En los días previos a la elección de Luiz Inácio Lula da Silva como presidente del Brasil, los expertos financieros del mundo pronosticaban un desastre. El mejor indicador de la confianza de los inversionistas extranjeros, los bonos “C” brasileños, habían caído de ochenta a menos de cincuenta centavos por dólar, mientras el real, que se había estado vendiendo a dos por dólar, prácticamente se había desplomado y se acercaba a cuatro por uno.
Como gran parte de la deuda externa e interna estaba indexada al dólar, era palpable el temor de que el Brasil incumpliera sus obligaciones internacionales y siguiera los pasos de Argentina hacia la ruina económica. Una vez seca la inversión extranjera, las líneas de crédito se evaporaron. Los analistas de derecha en Washington temían que si Lula y su izquierdista Partido de los Trabajadores tomaban el poder, los sistemas brasileños de lanzamiento de bombas nucleares y proyectiles teledirigidos pudieran llegar hasta la Florida.1
Después de un año, el Brasil ha experimentado la más vigorosa recuperación de todas las economías de “mercado emergente” del mundo. Ahora el real está valuado en menos de tres por un dólar. Desde el 1o. de enero del 2003, fecha en que Lula asumió la presidencia, el país ha recibido alrededor de 5,600 millones de dólares en inversión extranjera y para el 23 de mayo había acumulado un excedente de 7,100 millones en sus balances comerciales. En cuanto a la amenaza nuclear, aparte de que el Brasil no posee tales bombas, es uno de los países firmantes del tratado contra las armas nucleares. Los analistas de Goldman Sachs, por lo demás, opinan que el real está subvaluado.
Lo más sorprendente es que ahora Lula, “el izquierdista”, como se le sigue llamando en The New York Times, es tachado, con considerable resentimiento, de “neoliberal” por muchos de sus viejos amigos del movimiento contra la globalización. Cuando visité el Brasil en mayo, algunos partidarios poderosos del gobierno anterior me dijeron que tenían que admitir que Lula era más cuidadoso de lo que jamás habrían esperado. El continuismo, según afirmaban, se había impuesto sobre el deseo de cambiar, pese a que Lula declaró que en las elecciones no se había buscado otra cosa que el cambio. Las autoridades del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial de Washington han elogiado el ortodoxo rigor fiscal impuesto por el nuevo gobierno. Incluso la iniciativa más espectacular de Lula, su programa Hambre Cero (en virtud del cual, al término de su periodo de cuatro años en la presidencia, ningún brasileño sufrirá hambre), ha sido tachada por los críticos como simple demagogia, como un retroceso a las fallidas “políticas de asistencia social”. Lo cual es un comentario injusto toda vez que Hambre Cero, a pesar de la inePTitud de sus burocráticos inicios, se ha ido imponiendo poco a poco.
La situación nos recuerda mucho el famoso aforismo de Disraeli de 1845: “Mientras los conservadores se bañaban, sir Robert Peel les escamoteó la ropa.” Un miembro del gobierno del ex presidente Fernando Henrique Cardoso se muestra desconcertado por todo esto. “El gobierno de Lula”, me dijo, “tiene un montón de ideas nuevas y buenas; pero las nuevas no son buenas y las buenas no son nuevas”. Entonces, ¿qué pasó? ¿Acaso el profundo pesimismo que el año pasado se palpaba en Wall Street ha sido reemplazado por una falsa euforia? Si entonces los “expertos” estaban tan equivocados, ¿puede confiarse en que ahora tengan la razón?
El sorprendente cambio de actitud respecto de Lula obedece a tres victorias tácticas obtenidas poco después de asumir la presidencia. La primera fue convencer a los brasileños de que tuvieran paciencia. Luego de su arrolladora victoria, hubo preocupación porque las grandes esperanzas fincadas en su elección no pudieran cristalizar pronto, en vista de la permanente vulnerabilidad brasileña frente a las presiones económicas del exterior y a la fluctuante actitud de los inversionistas nacionales y extranjeros. Cualquier cambio espectacular en la política tenía que ser difícil. En agosto del 2002 el gobierno de Cardoso fue rescatado por un acuerdo del FMI conforme al cual se le otorgaba un préstamo de treinta mil millones de dólares. El contrato obligaba al futuro gobierno a imponer políticas fiscales rigurosas y lograr excedentes presupuestarios, lo que significa que muy poco dinero de los impuestos quedaba disponible para gastos imprevistos.
Sin embargo, ante estas restricciones, Lula ha podido persuadir al electorado brasileño de que es necesario el transcurso del tiempo antes de que puedan disfrutar cualquier beneficio considerable. Hasta ahora, la opinión pública no ha dejado de brindarle su apoyo decidido. Su popularidad sigue siendo inmensa, con un índice de aprobación del 75 por ciento en las encuestas de opinión, en tanto que sólo un trece por ciento considera que está realizando un “mal papel”, lo que significa una mejoría ostensible sobre su puntuación negativa del 25 al 30 por ciento obtenida durante la campaña. Muchos ciudadanos comunes con los que hablé parecían convencidos de que Lula asumió el poder agobiado por la herencia no sólo de una deuda enorme sino también de persistentes inequidades. Ellos saben lo difícil que será lidiar con esta situación, y con cuánta frecuencia han fallado los intentos de hacerlo en el pasado. A diferencia de los expertos, no veían la “continuidad” en el plazo largo. Por lo demás, seguían creyendo en el compromiso de Lula respecto del cambio fundamental. Las encuestas más recientes revelan que el 80 por ciento de los brasileños “confían” en él.
La segunda victoria táctica de los primeros meses fue confrontar el temor que había hecho presa de los inversionistas tanto nacionales como extranjeros. Para calmar la especulación, Lula, en una “Carta al pueblo del Brasil”, se había comprometido durante su campaña a mantener los excedentes presupuestarios requeridos por el FMI. Al asumir la presidencia, no sólo lo cumplió sino que, para sorpresa de Wall Street, incrementó ese excedente del 3.5 por ciento al 4.6 del PIB. Para el puesto de ministro de Hacienda nombró a un ex presidente municipal y médico que, a cambio de no poseer gran renombre, ha sido de lo más eficiente: Antonio Palocci, quien de entrada declaró que, como médico, podía advertir que el Brasil se encontraba en “cuidados intensivos”.
Para el puesto crítico de presidente del Banco Central, Lula nombró a Henrique Meirelles, ex presidente de operaciones internacionales del Fleet Boston Financial, muy conocido en los círculos financieros de Estados Unidos. Antes de las últimas elecciones y, contendiendo por el PSDB, el partido de Cardoso, Meirelles volvió al país y obtuvo una curul en el Congreso para Goiás, uno de los estados del interior del Brasil. Henrique Meirelles es uno de los pocos banqueros que se ha prestado a someterse al juicio del electorado.
La tercera victoria táctica de esos primeros meses fue contrarrestar la idea de que con toda su experiencia en la política local y estatal, el Partido de los Trabajadores de Lula, o PT, nunca había gobernado a escala nacional ni había tenido que habérselas diariamente con el Congreso o con la burocracia en pleno. Pero Lula fue por más de veinte años dirigente obrero y negociador exitoso, de donde aprendió flexibilidad y firmeza. En el sistema federal del Brasil cualquier presidente tiene que negociar con el Congreso, y el gobierno del Partido de los Trabajadores no tiene mayoría en ninguna de las cámaras. El ex presidente Cardoso sí la tenía pero, como se lo dijo a Bill Clinton, era una mayoría “desorganizada”, frase que pasó a ser el eufemismo más famoso de los últimos diez años. Durante su segundo periodo, el presidente Cardoso no pudo convencer a su coalición de que apoyara reforma importante alguna. El presidente Lula, en cambio, no tardó en demostrar que puede contar con “voluntades mayoritarias” en el Congreso, como cuando obtuvo amplio apoyo para reformar la Constitución con miras a independizar el Banco Central.
Lula ha demostrado también que puede colaborar con los gobernadores de los estados, aunque algunos de ellos sean figuras importantes de los partidos de oposición y puedan contender contra él en las elecciones presidenciales del 2006. Los estados, como el gobierno federal, enfrentan graves problemas fiscales atribuibles en buena medida al enorme déficit que padecen sus sistemas de seguridad social. Toda vez que reformar el sistema de seguridad social del país es también una de las más altas prioridades de Lula, él ha podido persuadirlos de sumar esfuerzos, lo cual hicieron personalmente, llevando sus propuestas de reforma desde el palacio presidencial, el Planalto, hasta la Cámara de Senadores donde, con toda la publicidad del caso, por primera vez un presidente brasileño apareció para rendir su informe. Estas iniciativas requerirán hacer reformas constitucionales, tarea nada fácil dentro del sistema brasileño, ya que modificar la Constitución requiere el apoyo de tres quintas partes de ambas cámaras del Congreso. Como los gobiernos estatales del Brasil tienen un influjo enorme sobre sus representantes en el Congreso nacional, su respaldo es fundamental para que se aprueben las medidas que necesita durante los próximos meses, sin duda críticos.
Los asesores políticos de Lula se han visto también de lo más pragmáticos. Su jefe de personal José Dirceu ha sido apodado el Karl Rove del Planalto, aunque sus antecedentes difícilmente podrían ser más distintos. Siendo dirigente estudiantil radical en Sao Paulo, fue arrestado en 1968 por el régimen militar; lo liberaron en 1969 a cambio de la libertad del secuestrado embajador estadounidense en el Brasil, y abandonó el país. Durante su exilio, pasó varios años en Cuba, donde recibió entrenamiento guerrillero. Mediante una operación de cirugía plástica cambió de rostro, volvió al Brasil y organizó la oposición clandestina al régimen militar hasta que se le otorgó la amnistía en 1979, cuando volvió a Cuba para someterse a otra operación que le devolvió su fisonomía original. Desde entonces Dirceu ha sido una figura central en la construcción del PT como partido nacional. Fungió como su presidente y ahora encabeza la mayoría moderada del partido. Ha desarrollado una relación de trabajo muy cercana con José Sarney (presidente del Brasil entre 1985 y 1990 y actual presidente del Senado), por lo que preside el Congreso y es una figura clave en la planeación de sus actividades, tales como fijar citas y armar coaliciones. Sarney, político habilidoso y adaPTable, poeta y novelista, al igual que una figura recia en su estado natal de Maranhao, donde su hija fue gobernadora y ahora es senadora, ha conocido las altas esferas políticas del Brasil desde dentro, a través de numerosos cambios de régimen, convirtiéndose en un aliado poderoso de Lula. Otro ex guerrillero del círculo más próximo a Lula es José Genoino, quien sucedió a Dirceu como dirigente del PT y es casi el único superviviente de una campaña guerrillera virtualmente desconocida que operó en la selva brasileña en 1977. Luego de ser brutalmente reprimido por el régimen militar, Genoino fue torturado. Los pormenores de esta historia oculta han salido recientemente a la luz en un relato basado en los registros confidenciales de la dictadura por el periodista brasileño Elio Gaspari. Genoino tiene la delicada misión de mantener en orden a los miembros del PT, sobre todo en tanto crecen las presiones para que se revisen o abandonen las políticas económicas austeras de Lula.
Lula sabe que tiene el tiempo en su contra, razón por la cual trata de conseguir este año las reformas más controvertibles a través del Congreso. La siguiente gran prueba electoral serán las elecciones municipales de octubre, así que en enero los políticos estarán haciendo sus cálculos con esta perspectiva en mente. Lula tiene la mayor influencia política y su popularidad se mantiene. Éste es el momento en que los políticos especialmente flexibles que dirigen los partidos del centro son más suscePTibles de sucumbir a los encantos del poder. Mediante la ayuda de Sarney, Lula ya ha podido capitalizar las divisiones internas de estos partidos para su beneficio político en el Congreso. Con todo, también reviste la mayor importancia mantener la disciplina dentro del PT, partido que constituye la base firme sobre la cual podrán fincarse las alianzas más convenientes. Con toda seguridad, las nuevas amistades provenientes de otros partidos tendrán que recibir su recompensa, acaso mediante uno o dos ministerios dentro del gobierno, probablemente aquellos que garanticen el control de importantes clientelas, por ejemplo Minas y Energía, o Integración Nacional, es decir caminos, ferrocarriles y construcción y mantenimiento de presas, o, de igual trascendencia, puestos federales a nivel regional dentro de bancos de desarrollo y dependencias reguladoras.
Habiendo integrado un gabinete ecléctico, a Lula le ha dado por convocar periódicamente a sus miembros para sostener con ellos largas sesiones en las que se informa de cómo va la gestión. Se trata de un gabinete que refleja realmente la diversidad del Brasil, incorporando, por ejemplo, al “Rey del pollo”, el exitoso empresario y exportador Luiz Fernando Furlan, como ministro de Desarrollo, Industria y Comercio Exterior; así como a Marina Silva, colega de Chico Mendes, el famoso trabajador del caucho y dirigente sindical asesinado, como ministra del Medio Ambiente, y a Bendita da Silva, la primera senadora y gobernadora negra, quien aún tiene su domicilio en una favela de Río, como ministra de Asistencia y Promoción Social. Lula por fin ha nombrado al primer negro, Joaquim Benedito Barbosa Gomes, como jefe de la Suprema Corte del Brasil, en un país en que la población descendiente de africanos es inferior tan sólo a la de Nigeria. Y su gobierno ha tomado enérgicas medidas para acabar con la corrupción imperante en la organización brasileña de futbol, problema que afecta a todos los sectores de la población.
La intuición política de Lula ha sido una sorpresa para muchos que esperaban que fuera un izquierdista doctrinario e inflexible, si bien buena parte de esta sorpresa refleja cierto aire de desdén entre los miembros de la elite. Quién hubiera pensado, dicen algunos, que alguien con los antecedentes de Lula pudiera elevarse tan rápidamente no sólo como dirigente popular sino también como un político avezado dentro del sistema. Después de todo, Lula, como este tipo de gente nunca deja de recordarnos, abandonó la escuela al terminar su quinto año de primaria. Comoquiera, siempre se le ha subestimado. Mucha gente bien informada y en posiciones estratégicas, como el ex presidente Cardoso, me decía el pasado mes de octubre que Lula era un “mito”; pero como me lo hizo ver entonces un viejo amigo que ha tratado a Lula de cerca durante muchos años, cualquiera que se hubiera imaginado que podía manipularlo pronto se desengañó, y de la peor forma.
Lula se levantó por pura fuerza de voluntad desde una familia indigente del noreste del Brasil, una de las regiones más atrasadas del mundo, donde existen muy pocas oportunidades de educación. Abriéndose paso hasta la megalópolis industrializada de Sao Paulo al sur del Brasil, trabajó, siendo aún niño, como bolero, y luego, gracias a programas de entrenamiento vocacional, como operador de torno (cuando perdió un dedo en un accidente de trabajo); pronto se convirtió en dirigente de su sindicato. Pacientemente integró un movimiento laboral nacional y un partido político, y contendió por la presidencia en cuatro elecciones.
Quienes veían en él a un patiño de la extrema izquierda o temían que produjera una catástrofe financiera, se hacían eco de la mala fama que se le empezó a hacer en tiempos de la dictadura. Pasaban por alto que una y otra vez Lula tuvo que probar que no era ni un agitador ni un desquiciado. A diferencia de casi cualquier otro político de su país, lo que sabe sobre la sociedad brasileña lo aprendió comenzando desde abajo; él experimentó en carne propia lo que significa sobrevivir en la calle.
La velocidad y el éxito de los logros tácticos de Lula y sus dotes prácticas de negociador han confundido tanto a la oposición como al ala izquierda de su propio partido. Pero al igual que ocurrió con la imagen del gobierno de Cardoso, la cual siempre fue mejor en el extranjero, la crítica interna ha ido en ascenso. La luna de miel terminó la semana que yo estuve en Brasilia. Algunos de los miembros de izquierda del PT lo criticaban abiertamente, y los dirigentes del partido amenazaban a los críticos más acerbos con la expulsión en caso de que votaran en contra de las medidas reformistas del gobierno. El movimiento de los trabajadores sin tierra, quienes guardaron silencio durante las elecciones, de pronto cobró nuevos bríos. Algunos de sus miembros invadieron haciendas del norte y el sur del país, ocuparon carreteras y tomaron algunos rehenes. En previsión de probables intentos de invasión, los terratenientes ya se habían armado y la violencia podía brotar desde el fondo de la vida rural.
La violencia urbana se está convirtiendo también en un problema importante. La Constitución restringe la capacidad del nuevo gobierno para responder con eficacia, pues las leyes procuran evitar los poderes arbitrarios ejercidos por gobiernos militares previos y ponen límites rigurosos a la acción federal en los estados. No obstante, para muchas de las personas con quienes conversé, el verdadero riesgo es el de caer en el tipo de violencia que se ve en Colombia, sobre todo si Lula no puede estimular el crecimiento económico y las reformas sociales. En algunas de las zonas urbanas más densamente pobladas, donde vive la mayoría de los brasileños, en especial Río de Janeiro, este temor no es infundado; los capos del narcotráfico disparan sobre amplios sectores de la ciudad tan sólo para demostrar su poder. Han abierto fuego contra hoteles de barrios elegantes y, durante los tiroteos con la policía, lo más frecuente es que se cierren los accesos principales a la ciudad desde el aeropuerto internacional carioca. Para la mayoría de las autoridades del gobierno, las favelas son zona vedada. El vasto flujo de dinero del narco corrompe tanto a jueces como a muchos estados a través de los cuales pasa la cocaína colombiana hacia Estados Unidos y Europa.
Dentro del propio gobierno comienzan a oírse voces disidentes. Al vicepresidente José Alencar, próspero propietario de hilanderías en Minas Gerais, le ha tocado la tarea de velar por el bienestar de la clase media y los empresarios, por lo que ha denunciado los impuestos excesivos que están sofocando a la industria brasileña. Destacados miembros de la industria cinematográfica se mostraron indignados tras la propuesta gubernamental de imponer “compensaciones sociales” a sus subsidios (tales como entrada libre a las salas de exhibición para los jóvenes y los pobres). El presidente Lula envió a Río a su ministro de cultura, el famoso cantante y compositor Gilberto Gil, con la misión de calmar a los representantes de la industria cinematográfica. Por su parte, los editorialistas de la prensa nacional han denunciado la cautela del PT y la ortodoxia fiscal. Los críticos académicos que durante años han lamentado la falta de disciplina de los partidos políticos le reprochan ahora al PT sus tácticas “leninistas” para meter en cintura a los disidentes del partido.
El país sigue siendo profundamente vulnerable. Los riesgos de invertir en el Brasil aún son altos y la deuda de 380,600 reales, casi un 28 por ciento del producto interno bruto, y su tasa de interés del 26.5 por ciento significan que el brasileño promedio debe pagar intereses astronómicos por sus créditos. Hoy por hoy, el interés da cuenta, en promedio, del uno por ciento del costo de producción nacional y hasta del 25 por ciento en el caso de las industrias acerera y de refacciones para la industria automotriz. El desempleo en la región de Sao Paulo, corazón industrial y financiero de la nación, ha subido a más del 20 por ciento. Los responsables de la política económica del Brasil siguen bajo la vigilancia del FMI, obligados a pagar por los treinta mil millones de dólares del préstamo del FMI que negoció el gobierno anterior, lo que deja muy poco margen al crecimiento económico. El ala izquierda del PT y los principales representantes del sector industrial se han unido a la demanda de tasas de interés más bajas y de un gasto más generoso por parte del gobierno.
Hasta ahora éste se ha mantenido firme y, en abril, expuso sus argumentos en un documento sorprendentemente sincero y pormenorizado, el cual tuve la oportunidad de comentar con el ministro de Hacienda Palocci y su asesor principal, a quien conocí en la sala de conferencias del quinto piso del edificio verde y cuadrado que alberga al Ministerio de Hacienda (dentro del conjunto diseñado por Oscar Niemeyer, integrado por los edificios idénticos de los ministerios que se hallan en la plaza central de Brasilia). Palocci y su asesor creen que, si lo que se quiere es acabar con el patrón cíclico que ha caracterizado durante décadas a la economía brasileña, este año no hay más salida que sus actuales políticas de austeridad. Si se pueden mantener los excedentes presupuestarios, una vez que se dispare el crecimiento el año próximo, como lo están previendo, consideran que al fin serán capaces de orientar los excedentes del pago de la deuda hacia el desarrollo social, la educación, la salud, la mejora de las carreteras y otras obras de infraestructura.
Todo esto habrá de conseguirse para que el Brasil pueda mitigar treinta años de inequidad del ingreso, con 33 por ciento de la población en la pobreza y el 15 por ciento en condiciones de miseria extrema. A Lula y sus ministros les preocupan también las eventuales conmociones financieras como las que casi hunden al Brasil en 1997 y 1998 durante las crisis económicas de Asia y Rusia. Si Dirceu ascendió a jefe político del equipo de Lula, Palocci quedó a la cabeza de la economía, de suerte que, como anuncios de neón, ambos atraen el grueso de las críticas al gobierno por parte de sus opositores.
Casi toda la gente con que hablé en el Brasil en mayo concuerda en que la parte más difícil del régimen de Lula está por comenzar. En los próximos meses veremos si sus triunfos tácticos pueden transformarse en reformas estratégicas sólidas. La lucha será intensa y probablemente desagradable, y su resultado dependerá del destino de dos piezas clave de la legislación que el gobierno anterior no fue capaz de aprobar. Mediante la primera podría revisarse el grotesco sistema brasileño de seguridad social, en virtud del cual el dinero proveniente de los trabajadores más pobres se usa para financiar cuantiosas pensiones para una elite burocrática privilegiada. Aproximadamente el cuarenta por ciento de los pagos de seguridad social no se destina a los trabajadores viejos sino a personas entre 45 y 60 años de edad, algunas todavía en activo en otros empleos, por lo que acumulan pensiones extra. El gobierno federal gasta 33 mil millones de reales en pensiones para un millón de beneficiarios especialmente privilegiados. Para todo el sector público eroga 61,600 millones de reales, en tanto que percibe 7,200 millones de reales al año mayormente por concePTo de impuestos.
Entre los meses de junio y agosto, el Congreso debatió las reformas legales al sistema de seguridad social. La oposición fue feroz y prolongada, puesto que las medidas tendrán un efecto directo sobre las pensiones de numerosos miembros del Congreso, así como en muchos jueces del sistema de tribunales, quienes tendrán que decidir si las medidas son constitucionales, en tanto que los burócratas se verán forzados a administrar un nuevo sistema de pensiones.
No menos discutidos se verán los planes gubernamentales para reformar el sistema fiscal. Los brasileños están entre los pueblos que pagan más impuestos en el mundo, pero al igual que el sistema de seguridad social, el tributario resulta un sistema perverso y retrógrado con grandes beneficios y posibilidades de evasión para los ricos. Puede esperarse así otra batalla complicada en la que intervendrá tanto el gobierno federal como los estados y los municipios, al igual que los hombres de negocios más poderosos.
En ambos casos Lula logró impresionantes victorias en la Cámara Baja del Congreso a principios de sePTiembre. Se prevé que las dos rondas de votos requeridas en el Senado se completen en octubre, para el caso de la seguridad social, y en noviembre, para el caso de la reforma fiscal.
En política exterior, Lula se ha visto forzado a tomar decisiones importantes más pronto de lo que habría querido. Los alarmistas de Washington han tratado de pintarlo como miembro de un nuevo “eje del mal” latinoamericano al lado de Castro y del líder venezolano Hugo Chávez. Pero Chávez se precipitó y sobreestimó su posición frente a Lula. En efecto, los brasileños y los estadounidenses llegaron a un acuerdo tácito en el que patrocinan conjuntamente al grupo llamado “amigos de Venezuela”, el cual intenta mediar entre los partidos involucrados en el amargo estancamiento político en que se encuentra sumido este país. Por otra parte, las recientes detenciones de más de setenta disidentes del régimen de Castro, así como la ejecución de los secuestradores han hecho que la imagen de Fidel no resulte muy amable para los brasileños. Mientras que el gobierno de Lula ha adoPTado una posición neutral hacia Cuba, dentro de la izquierda brasileña por primera vez ha surgido el debate sobre la falta de democracia en el régimen de Castro.
En Argentina Lula dejó muy clara su preferencia por Néstor Kirchner y su profunda desconfianza respecto del ex dirigente Carlos Menem, dos peronistas en busca de la presidencia. Después de que Menem se retiró para evitar una derrota humillante y Kirchner asumió la presidencia, Brasil se apresuró a ofrecer el equivalente de mil millones de dólares de asistencia a Argentina, como prueba de la voluntad de Lula da Silva para fortalecer el Mercosur, acuerdo mercantil entre estos dos países, Paraguay y Uruguay, el cual se ha debilitado a causa de la crisis argentina.
En sus negociaciones con Uruguay, Lula, preocupado porque sus dirigentes hablaban de un tratado bilateral de comercio con Estados Unidos, ejerció fuerte presión sobre el presidente uruguayo Jorge Battle Ibáñez, para acePTar el liderazgo brasileño y argentino en sus tratos con Estados Unidos, preparándose así para la principal batalla contra el gobierno de Bush sobre una Zona de Libre Comercio de las Américas, que el gobierno de Bush desea ver establecida hacia 2005. Aparte de intensificar la guerra en Colombia, ésta es la única política concerniente a América del Sur que le importa al gobierno de Bush. Cuando Lula asumió la presidencia, Brasil y los Estados Unidos ya habían decidido presidir conjuntamente las negociaciones.
Con todo, el Brasil se muestra de lo más ambiguo acerca de este proyecto. Su comercio con el mundo está mucho más diversificado de lo que lo estaba el de México cuando el TLC. Su mercado interno es mucho más sólido, al igual que sus inveteradas ambiciones de liderazgo regional en América del Sur. El Ministerio del Exterior brasileño, de donde provienen los negociadores, tiende a ser la parte más nacionalista de la burocracia brasileña. Sin embargo, la estrategia del Ministerio de Hacienda de Palocci exige una mayor integración a la economía mundial, más comercio y mayor acceso al mercado estadounidense de los productos de las industrias en que el Brasil es más competitivo, sobre todo los de la agroindustria y los de altos hornos. Son estos precisamente los dos sectores respecto de los cuales Bush se ha mostrado más suscePTible a la presión de los cabildeos estadounidenses. Los amigos que tradicionalmente ha tenido Lula en Estados Unidos han pertenecido tanto a grupos de orientación proteccionista como al movimiento a favor del ambiente. Sobre estos asuntos se trató la reunión apresuradamente organizada entre Lula y Bush que se llevó a cabo el 20 de junio.
Para Bush, como para Lula, los riesgos son elevados, y ambos se enfrentan a una opinión dividida en sus respectivos países sobre el libre comercio. Sin el Brasil, la zona de libre comercio de las Américas no va a ningún lado, pero para conseguir el acuerdo del Brasil, Bush necesitará confrontar intensos cabildeos nacionales. Lula, para sorpresa de mucha gente en Washington, quiere ser acePTado como un nuevo dirigente latinoamericano que juega conforme a las reglas; pero visitó la Casa Blanca como un dirigente sindical experimentado y con una posición firme, esperando obtener resultados que lo favorezcan. Y, como declaró justo antes de la reciente reunión del Grupo de los Ocho en Evian, espera que las naciones ricas abandonen su retórica para pensar imaginativa y constructivamente en formas de mejorar las condiciones de vida de los países en desarrollo. Ampliar la agenda del Grupo de los Ocho es una medida sensata: el comercio solo es un asunto demasiado limitado y espinoso como para constituir el único tema de las conferencias. Al comercio se le acreditan demasiados beneficios potenciales y se le imputan demasiados males, en tanto que Lula quiere que el Brasil participe de lleno en la concepción de nuevos enfoques a los dilemas que entrañan las disparidades económicas y sociales del mundo.
Ya sea en la política interna o en la internacional, las pruebas más difíciles para el liderazgo de Lula están apenas por comenzar. Los asuntos más importantes de cuantos plantea su victoria siguen siendo si un dirigente con una visión social genuinamente igualitaria puede triunfar dentro de la economía mundial, y si Estados Unidos tendrá el buen juicio de advertir que ayudar a Lula resultará en su propio beneficio. ~
© The New York Review of Books.