La quimera del intelectual armado

En la película Ciudadano Buelna, hay ráfagas de biografía, pero no hay hagiografía. 
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En Ciudadano Buelna la revolución mexicana no es lo que solía ser según el hollywoodcito charro de la dizque Época Dorada del cine mexicano: no es la cabalgata amenizada por jinetes balaceadores y vivacs guitarreros y cantantes, ni la epopeya machista cruzada por frases tribunicias y sublimes miradas al horizonte de nubes marmóreas y nopales orgullosos de ser fotogénicos y simbólicos o la bravía epifanía de la generala María Félix que, ya sin balas, dispara mentadas de madre que también duelen.

Ciudadano Buelna, la película número treinta en la larga e irregular filmografía del veterano Felipe Cazals, y uno de sus filmes más rigorosos y mejores, contradice aquella Revolución Mexicana falsificada en una cinematografía regida por las taquillas y por la epopeya folclórica y eso le ha evitado la atención de un público atontado por la telenovelería.

Mediante un austero y lineal discurso narrativo y dramático, llevado como en un solo y brioso trazo y con evidente desdén de la épica folclorizante, Ciudadano Buelna ejerce la crítica de aquella charra cinematografía, y se diría que también la autocrítica del mismo Cazals, que en su película anterior, la excelente Chico Grande, ofrecía en un elegíaco tono (el de que las guerras perdidas son las guerras más bellas) una sombría aunque romántica versión de la revolución como epopeya del microhistórico genterío.

En Ciudadano Buelna hay ráfagas de biografía, pero no hay hagiografía. El protagonista, el joven y mocoritense general de brigada Rafael Buelna Tenorio (bien interpretado por un güero y ojiazul Sebastián Zurita en una inexpresividad deliberada, como de página en blanco), es acuciosamente observado y no idolatrado por Cazals, que apunta la esencial contradicción del personaje, autodefinido ante un periodista (¿el luego novelista Martín Luis Guzmán?) como ciudadano que guerrea en mero servidor uniformado de la causa del pueblo. Aparte de algunas frases de vaga ideología y de apuesta al porvenir, Buelna se muestra, en su pasión por la acción, movido (según la película) por una vocación particularmente militar,  hasta el punto de intentar fusilar al general Alvaro Obregón porque éste no le ha reconocido el grado de general en el ejército revolucionario. Esa pasión febril tras la mirada clara y dizque serena de Zurista, es la de un ardiente intelectual engagé y altivamente en armas. Universitario, lector y alumno de Heriberto Frías (el periodista autor de Tomochic, actuado con exaltada campechanía por Jorge Zárate) pero también lector de Von Klausewitz (el prusiano teórico de la guerra como “extensión de la política por otros medios”), Buelna quiere antes que nada la acción revolucionaria (por eso lo decepciona el antes admirado Madero) y deja al porvenir la concreción de la quimera social. De hecho, como parece intuirlo su amigo y compañero de armas Lucio Blanco (Damián Alcázar, cuya sonriente mirada, comprensiva y/o irónica, domina el film en sagaces intercortes), Buelna privilegia la acción por la acción, y esa insaciable voluntad tiñe el conjunto con un melancólico tinte nihilista: en ella la revolución es vista  —y a saber si esa fue la intención de los guionistas Cazals y Leo Eduardo Mendoza—como un torbellino sin fondo que “alevanta” a los revolucionarios hacia un final irrisorio, como el de la muerte casi casual de Buelna por las balas de un par de jóvenes soldados contrarios, que lo vieron venir a caballo mientras comían y quizá nunca supieron a quién mataban. Ese insinuado nihilismo ¿involuntario? estalla en la escena históricamente cierta en la que el zapatista Soto y Gama (un Bruno Bichir frenético hasta la caricatura) injuria a la bandera Constitucionalista y luego, ante el tumulto de los generales indignados, se arrodilla devotamente a besarla. Escena farsesca que, en el discurso enérgico y a veces solemne de Ciudadano Buelna ejemplarizaría la idea de que la guerra revolucionaria y otras agitaciones humanas son casos de lo que Jacques Vaché llamó la teatral inutilidad de todo. Eso, en una escena de diálogo como “aparte de todo”, parece sentirlo Emiliano Zapata (Tenoch Huerta), con quien Buelna comparte la solidaria melancolía de los héroes fatigado y todavía en pie.

Publicado previamente en Milenio Diario (y modificado) 

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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