“Un río, una lancha, unos ranchos. Si les sirve como referencia, Colastiné es el pueblo al que refiere Saer”. Vía telefónica con sus productores, Gustavo Fontán ajusta los detalles de su próxima película antes de comenzar la charla en su departamento del barrio de Palermo, Buenos Aires. Basada en El limonero real (unas de las grandes novelas del escritor argentino Juan José Saer), será la mayor producción de Fontán y marcará su vuelta a lo narrativo. “Con límites, tampoco será de trama”, aclarará enseguida. Gustavo Fontán (Banfield, Argentina, 1960) es licenciado en Letras, profesor y director de cine, autor de la trilogía El Ciclo de la Casa, compuesta por El árbol (2006), Elegía de abril (2010) y La Casa (2012), entre otras películas a lo largo de 20 años de trayectoria. Su obra más reciente, El Rostro (2013), fue estrenada a fin de año en la última edición del Festival Internacional de Roma. Este prolífico director –autor de un cine que dialoga constantemente con la poesía– fue uno de los protagonistas del 4to Festival de Cine de la UNAM (FICUNAM), que proyectó una retrospectiva de su obra entre el 27 de febrero y el 9 de marzo.
¿En qué momento de su vida profesional lo encuentra esta retrospectiva?
Empezando. Al margen de la caricia que significa, es interesante mirar veinte años para atrás porque uno va viendo de qué manera se fueron ajustando los intereses, diversificando los caminos. Ve lo que de pronto no haría, las decisiones que no supo tomar en su momento y que las tomó más adelante. Tengo una mirada muy reflexiva sobre lo que hago y me gusta trabajar tomando posiciones. Ahora me siento muy seguro de mis intereses. En una etapa de mucha creatividad. También de deseos de alterar cosas ya hechas; un punto de inflexión.
¿Con relaciona ese punto de quiebre?
Es un punto de inflexión vinculado a la intención de volver de alguna manera, de otra manera, aprovechando todo lo aprendido, a lo narrativo. Donde cae el sol (1993), mi primer largo, es mucho más narrativo que todo lo que sigue. Ahora estoy trabajando en El Ciclo del Río, que está compuesto por La orilla que se abisma (2008), El rostro (2013), El día nuevo (en desarrollo) también filmada a las orillas del río Paraná. Y El limonero real, que empezamos a filmarla en noviembre, y es mucho más narrativa que las anteriores y con una producción mucho más grande.
Usted trabajó sobre libros de distintos poetas y escritores, pero suele decir que no son adaptaciones en el sentido clásico…
Es que el guión es una especie de estructura para dialogar con lo real, no para reproducirlo. No creo que sea posible una adaptación literal, sino la apropiación de una historia que deberá ser llenada con otro lenguaje. La cuestión es hasta dónde se puede tensionar lo narrativo, cuál es el equilibrio posible. Es una tensión constante.
En ese sentido, ¿cree que cualquier texto es plausible de ser adaptado, tensionado con el cine en los términos con los que usted trabaja?
Creo que hay límites. Y ahí opera la cuestión de la fidelidad al texto. Cuando hicimos La orilla que abisma, un texto de Juan L. Ortiz, no fue una adaptación sobre el libro sino un diálogo con su poética. Es mi punto de aproximación.
¿El riesgo entonces es perder la fidelidad?
Es que no existe, no es posible en un sentido absoluto. El riesgo es social y tiene que ver con los temores. Existe en el amor, en la posibilidad de dialogar con ese texto. Uno arma un nuevo texto. La relación entre el cine y la literatura es sólo fantasmal. Sólo puede quedar el fantasma de ese texto en la película. No puede quedar el texto. Nos equivocamos cuando pensamos que la fidelidad pasa por lo argumental, que es la cáscara de cualquier texto, audiovisual o literario.
No desmerezco la trama, pero nunca se narra la historia nada más. Lo que define un texto es la mirada, no la historia. La literalidad de la historia transcripta al otro lenguaje no necesariamente da algo interesante.
Ahora, de cara a El Limonero real ¿Qué dificultades encuentra en la vuelta a lo narrativo?
En las últimas dos películas, La casa y El rostro, no hay una sola palabra. Entonces, el regreso a la palabra es todo un desafío. La palabra como algo significativo, no la palabra porque sí. Además, es una película más compleja en términos operativos. Empezamos a rodarla en noviembre, a las orillas del río. Y lo vamos a tener que hacer de corrido en cinco o seis semanas. Es mi película más grande en cuanto a producción. Y este es otro gran desafío. Nunca filmé en días corridos. Siempre tenía contacto con material muy observado con el equipo. Pero El limonero real no nos permite esa forma de trabajo. El riesgo de la repetición también es un riesgo peligroso, al que hay que renunciar rápidamente.
¿Y usted cómo hace para no repetirse?
Me planteo nuevos desafíos en cada película. Claro que a la mirada no se renuncia. Pero a las estrategias, al uso de recursos, a la construcción de relatos. Hay algo allí que hay que renovar, como los espacios. Como ir de una casa a un río. Eso obliga a repensar.
De todos los libros de Juan José Saer, ¿por qué eligió El limonero real?
No tengo la menor idea. Creo que es la única que sabría filmar. Siento que me la puedo apropiar. La tensión dada por la muerte, cómo el dolor atraviesa la historia, la espiral y la luz de un día (la historia que cuenta Saer transcurre durante un sólo día) va profundizando los momentos emocionales del personaje. En las otras obras, Nadie nada nunca, por ejemplo, no sabría como filmarla.