En España hay quince canales autonómicos de titularidad pública. Trece de ellos corresponden a comunidades autónomas y los otros dos a las ciudades, también autónomas, de Ceuta y Melilla. Así pues, en lo que llevamos de democracia y de legislación televisiva solo cuatro comunidades –Cantabria, Castilla y León, La Rioja y Navarra– y sus respectivos gobiernos no han juzgado necesario disponer de canal propio. ¿Por qué? Vaya usted a saber, aunque el hecho de que esas cuatro regiones hayan sido gobernadas la mayor parte del tiempo por partidos o coaliciones de tendencia conservadora –más propensos, en principio, a la iniciativa privada– podría explicar hasta cierto punto semejante abstinencia. Y es que, junto a las emisoras de carácter público, existen también, en el mismo ámbito autonómico y desde la progresiva implantación de la televisión digital terrestre, las de capital privado. Existen y, luego, compiten; no en vano unas y otras se alimentan del mismo pastel publicitario.
Con todo, esa competencia –y la que se establece, en general, entre las televisiones públicas y las privadas– está lejos de ser leal. Las cadenas privadas no tienen más que el mencionado pastel para vivir; las autonómicas, en cambio, se nutren también de la subvención que su propio gobierno les asigna año tras año. Y no se trata de una subvención cualquiera. Según el IV Informe Económico sobre la Televisión Pública en España, elaborado por Deloitte a petición de la Unión de Televisiones Comerciales Asociadas, los canales autonómicos recibieron en 2009 814 millones de euros de los respectivos presupuestos regionales, mientras que los ingresos por publicidad fueron tan solo de 234 millones. Lo que significa, por de pronto, que esos canales perdieron –y siguen perdiendo– un montón de dinero. O, lo que es lo mismo: de los 126 euros a que asciende el coste medio por hogar de la televisión autonómica, 110 corresponden a pérdidas y subvenciones. Es verdad que ese montante no llega a los hogares en forma de recibo, como sí llegan, por ejemplo, la contribución o la tasa de residuos urbanos. Pero, para el caso, es lo mismo. Qué digo lo mismo: mucho peor. Porque no solo no tenemos conciencia de estar pagando ese dinero, como sí ocurre con los demás impuestos, sino que encima no le vemos el beneficio ni la necesidad.
Al fin y al cabo, una televisión de esas características no debería tener otro cometido, sobre el papel, que el de formar e informar. O sea, actuar como un servicio público. Y, aun así, podríamos seguir preguntándonos –y más en tiempos de crisis– si su existencia es imprescindible, dado que ya contamos con otra televisión pública, la estatal, a la que se supone idéntica función. (Otra cosa, claro, sería establecer si esa función informativa y formativa debe desempeñarla por fuerza una televisión pública; si no bastaría con que la ejercieran, por un lado, los canales privados, y, por otro, el resto de los medios de comunicación y, en particular, el periodismo digital.) En todo caso, lo que parece fuera de toda duda es que, a estas alturas, nuestras televisiones públicas –y entre ellas, muy especialmente, las autonómicas– han renunciado a cumplir la misión con la que fueron concebidas.
Hoy en día una televisión autonómica no sirve más que para proyectar, de cabo a cabo de programación, una determinada visión del mundo. Una visión estrecha, encorsetada, ceñida a los cuatro tópicos del lugar. Por supuesto, en el centro de esa visión se halla muy a menudo el gobernante de turno, perfectamente integrado en el paisaje, al igual que sus derviches. Y no importa si ese gobernante pertenece a uno u otro partido; una vez en el medio televisivo, pierde casi cualquier atisbo de personalidad, incluso ideológica, para convertirse en una figurilla más del belén. Por lo demás, en las televisiones autonómicas mandan la efusión sentimental y la exaltación del terruño, hasta el punto de que no falta nunca en ellas la tríada formada por el fútbol, la comida y las fiestas y festejos populares. En otras palabras, la cultura y la inteligencia no solo no están, sino que ni siquiera se les espera. Como es natural, cuando alguna de esas cadenas opera en un territorio regado secularmente por el nacionalismo –Cataluña, el País Vasco, Galicia– todo lo anterior se agudiza. A la pasión por lo propio se añade, de modo explícito, la aversión por lo ajeno –esto es, por lo español. Se empieza recortando los mapas del tiempo y se termina por prohibir la presencia en pantalla de cualquier invitado que no alcance a expresarse en la lengua milenaria de la región.
Bien mirado, pues, esa quincena de canales autonómicos que tanto nos cuestan –y a los que habría que añadir, no se nos vaya a olvidar, las emisoras de las diputaciones insulares y las de no pocos ayuntamientos españoles– conforman, en mayor o menor grado, una suerte de televisión antropológica. El adjetivo no es mío. Lo utilizó a comienzos de 1983 el entonces director general de RTVE, José María Calviño, para calificar la imagen que, a su juicio, debía dar de Cataluña lo que entonces se conocía como Tercer Canal y que a la postre acabaría siendo TV3. Al nacionalismo catalán aquello no le gustó. Es más, se ofendió muchísimo. El presidente Pujol, como máximo representante del país ultrajado, declaró incluso que qué se había creído Calviño, que “el Tercer Canal no ha de ser una televisión localista, pobre, folclórica, de porrón… sino que ha de ser una televisión absolutamente normal en su programación con una producción universal y exportable”. Lo sorprendente, visto el resultado, es que durante cerca de un cuarto de siglo Pujol anduviera en aquella televisión como Jordi por su casa. ~
(Barcelona, 1956) es filólogo y periodista. Especialista en el escritor Josep Pla. En 2009 se publicó su obra más reciente, 'Filología catalana. Memorias de un disidente' (Barataria).