Pero…
     Por alguna oscura razón, me detuve. A diferencia de otras veces, como cuando gané unas vacaciones en Islandia —en plácidos días de invierno—, o cuando fui el feliz beneficiario de un seguro contra inundaciones, no pude limitarme a colgar la bocina. Mi estupor era demasiado grande, no tanto por el exótico destino final del viaje —el esnobismo ha llevado a considerar una gran experiencia visitar países en guerra o desiertos desprovistos de oasis—, como por otras dos poderosas razones: en primer lugar, hasta donde podía recordarlo, yo odiaba los embutidos; y, en segundo, no tenía esposa.
     Así que, como he dicho, me quedé mudo. No expliqué ni vociferé ni reí, y ni siquiera se me ocurrió alguna pregunta impertinente.
     Mi atípica conducta llevó a la cansina vendedora a interpretar la ausencia de palabras como una muestra de entusiasmo y pasmada aceptación. Su tono se transformó: si bien no dejaba de sonar metálico y un tanto ajeno, como si se dirigiese a mí desde las alturas de un rascacielos, se mostraba dispuesta a compartir mi emoción.
     —Quince inolvidables días en el Egeo, señor Thompson.
     —Johnson.
     —Eso mismo —y continuó—: no cualquiera tiene la posibilidad de recibir el año 2000 en Patmos…
     Con que era eso. Había escuchado hablar del turismo milenarista, aunque nunca pensé que llegase a tocar a mi puerta (o llamar a mi número, en este caso). Sin embargo, seguí sin hablar.
     —Un nuevo milenio, señor Thompson.
     —Johnson.
     —Me complace tanto que acepte…
     No quería ser grosero —su acento incluso había despertado mi curiosidad sobre sus facciones—, pero tampoco estaba dispuesto a seguir perdiendo el tiempo, sobre todo si, de acuerdo a los cálculos apocalípticos, quedaba tan poco.
     —Disculpe —dije comedido—, ahora me encuentro un poco ocupado…
     —No se preocupe —saltó; una vez que pescaba un cliente no estaba dispuesta a soltarlo aunque se acabase el mundo—. ¿Podrían usted y su esposa darse una vuelta por nuestras oficinas mañana mismo, a la hora que mejor les acomode? Nuestra dirección es Reforma 66, sexto piso.
     De nuevo, siguiendo un impulso incomprensible, o simplemente porque me pareció lo más expedito para librarme de ella, respondí:
     —Ahí estaremos.
     —Mil gracias, señor Thompson.

—¿Lo puedes repetir?
     Ciertamente podía, pero ése no era el sentido de la pregunta de Andrea: en realidad se trataba de un mero recurso para hacer aún más evidente mi estupidez. Traté de hacerle una síntesis.
     —Navidad y Año Nuevo en Patmos. Año 2000. Tú y yo, todo pagado. El inicio de una nueva etapa de nuestra relación.
     La última frase era la clave de mi argumento.
     —Tú sabes cuánto odio esos libros que se aprovechan de la fiebre por el Apocalipsis para vender ejemplares. Y ahora resulta que voy a terminar yendo a Patmos.
     —Es gratis, Andrea.
     —¿Y tengo que acompañarte a una fábrica de embutidos?
     —Ajá.
     —¿Y hacerme pasar por tu esposa?
     —Mmm.
     —¿No crees que sería más fácil si no tuviera que fingirlo?
     —Andrea, no podemos casarnos hoy mismo sólo para que nos regalen un viaje…
     —¿No?
     Me dejó helado.
     —Es una broma —sonrió; por eso me gustaba tanto: aun en las situaciones más delicadas, aparecía su buen talante y su sentido del humor—. Lo malo es que ha de ser una trampa, como lo de Islandia… Ya sabes: te dicen que ganaste el cielo y las estrellas y a la mera hora te sacan un ojo de la cara…
     Me fascinaba su modo de comer las cebollitas de Cambray. Las manejaba entre sus dedos como si fuesen pequeñas bombas atómicas.
     —Esperemos que no. Si vemos que hay truco, nos marchamos y punto. No se pierde nada con intentarlo.
     —Tú ganas.
     —Sólo recuerda algo importante —le dije antes de marcharnos—. Un anillo.
     —¿Cómo?
     —Una sortija de casada. Es de mal gusto pedirnos el acta de matrimonio, pero de seguro se van a fijar en un detalle como ése.
     —¿Y de dónde voy a sacarla?
     ¿Debía tomar esa pregunta como una nueva insinuación?
     —Pídesela a tu madre.***Aunque al llegar a Patmos eran cerca de las nueve de la mañana, el pequeño puerto de Skala se hallaba cubierto por una neblina pantanosa que hacía difícil distinguir el contorno blanquecino de las casas.
     Quizás se debiese a la hora, pero aquel apacible y algo tétrico lugar no parecía el escenario más adecuado para una milenarista luna de miel. De hecho, Andrea y yo fuimos los únicos pasajeros depositados por el Marina en el muelle. Cargamos las cosas como pudimos y las llevamos a un borroso taxi aparcado unos metros más adelante.
     —Romeos Hotel, please —le indiqué al bigotudo y sonambúlico conductor.
     Según el mapa, Patmos tenía el tamaño de un hipódromo y una forma caprichosa, semejante a un caballito de mar, con tres porciones de tierra más o menos anchas unidas por discretos estrechos. Según pude intuir, nuestro hotel se alzaba en medio del que unía al puerto de Skala con la playa de Jójlakas.
     Apaleados como truchas recién pescadas, simplemente nos quitamos los zapatos y los anoraks y nos tiramos sobre la cama, vencidos por el sueño. Si hubiésemos tenido las fuerzas para levantarnos a almorzar, hubiésemos comprobado de una vez que, a excepción de una familia japonesa que no tardó en marcharse, éramos los únicos huéspedes del Hotel Romeos.
     A la mañana siguiente nos enfundamos en nuestros anoraks y nos encaminamos al puerto. Por costumbre, nos introdujimos en el Café Arion (por primera vez pude leerlo correctamente). Nos acercamos a la barra, tenuemente iluminada por una lámpara amarillenta, y yo le pedí al camarero el café irlandés de Andrea y un vaso de vino para mí. Era un hombre gordo y calvo, con ojillos de lechuza y la parsimonia típica de los barmen de pueblo.
     Al cabo de un momento regresó con mi copa de vino y un imponderable café helado.
     —This is an iced coffee —traté de explicarle.
     —Yes, iced coffee.
     —No, we want an Irish coffee…
     Me miró como si dudase de su inteligencia.
     —Yes, iced coffee.
     —Déjalo —intervino Andrea—. Da igual.
     —No, hemos venido porque tú querías un café irlandés. Hey, mister…
     —Que lo dejes, no pasa nada…
     —Iced coffee. I want Irish coffee…
     —No seas pesado…
     —Sólo quiero que nos traiga lo que pedimos. Irish, not iced… Irish…
     Hubiésemos podido continuar así hasta el fin de los tiempos de no ser porque un hombre canoso y bajito se acercó a la barra y le dijo al camarero unas cuantas palabras en griego. Éste se llevó el café helado y, al cabo de unos minutos, regresó con el irlandés.
     —Efjaristó —le dije a nuestro salvador.
     —De nada —respondió en un español áspero pero correcto.
     Tendría unos 65 años y estaba impecablemente vestido con un terno gris, algo decimonónico, y una pajarita azul. Su cabello, plateado y brillante, le daba un aire decididamente aristocrático, sólo arruinado por la ancha prominencia de su estómago.
     —¿Españoles?
     —Mexicanos —explicó Andrea.
     —Encantado —el viejo le tomó la mano y se la besó, como en las películas—. Yo hablo un poco de español. Mi nombre es Loucas. Soy francés.
     Nos pidió que lo acompañásemos a su mesa. Monsieur Loucas nos contó que encabezaba a un pequeño grupo de amigos que habían decidido esperar el tercer milenio en Patmos.
     —Nos pareció una idea simpática —explicó mientras le daba sorbos a un vaso de Coca-Cola.
     Venían en su yate, desde Mallorca, y también estaban un poco desanimados por la falta de animación que percibían en la isla.
     —No es que queramos ver el fin del mundo en medio de explosiones pirotécnicas —rio—, pero sí un poco más de vida.
     Andrea y yo lo secundamos.
     —¿Esta es su honey-moon?
     —Sí —me apresuré a decir, y le di un sonoro beso en la mejilla a Andrea.
     Monsieur Loucas terminó el último trago de su refresco y se preparó para marcharse.
     —Permítanme que los invite —suplicó con gracia—. Y, si no les parece demasiado aburrido, ¿por qué no nos acompañan a cenar esta noche? Así podrán conocer a Úrsula, mi esposa, y a los otros.
     —No quisiéramos importunar…
     —Para nosotros sería un verdadero placer. ¿A las nueve? Mi pequeña embarcación se llama Sibylle
     Recogió un precioso bastón de madera del perchero, su abrigo, y se alejó renqueando hacia la salida.
     —Au revoir —alcancé a gritarle antes de que se marchara.***El Sibylle resultó ser uno de los yates más grandes y ampulosos de entre los que se encontraban encallados en el puerto. Tenía tres cubiertas y su luminosidad verdosa lo hacía verse como una gigantesca rana en medio de un junco.
     Intimidados, subimos por una pequeña rampa; en cuanto tocamos el suelo de la nave, monsieur Loucas se apresuró a recibirnos. No vestía de etiqueta, aunque poco le faltaba: traje negro y pajarita roja. (En contra de las recomendaciones de Andrea, yo llevaba una chaqueta a cuadros, sin corbata, y pantalones azul rey.)
     —Bienvenus! Adelante, por favor.
     Lo seguimos hasta un salón cuya estrechez quedaba disimulada por el terciopelo rojo de las paredes, las acuarelas y enseres de pesca que colgaban por doquier y por los cómodos sillones que nos esperaban. Era como si estuviésemos en un museo que guardase los tesoros de incontables naufragios.
     Una mujer pelirroja, de unos muy bien disimulados cuarenta años, nos recibió con una sonrisa de actriz de cine y un escote que casi le llegaba hasta el ombligo. Usaba un sedoso vestido blanco, muy pegado al cuerpo, que permitía comprobar su afición por los deportes acuáticos. Nos tendió la mano con ligereza. Aunque era más alta que él, monsieur Loucas le pasó un brazo por el hombro, similar a un simio que cuelga de una liana.
     —Úrsula, ma femme. Por desgracia es eslovaca y sólo balbucea un poco de francés… Pero no se preocupen, estoy acostumbrado a servirle de intérprete…
     Monsieur Loucas rio con las carcajadas abiertas y estruendosas, repetidas como metralla, que tan bien lo caracterizaban, mientras Úrsula se limitaba a dirigirnos una mirada amable con sus inmensos ojos verdes.
     Los otros comensales nos fueron presentados por turnos: Stavros Dionisi, un banquero griego, corpulento y barbado, de unos cincuenta años, y Dímitra, su gruesa esposa; los señores Chong, una joven pareja de empresarios coreanos; y, por último, Terry, un inglés delgado y nervioso, no mucho mayor que yo, que nos saludó con una expresión forzada.
     —Nuestra pequeña compañía —exclamó monsieur Loucas y luego, señalándonos, añadió—: Nuestros nuevos amigos mexicanos: la encantadora Andrea y su gentil esposo.
     Hubo inclinaciones de cabeza, apretones de manos e incontables demostraciones de simpatía. Aunque al principio yo me sentía en medio de una sesión de Naciones Unidas —fatalmente incomprensible—, poco a poco empecé a sentirme en confianza.
     Monsieur Loucas nos sirvió unos aperitivos color guinda —sólo él bebía Coca-Cola— y, mientras Andrea se las ingeniaba para charlar con los griegos, yo hacía lo propio con nuestro anfitrión.
     Me contó que había sido dueño de una próspera fábrica de zapatos en su natal Marsella, aunque hacía sólo unos meses había decidido heredársela prematuramente a su hijo mayor (el cual era, desde luego, producto de su unión con una primera, ahora olvidada, esposa, y no un vástago de Úrsula). A partir de entonces se había dedicado a cultivar sus dos mayores aficiones: asistir a las funciones de ópera que él mismo patrocinaba en Aix-en-Provence, y navegar por el Mediterráneo.
     Más o menos una hora después, nos invitó a pasar al comedor. Una rica mesa, estilo Luis XVIII, presidía la estancia: los manteles de Bruselas, los cubiertos de plata y la vajilla de Limoges —por no hablar de los arreglos florales, las copas de cristal de Bohemia o los candelabros de oro— componían una escena extraída de una comedia francesa de los años treinta.
     En la rigurosa repartición de los asientos, me correspondió quedar entre Úrsula y Dímitra, de modo que, a pesar de algunos esfuerzos iniciales por intercambiar impresiones, los tres preferimos limitarnos a saborear la sucesión de manjares —mousse de centollo, ensalada griega y lovraki, una especie de lubina horneada en aceite de olivo, vinagre y yerbas de olor— que un apuesto camarero de levita nos servía con abstraída dedicación.
     —Si en verdad el mundo se va a acabar en unos días, lo menos que podemos hacer es disfrutar de lo que queda —bromeó monsieur Loucas.
     Habíamos ingresado, de pronto, en un cuento de hadas (con todos sus monstruos y brujas). Ya en los postres —yogur con miel, fruta, quesos, café y digestivos—, monsieur Loucas volvió a tomar la palabra.
     —De un modo u otro —dijo—, estamos reunidos aquí en Patmos por la misma razón: el fin del mundo.
     Todos reímos, más por el efecto del alcohol que por el significado real de la frase.
     —Por eso he invitado a este viaje a mi querido amigo, el profesor Terry Anderson, del Trinity College —el aludido se irguió un poco e inclinó la cabeza con timidez—. Terry es una de las mayores autoridades mundiales en estudios apocalípticos. No te sonrojes, Terry, porque es cierto… Ya que hemos venido hasta este confín de la tierra, no está de más aprender unas cuantas cosas sobre este asunto. Terry será nuestro Virgilio en nuestro descenso milenarista. Un generoso aplauso para él…
     Mientras chocábamos furiosamente nuestras palmas, el académico británico apenas conseguía frenar su tímida soberbia.
     —Cada noche, de ahora hasta el Año Nuevo, Terry nos brindará una breve charla sobre algún tema relacionado con el Apocalipsis. Además, ha aceptado servirnos como guía en nuestras expediciones al Monasterio de San Juan Teólogo y a la Sagrada Cueva —monsieur Loucas apenas contenía su alegría: era evidente que cumplía un sueño largamente acariciado—.

Desde luego, nuestros amigos mexicanos están invitados a acompañarnos en nuestra pequeña aventura…
     Busqué los ojos de Andrea a través de la mesa, pero los candelabros dorados me impedían discernir su rostro.
     —¿Qué dicen? ¿Aceptan participar en nuestro Juego del Apocalipsis?
     Como Andrea no decía nada, no me quedó más remedio que improvisar una broma como respuesta:
     —Siempre y cuando ustedes no pertenezcan a una secta satánica que espera la llegada del Anticristo…
     Tras un silencio ominoso, monsieur Loucas tradujo mis palabras al francés y al griego, y por fin el resto de la concurrencia estalló en carcajadas.
     —¡No, claro que no! —monsieur Loucas no paraba de reír—. Entonces, ¿contamos con ustedes?
     —Será un placer —respondí.
     Sólo unos minutos después, cuando Andrea y yo caminábamos en medio de la gélida noche rumbo al hotel, supe que a ella mi decisión no le había causado la menor gracia.

***La siguiente cena volvió a resultar digna de Gargantúa: langostinos, salmonetes, caviar y un excelente vino blanco antes de la champaña habitual. Cuando al fin llegó el café, monsieur Loucas, ahora tapizado con una chaqueta de tweed, pidió un poco de silencio. Extendió un brazo hacia Terry y dijo:
     —Ilústranos, querido profesor. Que empiece nuestro juego.
     Terry se aclaró la garganta y, con típico esnobismo inglés, se colocó detrás de su asiento, cuyo respaldo le servía de improvisada tribuna, y comenzó su exposición:
     —Primero, la leyenda. Según la tradición canónica, el Apocalipsis, el último de los libros que componen el Nuevo Testamento, fue escrito por San Juan, el discípulo más querido deJesús, durante su destierro en esta isla de Patmos, usada tradicionalmente por los romanos como plaza de exilio debido a su lejanía y a la aridez de su suelo…
     —Pues no ha cambiado mucho desde entonces —intervino monsieur Loucas con su odioso sentido del humor.
     —De acuerdo con esta versión —Terry ni siquiera le hizo caso—, fue el emperador Domiciano quien dictó la sentencia contra Juan en el año 94. El apóstol habría comenzado a dictarle el divino mensaje a su discípulo Prójoro en el 95, pues en el 96 el nuevo emperador romano, Nerva, le permitió volver a Asia Menor.
     —Supongo que ya nadie se traga la versión canónica —murmuró Stavros.
     —Casi nadie —corrigió Terry—. La mayor parte de los estudiosos coinciden en que Juan de Patmos, como se le suele llamar, no es el mismo autor del Evangelio ni de las cartas atribuidas a él que figuran en el Nuevo Testamento, aunque sin duda se trata de alguien que perteneció a la llamada "escuela joánica", es decir, al círculo de seguidores del apóstol.
     Terry se detuvo un instante, le dio un sorbo a su copa, y prosiguió:
     —Como ustedes saben, en griego apocálipsis significa "revelación" (como se conoce el libro en inglés), un género profético muy en boga entre los siglos II a.C. y II d.C. Atendiendo a la etimología del término, sólo se puede revelar algo que está oculto; algo que está ahí, cerca de nosotros, o incluso en nosotros, pero que no somos capaces de ver sin la ayuda divina. En este caso, es Dios quien le quita el velo al profeta para que éste vea el sentido de la historia humana, el futuro de la Iglesia y el destino de los creyentes. El texto, pues, está construido a partir de símbolos, imágenes y metáforas que ejemplifican el combate ancestral entre las fuerzas del bien y del mal hasta el triunfo definitivo de los justos. Éste se verificará tras la Segunda Venida de Jesucristo, durante la llamada parusía, con la instauración de la Jerusalén Celestial.
     Aunque algunos de los temas que Terry iba explicando ya los conocíamos, resultaba aleccionador volver a escucharlos ordenadamente. En mi caso, no era lo mismo atender a su voz erudita y laica que a las aterradoras descripciones que había oído en mis clases de religión con los maristas…
     —Apocalipsis, revelación… ¡Eso es! —vociferó monsieur Loucas—. Ello nos permitirá volver un momento al presente, a nuestro juego…
     Terry regresó a su silla haciendo evidente que, por ahora, su protagonismo había concluido.
     —Como ha explicado nuestro querido profesor —continuó el francés—, los seres humanos siempre poseemos una parte oculta, secreta… Les propongo que, para adentrarnos en los mecanismos del Apocalipsis de San Juan, cada uno de nosotros revele algún misterio sobre sí mismo, algo que nunca antes se haya atrevido a confesar. Una oscura porción de su alma.
     Traté de esquivar los candeleros para recibir alguna señal de Andrea, sin éxito. Adivinando su aversión a este tipo de entretenimientos, me arriesgué:
     —La verdad, monsieur Loucas, no creo que sea una buena idea…
     —Por favor, muchacho, perdamos el miedo. Estamos entre amigos, en Patmos… ¿Qué podemos arriesgar? Allons!
     Nadie se atrevió a contradecirlo. Andrea no dijo ni pío.
     —Empieza tú, Stavros.
     El griego dudó un momento y luego, como si fuese víctima de un arrebato místico, empezó a desgranar sus recuerdos.
     —Antes que nada, deben saber que Dímitra es mi segunda esposa. La amo más que a nada en la vida, pero hasta ahora no me había atrevido a contarle el motivo por el que me separé de mi primera mujer.
     El señor Dionisi sacó un pañuelo de la bolsa de su chaqueta y, aunque no sudaba, se lo pasó por la cóncava y rugosa frente.
     —Fue hace muchos años… Incluso yo todavía tenía cabello…
     Quiso reír, sin conseguirlo. Los demás comenzábamos a ponernos nerviosos.
     —Cuando cumplimos un año de casados, decidimos hacer una gran fiesta. Invitamos a toda la gente que conocíamos en Salónica. Familiares, amigos, compañeros de trabajo… Una gran fiesta griega, ruidosa, con mucha comida y mucho vino. En medio de la algarabía, no me preocupé por seguir a mi mujer entre tantos comensales…
     Sin necesidad de un déja vu, imaginé la historia que se avecinaba.
     —Una prima mía rompió una copa y, mientras recogía los pedazos, se cortó la mano. Nada grave aunque, eso sí, mucha sangre… Fue como un presagio. Subimos a mi habitación por una venda. La puerta estaba cerrada. No se me ocurrió tocar —a Stavros se le quebraba la voz—. Ahí estaban ellos, en la cama… Ni siquiera se habían quitado toda la ropa…
     Parecía a punto de llorar, más de rabia que de dolor. Sus ojos se tornaron acuosos y blandos, como los de una gamba.
     —Mi mujer y mi hermano mayor. Malaka! ¡El día de nuestro aniversario! ¡La muy puta!
     Para controlar su ira, Stavros se tomó de un trago la champaña que quedaba en su copa. Dímitra le había puesto una mano en el hombro, conmovida, aunque él apenas se dejaba consolar. No era un asunto de lágrimas, sino de furia.
     —Merci bien, mon cher Stavros —exclamó nuestro anfitrión—. Te agradecemos la confianza que nos has demostrado. Estoy seguro de que a ti y a Dímitra nunca les ocurrirá algo semejante. ¡Un brindis por Stavros y Dímitra!
     —¿Qué es esto, terapia de grupo? —le oí murmurar a Andrea.
     A su lado, la señora Chong lloraba, visiblemente afectada por la confesión del griego.
     De pronto, sin que nadie se lo pidiese, Andrea dijo que quería hablar. Me tomó por sorpresa. Yo la imaginaba incómoda y fastidiada, y ahora resultaba que incluso estaba dispuesta a participar en el juego.
     —Voy a contar una parte de mi vida que no conoce nadie —dijo sin mirarme—. Cuando todo empezó yo era muy pequeña…
     Yo movía la cabeza de un lado a otro, tratando de medir sus gestos, en vano. Sólo podía escuchar su voz, elegante y tersa, y por ello aún más brutal, sin aspavientos.
     —Era como un juego. Un juego inocente como éste —prosiguió—. Nunca pensé que fuese algo malo. Yo lo adoraba. Lo admiraba como a nadie en el mundo. Era mi héroe.
     El estómago me dio un vuelco.
     —Yo tendría unos once años y él, quince. Mi hermano, quiero decir. Era muy alto, guapo, fuerte… Todas las noches se sentaba en mi cama y me contaba un cuento para que yo me durmiese; luego me arropaba y me daba un beso, como si fuese mi padre. Me acariciaba el cabello y el rostro… Un día, sentí que pasaba su mano por debajo de mi piyama. Primero sobre los pechos y el vientre, luego entre las piernas…
     —¡Dios mío! —murmuró madame Loucas.
     Los demás también se mostraron asustados. Yo más que ninguno.
     —Debo reconocer que me gustó —Andrea no cambiaba su tono distante, seco—. Siempre lo hizo con mi consentimiento. En esa época yo no pensaba más que en él. Regresaba del colegio y esperaba ansiosa a que llegase la noche para que me visitase. Más o menos un año después, cuando yo tenía doce, lo toqué por primera vez… Su piel crecía entre mis manos, como una planta…
     —¿Nunca los descubrieron? —la atajó Dímitra, sonrojada.
     —Jamás. Éramos una familia modelo. A los trece, él me desvirgó…
     —¡Andrea, por el amor de Dios! —le grité—. ¡Basta ya!
     —Lo siento. Sé que es duro para ti, y más escucharlo hasta ahora. Discúlpame por haberlo ocultado tanto tiempo…
     —¿Cuánto duró su… relación? —intervino Stavros.
     —¿Desde el principio? —Andrea hizo cuentas con los dedos—. Unos seis años, hasta que yo cumplí 17 y él se fue a estudiar a Salamanca. Fue espantoso…
     —Lo imagino.
     —Su ausencia, me refiero. Estuve deprimida durante meses. Dejé de comer y adelgacé diez kilos… Me volví un desastre en la escuela. A mis padres tuve que inventarles un platónico amor frustrado. Lo extrañaba tanto…
     —¿Y luego? —era monsieur Loucas quien no ocultaba su emoción por el relato.
     —Pasó el tiempo y lo olvidé… Es decir, en ese sentido. Todavía nos vemos de vez en cuando, nos abrazamos con cariño, pero sabemos que todo quedó en el pasado…
     Si yo hubiese sido un pulpo, la habría ahorcado ocho veces.
     —Merci, Andrea —se levantó monsieur Loucas—. Has sido muy valiente al contarnos esto. Tu revelación ha de ser difícil para tu marido, pero estoy seguro de que sabrá comprenderte… ¡Un brindis por Andrea!
     Yo ni siquiera me alcé del asiento. Sentía que la sangre me inflamaba las mejillas, convirtiéndome en una especie de pez globo.
     La experiencia había sido tan intensa que a los pocos minutos se cerró la sesión. Una vez a solas, donde nadie alcanzaba a vernos, tomé a Andrea del brazo y la sacudí con violencia.
     —¿Cómo has podido?
     —¡Suéltame! —se hizo a un lado—. Es el Juego del Apocalipsis, ¿no? Me limité a contarles lo que querían escuchar…
     —¡Por Dios, Andrea! ¡Los dos sabemos que no tienes ningún hermano!***Andrea había tardado una hora pintándose los párpados, primero de verde y luego de azul hasta que por fin se decidió por un sepia oscuro que la hacía semejante a una mantarraya. Si monsieur Loucas le había contado de nuestra charla a los demás, ninguno lo dejó entrever. Nos recibieron con la misma algarabía de siempre, felices de que nos reuniéramos con ellos. Había un ambiente de camaradería creciente, como si la mera rutina bastase para convertir a personas de mundos radicalmente distintos en amigos entrañables. Incluso los señores Chong estaban más locuaces que nunca. Sólo Terry persistía en su hierático nerviosismo.
     Ya no me detendré a describir los platillos que nos ofrecían los Loucas: baste decir que siempre eran delicados y exquisitos.
     Como empezaba a ser costumbre, a la hora del café monsieur Loucas le cedió la palabra a Terry. Éste sacó un paquete de tarjetas de su pechera, las colocó sobre el respaldo de su silla y se colocó unas delgadas gafas de oro.
     —Hoy me referiré, así sea someramente, al texto del libro de la Revelación. Como decía ayer, sus páginas son las muestras más acabadas del estilo apocalíptico: mensajes ocultos, monstruos, plagas, ángeles y demonios que han sido interpretados de muchas maneras a lo largo de la historia. Todos los estudiosos coinciden, sin embargo, en señalar que su estructura está basada en la recurrencia del número siete, considerado como una imagen de la perfección y la totalidad.
     —Siete —exclamó monsieur Loucas, orgulloso—, como el número de convidados a esta mesa.
     —Tras un breve prólogo, en el cual el autor se presenta a sí mismo, llamándose Juan y explicando que se encuentra en la isla de Patmos, el libro comienza con un saludo a sus corresponsales, los miembros de las siete iglesias de Asia. A continuación, el Apocalipsis se desarrolla a partir de cinco septenarios: siete cartas, siete sellos, siete trompetas, siete visiones y siete copas. Por último, encontramos un epílogo y una despedida.
     —Ahora nos dirá qué significa cada cosa —lo apresuró Stavros.
     —Lo intentaré. Las siete iglesias de la provincia romana de Asia, la actual Turquía, eran Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Filadelfia y Laodicea, núcleos del cristianismo primitivo que, sin embargo, representan a la Iglesia en su conjunto. Los siete sellos, o marcas de Dios, cierran el libro en el cual el Creador ha escrito el destino de la humanidad, y se van abriendo uno a uno para que el profeta pueda conocer su contenido y revelarlo a sus lectores. Las trompetas, por su parte, siempre han sido consideradas como instrumentos anunciadores, de modo especial durante las guerras. Aquí, se encargan de predecir una serie de terribles calamidades que habrá de abatirse sobre la tierra. La importancia principal la lleva la séptima trompeta, a continuación de la cual se consumará la ira de Dios…
     Andrea se estremeció por un repentino escalofrío.
     —Las siete copas no traen nada mejor —prosiguió Terry—. En ellas se guarda la cólera divina dirigida contra aquellos que se han dejado seducir por las potencias del mal. Y, por último, podemos encontrar las visiones del apóstol, en las cuales se proclama, luego de un último combate entre Jesús y el Anticristo, el triunfo final de los justos, la destrucción total de Babilonia (el símbolo del mal) y la gloria de la Nueva Jerusalén, es decir, del reino de Dios…
     —Suena como un relato de ciencia ficción —dijo el señor Chong.
     —Más bien como una novela de terror —lo corrigió monsieur Loucas.
     —¿Y los Cuatro Jinetes? —era, a su vez, la gruesa voz de Dímitra.
     —Me da gusto que lo pregunte —respondió Terry—. Existen muchos prejuicios en torno al libro de la Revelación, y éste es uno de los más característicos. En efecto, Juan narra que, conforme se abre cada uno de los primeros cuatro sellos del libro de Dios, aparece un jinete. Es fácil identificar a tres de ellos: sus colores son rojo, negro y verde, y representan guerra, hambre y muerte. El simbolismo del primero, en cambio, resulta menos claro: es blanco y porta un arco. Los críticos no han logrado ponerse de acuerdo: algunos afirman que se trata de un heraldo angélico, aunque la mayoría se decanta por considerarlo como un azote más, algo impreciso, que se cierne sobre los seres humanos…
     No había más preguntas. Eso significaba que, de un momento a otro, monsieur Loucas le arrebataría la palabra.
     —¿A qué hemos venido a Patmos sino a buscar el fin? —musitó enigmáticamente—. Reiniciemos el Juego del Apocalipsis.
     La señora Chong aplaudió como una foca frente a un pez.
     —Merci, merci bien…. ¿Y si todos nosotros fuésemos profetas sin saberlo? Se trata de una hipótesis, solamente. Pero, una vez más, quizá nos sirva para entender mejor a San Juan y, acaso, para entendernos mejor a nosotros mismos.

Mi propuesta de hoy es la siguiente: no que imaginemos el fin del mundo (para eso están las aburridísimas películas de catástrofes), sino el fin de nuestro propio mundo individual…
     Como el día anterior, el silencio fue avasallador.
     —Lo que pido es que cada uno cuente, imagine, profetice su último año de vida…
     En cuanto distinguí su mirada incandescente sobre mí, supe que algo terrible iba a ocurrir.
     —Qué tal si empieza usted.
     Me dejó helado. Pero todavía más cuando escuché la inconfundible voz de Andrea:
     —Sí, empieza tú.
     Aunque el nerviosismo me cortaba la respiración, procuré hablar lo más clara y rotundamente que pude.
     —Muy bien —traté de ganar tiempo—. Tengo 71 años y me siento muy complacido por lo que he hecho con mi vida.
     Debía cuidar hasta el menor detalle, sonar optimista y seguro y, en especial, involucrar a Andrea en todos mis proyectos. Suponía que eso era lo que ella esperaba escuchar de mí.
     —Después de varios años de permanecer en mi actual empleo, al fin me decidí a independizarme y establecer mi propio despacho de consultor para industrias —Andrea siempre decía que yo me quejaba de Romano, pero que no tenía las agallas para fundar mi propia empresa—. Muchos años de esfuerzo constante se tradujeron en una de las oficinas más prestigiosas de América Latina. Entonces decidí retirarme —éste era mi golpe maestro— para pasar más tiempo con Andrea, mi adorada esposa…
     Advertí los gestos complacidos de la señora Chong y de madame Loucas. Me estaba luciendo.
     —Durante años nos dedicamos sólo a viajar juntos, más enamorados que nunca. Construimos una casa en México y otra en Barcelona, dispuestos a lograr que nuestro amor nunca disminuyese. Y lo conseguimos. Por ello, mi muerte es sólo un paso natural e inevitable. Un buen día, mientras paseamos a la orilla del mar, siento un fuerte dolor en el pecho. Ahí está. No le temo. Me siento feliz porque la última imagen que me quedará de la vida serán los brillantes ojos de Andrea frente a mí…
     Era como un niño que termina de recitar un poema ante sus maestros y compañeros de escuela.
     —¡Qué conmovedor! —exclamó la señora Chong e, igual que el día anterior, rompió a llorar.
     ¡Había pasado la prueba!
     —Ojalá se cumpla su profecía —resaltó monsieur Loucas, con cierta ironía—. ¿Alguien más?
     Luego de escuchar mis palabras, tanto la señora Chong como madame Loucas se apresuraron a imaginar sus propios finales. Sólo que, a diferencia del Apocalipsis, aquí nunca hubo plagas ni atrocidades sin remedio: sus narraciones eran tan dulces y felices como la mía, porque en realidad no se referían a lo que podría suceder, sino a lo que nos gustaría que sucediera.
     A pesar de la cursilería, me sentía bien; mucho mejor, en cualquier caso, que ante el callado horror de la noche previa. La victoria era mía: había conseguido desactivar la secreta perversidad de monsieur Loucas y, de paso, había sido capaz de ofrecerle a Andrea no sólo una disculpa, sino una auténtica declaración de amor.
     —Hermosas profecías, sin duda —monsieur Loucas cerró la velada con su voz de hipopótamo—. No me queda sino recordarles que mañana es un día especial… ¡Noël! Así que Terry y yo hemos preparado algo distinto: una visita privada al monasterio de San Juan Teólogo. Así que, amigos míos, hasta mañana. Bonne soire…

¡Al fin volveríamos a pasar una noche tranquila! Me sentía orgulloso de mi capacidad de sortear las mareas. Sin embargo, no quería establecer una odiosa comparación con la conducta anterior de Andrea, así que decidí no darle más vueltas al asunto. Quería volver a dormir en sus brazos, recorrer su espalda desnuda por la madrugada, abrigarme con su cuerpo. Y luego despertarla con lentas caricias y hacer el amor muy de mañana, medio dormidos, y regresar al sueño.
     Andrea también parecía más relajada. De cualquier modo, se volvió a poner la piyama antes de acostarse. "Tengo frío", explicó, casi disculpándose.
     Apagamos la luz y la abracé por detrás. Yo estaba tan contento que no logré callar:
     —Estuvo bien, ¿no?
     —¿La cena?
     —Todo.
     Esperaba su opinión sobre mis palabras. A fin de cuentas, las había dicho para ella. Insistí:
     —¿Qué te pareció lo que dije?
     —¿Sinceramente?
     —Sinceramente.
     —Bien.
     —Pero…
     Me di cuenta de que estaba llorando. Callada, estremecida, casi sin lágrimas.
     —¿Qué te pasa? —le susurré.
     —Nada.
     —Dime.
     —Lo que no me gustó, lo que no me gustó nada, fue lo que no dijiste…
     Nunca la había oído tan triste.
     —¿Ahora qué hice?
     —Lo que dijiste de mí fue muy hermoso. En cambio, nunca hablaste de una familia. Nunca, ni por un momento, pensaste que pudiésemos tener hijos…
     Oh, no.
     —Lo olvidé.
     —Ése es el problema: lo olvidaste…
     —Me puse tan nervioso…
     —No tienes que disculparte —se restañó los párpados y luego me acarició la mejilla con aplacada ternura—. Sólo que yo no puedo imaginarme en el futuro sin una verdadera familia.
     Esta vez ninguna de mis palabras fue capaz de consolarla.***La cita para subir al monasterio de San Juan Teólogo era a las once y media de la mañana. Tuvimos que despertar más temprano que de costumbre. La visita ofrecía una gran ventaja: nos mantendría ocupados, distraídos de los problemas que habíamos ido acumulando durante los últimos días. Además, era Nochebuena, y ni Andrea ni yo deseábamos amargar una fiesta como aquella.
     Un microbús, expresamente alquilado por monsieur Loucas para la ocasión, pasó por nosotros al hotel. En él venía ya el resto de la compañía: los señores Chong, armados con sendas cámaras fotográficas; monsieur Loucas vestido todo de blanco, similar a un oso polar; madame Loucas luciendo una imponente esmeralda al cuello; los Dionisi, escondidos en sus oscuros abrigos; y Terry, que usaba una obvia gabardina gris.
     El monasterio se encontraba a unos cuatro kilómetros de Skala y, aunque existía un camino de piedra construido en 1794, el frío impedía cualquier tentativa de subir a pie. A la distancia, el claustro podía pasar por un castillo medieval: las pesadas murallas, de más de quince metros de alto, habían sido edificadas para resguardar a los monjes —y sus infinitos tesoros— de los ataques de piratas e infieles que proliferaban en el Mediterráneo oriental durante el Medioevo.
     Conforme nuestro transporte se adentraba en la colina, era posible divisar no sólo el puerto, sino prácticamente toda la isla, semejante, en verdad, a una maltrecha tortuga. Los señores Chong no desperdiciaron la oportunidad de tomarle decenas de fotografías.
     Al llegar a Jora iniciamos un nuevo ascenso, entre escaleras y rampas, hasta llegar a la puerta principal del monasterio. Las blancas casas del pueblo se apiñaban a su alrededor, formando una límpida barrera de coral semejante a una gigantesca bola de helado.
     A las doce del día, un monje ortodoxo, severo y barbado, con la piel del color de un tiburón, abrió la puerta del recinto. Atravesamos un pequeño pasaje que nos condujo al centro de un esmerado claustro de dos niveles, flanqueado por arcadas de estilo francés, que bien podría confundirse con una mansión señorial de Occidente. Terry ocupó de mala gana su lugar como guía de turistas y comenzó su exposición con voz apenas audible.
     —Desde que Juan escribiera el Apocalipsis, en el siglo primero, hasta mediados del siglo xi, prácticamente no existen datos sobre Patmos. En el año 1086, Jristódulos, un monje de Bitinia, visitó la isla y, al observar que un lugar sagrado como éste carecía del cuidado de los fieles, decidió construir una iglesia que protegiese la Sagrada Cueva de San Juan y, además, un monasterio dedicado a su advocación. Para lograrlo, acudió a Constantinopla en busca del apoyo del emperador, Alejo i Comneno, el cual, mediante una bula, le concedió el dominio de Patmos.
     Fuera del ambiente íntimo, los modales de Terry se volvían más expansivos. Según Andrea, debía ser homosexual.
     —San Jristódulos reunió unos ciento cincuenta monjes, técnicos especializados de Trabizonda y obreros de Icaria, con los cuales inició la edificación, en el 1088, de la capilla de Santa Ana, junto a la Cueva, y de este monasterio dedicado a San Juan Teólogo. Al cabo de cinco años, su sueño se había cumplido.
     —¿Queda algo de aquella época, Terry? —inquirió Stavros.
     —La iglesia que tenemos a nuestra izquierda es del 1090. Esa arcada, en cambio —señaló al frente—, llamada tsafara en griego, es de 1698… Pasemos al templo.
     Terry fue explicando a detalle cada uno de los frescos que decoraban el exterior de la iglesia, obra de artistas cretenses del siglo xvi: la masacre de los inocentes, la natividad, la fuga de Egipto… Y, al fondo, un sombrío y mohoso Juicio Final, cuyos horrores habían sido borrados por el tiempo y el descuido. Los Chong no dudaron en reproducir aquellas obras minuciosamente, decididos a montar un rompecabezas una vez que regresasen a Seúl.
     El interior resultó aún más impresionante: en el centro de la nave, un barroco iconostasio de madera tallada, cubierta con hojas de oro, contrastaba con la inquietante sobriedad de los iconos. Los tenebrosos santos ortodoxos nos observaban con recelo, apenas indulgentes hacia la escasa piedad de sus visitantes. Arriba, en la cúpula recién restaurada, un Pantocrator pendía sobre nuestras cabezas luciendo su magnificencia y su infinito desprecio hacia los mortales.
     Luego de mostrarnos los frescos bizantinos escondidos detrás del iconostasio de la capilla de la Virgen, Terry nos condujo por el resto del lustroso monasterio hasta llevarnos al tesoro: una amplia variedad de vitrinas escondía, en una especie de peceras religiosas, manuscritos y libros antiguos —Patmos llegó a tener una de las bibliotecas más ricas de la cristiandad—, joyas, custodias, incensarios y ropas talares de la más diversa índole, olvidados testigos de las peripecias que había sufrido la isla en los últimos nueve siglos.
     Cuando yo admiraba una especie de casulla bordada con oro y plata, monsieur Loucas se me acercó por la espalda.
     —Tout va bien?
     —Sí, gracias —mentí.
     —Me alegro —y se marchó para alcanzar a su esposa.
     A diferencia de Andrea, que puede tardar horas contemplando una misma pintura o un mismo paisaje, yo suelo fatigarme con facilidad. No veía el momento en que regresáramos a Skala para comer algo.
     —¿Te gustó? —me preguntó ella para romper el hielo mientras volvíamos al microbús.
     —No demasiado. Me temo que los iconos no son mi fuerte.
     Andrea hizo una mueca de asco, como si yo le hubiese ofrecido un plato de caracoles. Siempre ocurría lo mismo: si yo no quedaba fascinado con la exposición o la obra de teatro que ella me había llevado a ver, lo tomaba como una afrenta personal. ***Aunque Andrea y yo nos encontramos en el hotel cerca de las ocho, no teníamos mucho que decirnos. Nos cambiamos de ropa en medio de un silencio apenas cordial y, fingiendo una concordia inexistente, nos marchamos al encuentro de nuestros amigos.
     —Hoy vamos a prescindir de tu charla, Terry —dijo monsieur Loucas—. Creo que ya has tenido suficiente con la explicación del monasterio.
     Sin embargo, al cabo de unos minutos volvió a interpelarlo:
     —Noël! —exclamó con su manía por los signos de admiración—. Siempre me ha gustado este día, desde que era niño. La gente se vuelve más amable, se perdonan las ofensas, incluso las guerras se suspenden…
     —¡Sí, sí! —no necesito decir que eran los aullidos de nuestra hincha coreana.
     —Es curioso —continuó el francés—, porque hay quien piensa que hoy, justo hoy, 24 de diciembre de 1999, no estamos celebrando el nacimiento de Nuestro Señor, sino el del Anticristo. ¿No es así, Terry?
     —Bueno, unos cuantos fanáticos…
     —¿Por qué no nos hablas un poco del Anticristo? —terció Stavros.
     —Quizás no deberíamos tratar de un tema así en un día como hoy —se escandalizó su esposa.
     —¿Qué tiene de malo, mujer? No vamos a invocar al diablo…
     Monsieur Loucas dirimió la controversia conyugal diri-giéndole una inequívoca señal a Terry. Éste se resignó a obe-decerlo.
     —No venía preparado, monsieur Loucas. En fin. El Anticristo es, quizá, la figura más importante de la Revelación. ¿Por qué? Porque se trata de la mayor aportación original de Juan de Patmos. Aunque algunos textos judíos, especialmente el libro de Daniel, se habían referido vagamente a un maligno enemigo de Dios, lo cierto es que el Apocalipsis ha fundado con él uno de los mayores mitos de la humanidad…
     —Es una especie de demonio, n'est pas?
     —No exactamente, madame. Se trata más bien de un hombre. Juan se refiere a él, de modo particular, en dos ocasiones. En el capítulo XVII, describe a una mujer, la Gran Ramera, sentada sobre una bestia de siete cabezas y diez cuernos. Según la interpretación clásica, las siete cabezas corresponden a las siete colinas de Roma, mientras que los cuernos esconden los nombres de diez emperadores que persiguieron al cristianismo… La descripción más precisa del Anticristo se halla, sin embargo, un poco antes, en el capítulo XIII —Terry se aclaró la garganta: eran horas extra—. La bestia, ahí, tiene forma de leopardo, pies de oso y boca de león. Una de sus cabezas muere y resucita con mayor poder, lo cual ha dado lugar a un sinfín de interpretaciones. Lo más llamativo, sin embargo, es que a esta primera bestia le sigue otra, más poderosa aún, cuya identificación con el Anticristo es todavía más rotunda. Ésta dominará la tierra durante un reinado de terror, engañando a miles de seguidores, a los cuales les imprimirá su marca en la frente o en la mano derecha…
     —Seis seis seis —irrumpió el docto señor Chong.
     —Así es.
     —¿Pero es o no es un demonio?
     —Queda bastante claro que no. Piense en un ser humano capaz de reunir todo el mal en sí mismo.
     —¿Un hijo de Satanás, como Cristo es el Hijo de Dios?
     —El cristianismo tradicional nunca ha aceptado esta posibilidad —confirmó Terry—, la cual, por otro lado, ha tenido bastante fortuna entre los evangélicos y otras sectas fundamentalistas… ¿En qué se basan para creer algo así? Bueno, en su lectura literal de la Biblia afirman que, según Juan, el Anticristo es por encima de todo un impostor, un gran hipócrita… Al principio se comportará como un mesías. Será un abyecto imitador de Jesús. De ahí que, para cerrar el círculo de los parecidos, ellos asuman que debe ser un hijo del demonio. En tal caso, como señaló monsieur Loucas, debería nacer hoy, 24 de diciembre…
     Aunque muchos de nosotros no éramos creyentes, no dejamos de sentirnos un tanto inquietos.
     —No se preocupen. La verdad es que los símbolos del Anticristo son tan poco transparentes, tan ambiguos, que cada época ha creído encontrar al suyo propio. Todos los grandes tiranos, desde Nerón hasta Hitler, pasando por diversos papas, Lutero, Napoleón y Saddam Hussein, han sido considerados como anticristos por sus detractores… Y el mundo no se ha acabado todavía.
     Por primera vez había un toque de humor británico en las palabras de nuestro conferenciante.
     —En tales términos —concluyó—, cualquiera podría ser el Anticristo. –

+ posts


    ×  

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: