Tres comienzos breves y un súbdito final

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Se acercan reverentes de todas partes en una especie de peregrinación laica. Vienen al bosque a recibir una lección de estética que proviene de un ejemplar de eso que los arquitectos llaman casa habitación, situada en un bosque. Pero, aseguran audaces las guías, es más que eso: se trata nada menos que de la armonía entre adentro y afuera, entre natural y artificial, entre bosque y morada humana. El terreno tenía una cascada y Frank Lloyd Wright discurrió construir la casa justamente encima de la caída de agua. Eso porque, explican, el maestro había vivido muchos años en Japón y lo habían influido tanto el culto shinto a lo silvestre como los bonzos del zen que meditan mirando jardines de arena.
     El problema es ¿cómo lograr que aunque estés en una casa moderna, y hasta cierto punto lujosa, te sientas en medio del bosque? La verdad, el maestro lo resolvió muy a medias. Mi mujer se dio cuenta de inmediato de que, dado que la casa está sobre la cascada, la cascada no se puede ver desde ningún punto dentro de la casa (oyes, eso sí, su estruendo en todas partes), y para disfrutar el espectáculo tienes que salir al aire libre.
     Sin embargo, la casa tiene lo suyo, no en vano es landmark arquitectónico famosísimo (sólo el Empire State la supera en celebridad), y sus espacios en sala, comedor, escaleras, cocina, son sedantes y armoniosos, los muebles, también diseñados por el maestro, son elegantes y al parecer cómodos, y las terrazas son lo mejor de la casa, un verdadero logro.

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     La residencia fue construida como casa de fin de semana para Edgar J. Kaufmann, acaudalado dueño de grandes tiendas departamentales en Chicago. Si es difícil llegar a ser famoso por haber ganado mucho dinero, más difícil parece ser famoso por haber dominado el arte de gastarlo muy bien. Innumerables han sido los millonarios, y sin embargo familias de gusto exquisito, patronas de las artes, como los Médicis, se registran poquísimas.

Y ciertamente la familia Kaufmann no es una de ellas, quiero decir, el señor Kaufmann no contrató a Frank Lloyd Wright porque fuera capaz de inmortalizarlo construyendo Fallingwater (“Caída de agua”, como llaman la casa), sino que sucedió que el único hijo y heredero de la familia, Edgar Kaufmann Jr., estudiaba arquitectura, conocía el prestigio de Wright, y lo eligió de arquitecto sin hallar oposición de sus padres, que ni entendían ni tenían interés en lo material, y ansiaban dar gusto al junior.
     Kaufmann Jr. vivió una existencia solitaria, no progresó como arquitecto, tampoco se casó, y a la muerte de sus padres resolvió no usar más Fallingwater y abrirla al público como museo. Y desde entonces, esa especie de singular templo shinto de la arquitectura moderna recibe a cientos de miles de visitantes por año. Como se ve, la casa tiene una historia muy americana.

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     El agua de la cascada fluye incansable, y el tiempo fluye más despacio, pero igual, sin detenerse, en el bosque: la cascada se congela a su debida periodicidad en el paisaje blanco, y todo reverdece en primavera, y en cierta medida, si la armonía se logra, debe ser una casa diferente en cada momento del año, sin cambiar ella misma. Porque el fluir del tiempo en la arquitectura se paraliza en una especie de éxtasis rítmico, lleno de serenidad a veces, cuando hay arte en ella, dado que “la arquitectura es música congelada”. Al menos ésa es la idea.

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     Pese a que no le faltaron desdichas (una de las mujeres que más amó, y por la que lo dejó todo y desafió a la gazmoña sociedad de su tiempo, fue asesinada a hachazos por un sirviente loco, por ejemplo), hay serenidad y alegría en los trabajos de Frank Lloyd Wright (Le Corbusier, que no lo quería, lo llamaba Frank Lloyd Wrong). Es la alegría de crear, de inventar, me parece. Y esa alegría se percibe, y es eso lo que hace perdurables los trabajos del maestro. –

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(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.


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